Alejandro Kaufman propone en este artículo traer a la atención el debate procedente de sociedades opulentas, sobre el trabajo y la relación de dependencia del asalariado, el derecho a la existencia y la renta básica incondicionada, que hasta ahora ha sido abordado entre nosotros como paliativo de las más graves y extremas situaciones de desposeimiento y desamparo. Debería ser hora, afirma Kaufman, de llamar la atención sobre lo inaceptable que es en la actualidad la mera perseverancia en la extorsión y la amenaza que significan las consecuencias inapelables del desempleo para las multitudes.
Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)
Pocas cosas son tan discutibles hoy en día como lo es la idea del progreso indefinido y lineal en el curso de la historia. Si por un lado nos criamos arrullados por el canto del futuro pródigo, por el otro al crecer constatamos la reiteración de las desgracias. Y, sin embargo, nuestras sensibilidades y percepciones cambian en un sentido, con todo lo incoherente, contradictorio y dolorosamente desalentador que sucede. No aceptamos la esclavitud, ni la tortura, ni el asesinato de multitudes bajo bombardeos aéreos. Cada uno de estos actos ha sido consentido de un modo u otro por grandes mayorías, durante más o menos tiempo, en épocas más o menos modernas, siempre al lado de minorías disconformes, para llegar a una actualidad en que se supone que el sentido común considera criminal cada una de esas prácticas. La extensión del campo perceptivo acerca de lo que es inaceptable se difunde de modo inadvertido, hasta que un día se naturaliza la abolición de la esclavitud, la penalización de crímenes masivos, la prohibición de la tortura (aun cuando hoy estemos sin embargo asistiendo a un aire restaurador de tales horrores). Todo ello estuvo rodeado en cada caso de interminables debates, de defensores y detractores, hasta instalarse la sensación de que cada uno de los logros alcanzados estaba destinado a la eternidad.
Sobre ese fondo difuso de las memorias, antiguas o más recientes, se abre camino en la actualidad, entre tantas otras que no es el caso discutir aquí (como sucede con los derechos del ambiente, la naturaleza, el mundo que habitamos, continuamente avasallados todavía y ¿hasta cuándo?), se abre camino una nueva percepción que concierne al trabajo en el capitalismo. Al esclavo o al siervo se le destinaban diversos castigos e infortunios, en modo alguno carecientes de gravedad, pero no podían perder el empleo, no podían ser despedidos de su relación con el amo o el señor. Claro, eventualmente podían ser despedidos de la vida, pero en apariencia hemos conquistado la vida como derecho. Sin embargo, es una conquista parcial, vacía e insuficiente si la consideramos en relación con el derecho a la existencia. Para nuestra percepción actual, vida y existencia no son sinónimos. La existencia no es la mera supervivencia biológica. Respetar la vida biológica puede ser el portal del infierno si la existencia se arroja al infortunio aunque se conserve la mera vida. Y es de ello de lo que se trata cuando la relación de dependencia del asalariado puede interrumpirse por razones, voluntades o avatares ajenos a los afanes y responsabilidades del trabajador, para verse éste enfrentado a un limbo de indignidad y desposeimiento, al encierro en una marginalidad y miserias inapelables, porque en un mundo cada vez más blindado en las fronteras entre los países hay menos lugares adonde ir, tanto por semejantes restricciones de las soberanías como porque la urbanización generalizada del globo excluye cualquier otra opción habitable por fuera de las matrices biotécnicas. El desempleado, el excluido, el indigente, el desposeído se encuentra en su tierra como en una prisión, sometido a una mortificación incalificable. Entonces, si en el capitalismo el espectro del desempleo fue consuetudinariamente una extorsión, hoy en día, bajo el techo que nos ampara con el discurso de los derechos humanos, encontramos una vacancia decisiva que de manera creciente se nos presenta como inadmisible: la del desempleo (por lo general llamado de modo ideológicamente sesgado como desocupación). Ante ello es que ha surgido hace ya varias décadas (aunque los respectivos debates comenzaron al menos hace cerca de cuarenta años su genealogía es mucho más antigua) una demanda a la vez radical y moderada, una gran transformación dentro del sistema capitalista sin ser revolucionaria, una utopía módica, un gran cambio potencial en la vida de millones que por ahora no es más que una esperanza y un debate. Se trata de la llamada renta básica incondicionada, entre otras denominaciones que recibe, como ingreso ciudadano o basic income– algunos de sus promotores dicen que con llamarla renta básica tiene que ser suficiente-: una remuneración que se percibe sin condiciones por el solo hecho de existir y que debe bastar para vivir modestamente sin empleo, no importa si por necesidad o por elección. El empleo se convierte entonces en una forma de vida por la que se podrá optar a fin de participar con plenitud o con mayor intensidad en la vida social del consumo, pletórica de estímulos y promesas, o se hará posible también renunciar a todo ello -de modo transitorio, prolongado o indefinido-, y dedicar el tiempo, el uso del tiempo, al propio destino forjado por sí.
