Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
Me pregunto, no sin cierta desazón, por qué en esos tanteos dejo de lado candentes asuntos que mantienen en vilo no a toda la sociedad pero sí a mucha gente, incluso cercanos que comparten puntos de vista y mantienen un diálogo con la realidad, a veces coincidente con el mío. Siento algún estremecimiento de culpa, como si el fantasma de Jean-Paul Sartre, estuviera clavando su “comprometido” en el riñón de mi conciencia provocándome un dolor moral, cómo no digo nada sobre Massa, Fernández y CFK cuando todo el aparato político del país brama, por ejemplo sobre la presunta crisis de gabinete que insume páginas y páginas de diario y espacios de televisión que, como no se ignora, son carísimos, sin dejar de lado lo que se llaman las redes que, por suerte, no me han atrapado, no soy, por propia y madura decisión, una anchoa que cae en la de arduos pescadores. Debe ser, tal vez, porque que he visto varias de estas perturbadoras encrucijadas políticas de manera que, comparando, ésta me parece casi trivial y, por lo tanto tediosa, aburrida, sentimiento aplastante y tan obvio que no entiendo por qué periodistas avezados se lanzan a predecir, después de “analizar” y aun a profetizar. Basta con volver atrás y recordar la decepcionante frase de Alfonsín, “La casa está en orden” para, en cambio de ese orden, comprender las similitudes con la situación presente. Si en aquel momento se consideraba que Alfonsín la dijo para evitar que corriera la sangre, hoy Alberto quiere que esa sangre, metafóricamente, no brote de los repletos bolsillos de los especuladores, financistas, hacedores de precios y otros que, como ya lo decía resignadamente un ministro de Alfonsín, “uno les habla con el corazón y ellos contestan con el bolsillo”, tan malos y egoístas son. Como si fuera sorprendente y una novedad; eso me hace recordar que Engels, el compañero de Marx, le pedía a su padre, gran empresario, que fuera piadoso con las obreras que bregaban en sus fábricas y el progenitor cambiaba la conversión y le preguntaba si había examinado el último balance. Por las mismas razones, apenas Massa empieza a ser protagonista del drama, o comedia, argentina, no sólo se escuchan alaridos de entusiasmo -“ahora sí” exclaman los mismos que sostenían a Alberto y no lograban, si es que lo deseaban, hacer que tomara decisiones que estaban y están flotando en el aire y que Alberto miraba de lejos, como entretenido- sino que hacen, ¡oh! milagro, que el dólar paralelo baje una cantidad de pesos, aterradora para los que lo compraron la semana anterior a una cantidad mucho mayor. Toda esa cháchara y esos movimientos de lo que llaman “mercado”. ¿Será eso lo que me lleva a ocuparme de otros temas? Todo eso está y bien puede ser la razón por la que me dan ganas de hablar de otra cosa. Pero no sé, tal vez será que soy egoísta y que el abejorreo intenta impedirme escribir. Y si lo logra no será más que un alivio para los que leen mis descomprometidas ocurrencias.
