Del concepto de democracia y los dos años vividos entre el encierro, el tedio o la creatividad como consecuencia de la pandemia, a una tolerada y estimulada arrogancia que se convierte en noticia: Djokovic.
Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
Quiero, ahora, rescatar un libro que me estaba esperando y cuya lectura me ofrece algunos temas que me gustaría compartir. Se trata de Crepúsculo de la historia, del historiador Shlomo Sand, (El Cuenco de Plata, traducción de Julio Patricio Rovelli, 2021). Con un lenguaje llano y como conversando describe amablemente la tarea del historiador en cada momento de la cultura mundial y muestra los fundamentos de un discurso que llamamos “historia”. Quiero señalar unos pocos núcleos conceptuales que me llaman la atención. El primero, a la idea de la “originalidad” cultural de los países europeos, en la herencia greco latina y hebreo-cristiana, le opone que todo se origina en Asia y en África y llega a la forma peculiar de la cultura que conocemos. Y, en el largo recorrido de la historia, que algunos historiadores no perciben, y que lo va a conducir a la “historia social y económica”, antídoto contra la tradicional de héroes y batallas, postula que el agua es un hilo conductor: la búsqueda del agua da origen a los asentamientos primero y a las ciudades por fin, que llama “hidráulicas” y de inmediato a la agricultura así como al arte y al pensamiento, lo que implica un acercamiento al marxismo, y a los antagonismos permanentes; en una expresión que me parece muy acertada, islamofobia proclama y judeofobia, como emergentes históricos de las luchas territoriales y productivas.
La elegancia intelectual con la que va trazando su propia historia no sólo reivindica la tarea del historiador y la riqueza del concepto de historia sino que le permite dialogar y discrepar con los máximos exponentes mundiales de la disciplina, sin prejuicios ni temores. En este campo, como en otros, las modas y las ataduras ideológicas ciegan, la Universidad no es ajena a estos movimientos, libros como el de Sand refrescan el pensamiento y, donde no lo hay, iluminan, hacen ver en el pasado lo que no se suele ver pero que pesa en el presente.
Y, como remate de lecturas, un precioso volumen, titulado Clea. Folletín platónico ilustrado, de mi entrañable hermano Darío Cantón, me produce un efecto de euforia, me siento feliz, mi vida me parece justificada, un discurso poético original, fuera de serie, combate contra la egolatría y el empaque, la salvación por medio de la poesía. Diálogo entre, nada menos, Sócrates y Cantón en un café a partir de una terrible preocupación por unas bombachas. Y, de ahí, razonamiento convocante, de saber culto y saber vulgar, de corporalidades sin vergüenza a lugares comunes, todo se entreteje, es un tapiz que ilumina y levanta el ánimo, decaído por tanta chatura, tanto conflicto “al pedo”, como habría dicho el sabio, que no sabía nada, Sócrates.
Algunos amigos, que por suerte no fueron visitados por el COVID, me cuentan que el encierro de dos años a causa de la pandemia les había venido muy bien: nunca habían tenido tanto tiempo a disposición, siempre interrumpidos, cuando no requeridos para lo inmediato: recuperaron trabajos que no habían podido concluir, iniciaron otros nuevos, vieron películas importantes, se reconectaron con viejos amigos y, finalmente, pudieron leer muchísimos libros de todo tipo. Por supuesto, eso no quiere decir que por eso se hubieran desinteresado de los efectos de la pandemia o de los avatares políticos, simplemente aprovecharon esa paradójica oportunidad.
Casi casi, puedo decir lo mismo respecto de cómo viví yo mismo estos dos años, pero con menos fervor que esos amigos, más torturado por las muertes de amigos queridos, más enojado con el mundo político, con dificultades para leer aunque escribiendo obsesiva y maniáticamente.
Pero ¿qué importa? Debe haber millones de reflexiones de este tipo aunque no todas como la mencionada de David Huerta, que me sonó como a triunfo. Puede ser que eso que se logró hacer, no obstante el clima general, trascienda, como por suerte le ocurrió a José Hernández que, aislado, se diría que encerrado, escribió nada menos que el Martín Fierro. O a Gramsci, cuyos cuadernos de la cárcel siguen alimentando el pensamiento marxista hasta ahora. Claro que son situaciones incomparables, y personalidades que no tienen nada que ver una con la otra pero lo que los une, al menos en esta consideración acerca de cómo vivimos la pandemia hoy día, es el aislamiento, el tedio y la fuerza del pensamiento y la creatividad. No está mal evocar estos casos tan extremos: lo que, sin embargo produjeron y cómo soportaron el encierro, debería ponerse sobre la mesa cuando nos levantamos enojados, hartos sin saber muy bien cómo volcar nuestro fastidio y el paso monótono y feroz del tiempo.