Este tema ha dado lugar a múltiples debates que abarcan diversos aspectos, sobre todo acerca de la factibilidad de llevar a cabo semejante realización económica. Hay adherentes y detractores, tanto en el plano económico como moral. Hay una moral del empleo que la renta básica incondicionada pone en tela de juicio, en la medida en que otorga privilegio a otra dimensión de la experiencia: el derecho a la existencia, que implica de modo fundamental, y aquí viene el punto de inflexión, la emancipación respecto del carácter imperativo del empleo, de la sujeción que supone la necesidad social de subordinarse a afanes por los que no se optaría si hubiera alternativa de vivir de otro modo. Se defiende con ello la libertad molecular de las multitudes, tratadas como arena de la playa por la caución del empleo, absolutamente despreciables y sustituibles en tanto fuerza de trabajo, susceptibles de cancelación, reemplazo por máquinas, pero sobre todo, extorsión bajo la amenaza de intemperie, indigencia y agonía que trae consigo el desempleo. Reforma laboral como desprecio de masas.
En este momento nuestro argentino, en que se habla de los trabajadores con miedo al desempleo como si de niños aquejados por terrores nocturnos se tratara, de miedos pueriles indignos de consideración en el mundo serio de los adultos, en este momento debería ser oportuno traer a la atención tal debate procedente de sociedades opulentas, y que hasta ahora ha sido abordado entre nosotros en una forma más bien filantrópica, caritativa, banal, o como paliativo de las más graves y extremas situaciones de desposeimiento y desamparo. Debería ser hora de llamar la atención sobre lo inaceptable que es en la actualidad la mera perseverancia en la extorsión y la amenaza que significan las consecuencias inapelables del desempleo para las multitudes. Mañana no habrá democracia digna de ese nombre sin renta básica incondicionada, hoy no la hay sin este debate, sin ampliar la conciencia, sin oponer resistencia a la forma cruel y malévola en que el desempleo se agita como fantasma para intimidar a las multitudes a la vez que se deniega el acto mismo en que se incurre en forma notoria, dado que la intimidación encubre su propósito y se hace pasar por un accidente. Lo más inquietante de tal debate, cuya presencia es sobreabundante en otros países, es por qué en el nuestro está tan ausente aquí y ahora, de modo tan extrañamente contrastante con lo que sucede en esos otros países que suelen además tomarse como referencia para tantas otras cosas.
Mentar el asunto abriría al menos la posibilidad de poner un límite a la creciente estigmatización sobre quienes no trabajan o no lo hacen del modo correcto eufemística e ilusoriamente llamado de calidad (cuanto más se promueve la precarización, más se proclama la pretensión de calidad del empleo en disminución). Omitir el debate sobre la renta básica del modo en que lo omitimos, mientras el tópico actual del trabajo permanece aprisionado de modo demencial entre agarrá-la-pala y vienen-los-robots, entre moral y vicio, entre nuevas servidumbres y tecnoapocalipsis, configura si no consentimiento al menos negligencia impotente frente a discursos de odio y estigmatización del desamparo. Urge poner en duda la imposición binaria, falaz y anacrónica, entre moral del trabajo y vicio del ocio por muchas razones, pero una fundamental ahora, que consiste en que confiere premisa a la estigmatización de las personas desempleadas, quienes han sido expulsadas del mercado de trabajo, y abona el talante neoesclavista con que se pretende someter al conjunto del colectivo trabajador en nombre del bienestar económico y de eso que llaman prosperidad, que no es otra cosa que la fruición acumuladora de riquezas de una minoría cada vez más exclusiva. Es todavía una idea, pero una idea que permitirá atenuar la violencia simbólica ejercida contra las multitudes vulnerables: el derecho a la existencia no depende de ninguna otra condición, como fue el caso del derecho a la vida. No podíamos quitarle la vida a nadie por distribución de recursos, pronto no le podremos negar a nadie el derecho a la existencia por razón alguna.
Buenos Aires, 24 de julio de 2019
*Docente universitario, crítico cultural y ensayista. Profesor en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes.
1 Comment
Hola Alejandro, qué tal??
Me alegra poder entrar en contacto contigo más aún cuando estamos incursionando en problemáticas comunes
Estoy pensando en las formas con las que se producen los desempleo
o suspensiones de trabajadores con estrategias de acoso, y otras formas degradantes del trabajador
He construido un instrumento denominado Historia Vital del Trabajo y lo he implementado en diferentes ocasiones con trabajadores, me gustaría conversar contigo con un cafecito mediante. Yo soy jubilada tengo la agenda flexible si está dentro de tus posibilidades me daría un gran placer
Querido Alejandro van mis cariños
Dulce Suaya