Ese chico que, repitiendo similares iniciativas frecuentes en los Estados Unidos, se despachó en una escuela a más de veinte compañeritos mediante una serie de oportunos disparos, no sin antes intentar que concluyera la existencia de su abuelita, puede haber argumentado que lo hizo en uso de un doble derecho, por un lado el de tener armas, por el otro a usarlas según su libre juicio y criterio, amparado, en ambos casos, por leyes emanadas de la Constitución del país. Si hubiera sobrevivido a su empresa y tenido que afrontar un juicio, perspectiva que probablemente no tuvo en cuenta, un hábil abogado, invocando dichas leyes, habría logrado su libertad; tal vez no porque también operan otras leyes, las de la moral, que aunque no están escritas, pueden ser tenidas en cuenta; en suma, en uso de la soberana libertad puede matar a medio mundo si tiene ganas pero como matar en cualquier circunstancia está mal para los jueces es posible que no tuvieran dudas y que lo habrían sentado en la silla eléctrica, donde se mata para castigar legamente a quien mató ilegalmente, como suele suceder, a veces también erróneamente. ¿Contradicciones? Ese país se constituyó invocando el principio de la libertad cuyo imperio es irrestricto en el orden de la propiedad y del consumo: son como dos nervios que mueven los miembros de toda esa sociedad: nadie toca lo que es mío ni me ordena ni impide hacer lo que deseo y compro lo que quiero de lo que me ofrecen y si no quiero no lo compro, de modo que si quiero compro armas y las uso a mi criterio. Seguramente, el fusilero de marras lo razonó de este modo aunque pudo haber razonado de otro y hoy estaría haciendo la tarea escolar en lugar de yacer en una morgue. Y ofrecer algo supone haberlo producido y, por el mismo principio, quien produce lo hace con un fin que nadie le discute y si hay clientes bien y si no ya verá cómo se las arregla. Por el mismo mecanismo compra otras cosas cuyo uso parece más obvio y natural, los alimentos por ejemplo. ¿Y si ciertos alimentos pudieran ser empleados con un objetivo semejante al del uso irrestricto de las armas? Digo, por ejemplo, en ciertas épocas del año entran al mercado hongos silvestres: son muy tentadores, hay clientes que los adquieren, vienen garantizados, son saludables pero si a un recolector se le ocurre ofrecer también los venenosos tendría todo el derecho de hacerlo, igual que ofrecer una pistola, y por ahí alguien podría comprarlos y administrárselos a la abuelita en cuestión para terminar con sus sufrimientos y con los de quien se los administra. ¿No es lo mismo? Claro que matar no es aconsejable pero ahí nos metemos en otro problema, hay quien puede argumentar que el principio de la libertad incluye ese derecho, como lo que asediaba al caviloso Raskolnikof, sólo que otro principio, el de la preservación de la vida, pone los límites. Y, en ese punto está la justicia, el Estado, la moral, que no pueden estar ausentes de un debate semejante. Si el fusilero hubiera seguido estando vivo tal vez lo podría ir pensando.
Desde que podemos salir y hacer cosas, en suma caminar, nos encontramos muchas veces con conocidos o amigos que nos preguntan, y les preguntamos, cómo estamos. Confieso que la pregunta me pone incómodo, no sé qué decir. Salgo del paso diciendo que no me ha tocado en suerte ser visitado por el virus y que, por añadidura, mi salud no se está aprovechando de la peste para pasarme las facturas; las pequeñas molestias de siempre, bien de ánimo, el trabajo, pese a cómo se lo denigra, protege, el pensamiento lo mismo y por cierto las terapéuticas, tal vez más eficaces que antaño cuando la gente se moría de cualquier cosa; lo digo y siento que en realidad estoy tranquilizando al interlocutor, a nadie le seducen los males de otros. Salvado ese momento, entra el agobio porque, cómo me va a ir en un mundo con los problemas que han aparecido al mismo tiempo en multitudes aquí, en Europa y África, quién piensa en África. Y por añadidura Rusia-Ucrania, afligente y doloroso, que repercute en este país que sale de una y le llega otra. ¿Puede uno decir que está bien al responder a la pregunta? Cuando el FDT ganó las elecciones pensamos, en realidad sólo deseamos tal vez ingenuamente, que se producirían importantes cambios: no ha ocurrido aunque no es que faltaran acciones positivas que, como es previsible, parecen contar más que las neutrales, tímidas o fracasadas, o un “no se puede” inhibitorio; éstas no están en el inventario mental de la gente de carne y hueso que no puede comer carne y debe contentarse con el hueso, pero yo, no creo haber sido el único, habría querido algo más y no se produjo, para qué volver a hacer la lista de lo que no se hizo y que medio mundo padece y gran parte de él enuncia hasta el aburrimiento. Y, por detrás una amenaza de una derecha vocacionalmente rapaz, cuyos mandantes están en la sombra y se encarnan en grotescos personajes hechos de vacío, un “corsi e ricorsi” que constituye la historia de la humanidad. ¿Es posible estar bien con esa carga?
Buenos Aires, 4 de agosto de 2022.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.