Pero no sea crea que lo que pasa en el mundo desaparece porque ocupa nuestro tiempo un quehacer difícil de comprender. Ambas cosas vienen en pareja, juntas, de modo tal que el tedio disminuye un poco si, por ejemplo, Fernández toma alguna decisión de las tantas que esperamos y nos brinda un respiro en la eterna lucha contra esos malvados que esquilmaron el país. Cuando eso sucede quedarnos en casa y usar un tapabocas o lavarse las manos cien veces se comprende, se acepta y se celebra y se proyecta en los demás que, remisos o ignorantes o equivocados, se empeñan en que Fernández no haga nada y que la enfermedad haga de las suyas.
En una de sus menos felices intervenciones –así lo entendió mucha gente- Borges pontificó con la siguiente frase, más o menos, “La democracia, esa superstición”. No era una metáfora, no era un chiste, era una convicción. Aludió, me parece, a lo que “se cree” que es y, por eso, como toda superstición, conduce a la falacia, al autoengaño. Yo no lo habría discutido en su momento y menos ahora, no sólo porque el emisor de la sentencia no está al alcance de la mano, sino porque no me interesa enzarzarme en una discusión sin objeto. Sin embargo, porque creo que hay, además, un error en la formulación, me permitiría, sin faltar a su sagrada memoria, corregirla: él habría podido decir, en cambio, “La democracia, esa institución” o, mejor aún, guardando la sonoridad de la frase, “La democracia, esa televisión”. ¿Es arbitrario ese reemplazo? No lo pienso: en las instituciones creemos, si no creyéramos estaríamos en el aire, desprotegidos, sin escuelas ni seguridad ni iluminación ni quién vele por nosotros, aunque no lo haga bien ni como corresponde; la televisión, a su vez, es un generador de creencias que no descansan en la verificación ni nos proporciona otra cosa que un fantasma de conocimiento, lo mismo que la superstición. Pero, ¿por qué democracia? Pues porque lo sostenemos, nos alimentamos voluntariamente de lo que nos proporcionan, votamos por el falso saber e internalizamos lo que nos insuflan y decidimos, tan contentos. ¿Quién nos quita el derecho a opinar? Eso es, pues, democracia y de ahí estos apuntes y estas relaciones.
Pero, en ciertas y evidentes situaciones, como en el tema de las vacunas, se le ve la pata a la sota a quienes están embarcados en un peligroso “anti” que se formula invocando la libertad, el derecho a decir lo que se quiera. Y, lo más interesante, es el respetuoso espacio que destinan a esos “anti”, que afrontan irresponsable y estúpidamente el riesgo de muerte, los diarios y los canales de televisión para nada equivalente al que, a gatas y sin ganas, se destina a quienes argumentan en favor del rescate de la vida. Superstición (televisión) versus ciencia, falso derecho a opinar a cómo se le cante al opinador versus responsabilidad social.
Djokovic, gran tenista, no se quiere vacunar. El hecho de que sea una estrella del deporte pareciera que le confiere autoridad para refutar todo lo que hacen científicos en todo el mundo para derrotar al virus. ¿Qué es eso? Una tolerada y aun estimulada arrogancia que se convierte en noticia, se difunde en el mundo entero porque en sus manos blande virtuosamente una raqueta que le abre las puertas de fortunas que no sólo no entran en las manos de los que en los laboratorios se pelan la frente para encontrar el punto débil del misterioso germen. Y así siguiendo, en muchos órdenes, no los puedo enumerar porque soy consciente de mi propia ignorancia y, quizás, en alguna parte, condeno y absuelvo sin comprender del todo lo que realmente pasa en el mundo y adónde nos van a conducir las calamidades que se precipitan sobre la devastable tierra y de lo cual es mejor no hablar porque qué puede hacer uno para detener ese proceso.
Buenos Aires, 9 de abril de 2022.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.