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Sobre el concepto de Orden – Por Horacio González

Horacio González propone en esta nota el debate en torno al concepto de Orden, utilizado de cara a la próxima campaña electoral. González afirma que el Orden, además de que siempre fue patrimonio de las derechas, supone también la vuelta a un paraíso perdido, que pone la apelación política en manos de un argumento bello pero riesgoso.

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Una gran cantidad de compañeros, de los más estimables, comenzaron a pronunciar la palabra orden en vistas de la próxima campaña electoral. Por cierto, esto implica un gran debate. Con profundo respeto, voy a intentarlo. En primer lugar, habría un error bastante notable, y finalmente muy grave, si por orden se entiende lo que este concepto significa habitualmente en las conversaciones públicas y en especial, en la conversación política. Teniendo en cuenta que es totalmente natural que los individuos y los colectivos sociales deseen vivir escenas de previsibilidad, todos nosotros empleamos la palabra orden en momentos en que se hace necesaria una cohesión que parece garantizar un estado de acuerdos y discusión argumental. Cuando amenaza con rasgarse, ¿porque no una voz de orden?

No veo nada extraño ni cuestionable en eso. Quien pide orden -el que dirige la asamblea, el que mantuvo más la calma, el que avizora con mayores ecuaciones de sensatez y coraje el porvenir-, se sitúa en la profunda verdad de una palabra. Orden para aceptar un fervor constitutivo de un grupo asentado en memorias y compromisos admitidos, lo cual implica un ímpetu fundador, del todo lícito, incluso más, como si fuéramos juramentados de una nueva legitimidad. En cambio, me cuidaría de la palabra “nuevo orden” por las indeseables connotaciones históricas que tiene, pero admito que se está aludiendo a un horizonte social novedoso, que recoja tradiciones y las reformule. Si es así ¿es necesaria la palabra orden, por lo menos en este sentido?

Si vamos a las insinuaciones ocultas que tiene el concepto de Orden en las tradiciones políticas, lanza una fuerte indicación, un destello contundente hacia los sectores más conservadores de la sociedad, que con esa palabra se sienten llamados a recolocarse en la forja de un ordenancismo rígido para los conjuntos humanos. No podemos disimular el modo que lo invocaron las derechas tradicionalistas o medievalistas. Claro que de eso estamos todos bien alertas. ¿Pero para que jugar con el borde extremo de las palabras que son riesgosas? ¿Aunque parezcan traducir un deseo profundo, comunitario, soteriológico? Apología de la tradición y la propiedad. Consultar con las elecciones recientes de Brasil.

Por eso, una cosa es el Orden descriptivo y otro el Orden epistemológico, una cosa es el Orden como deseo de una vida donde predomina la persuasión sobre la violencia, y otra cosa es el Orden sin un mínimo implícito de sigiloso respaldo teórico. Lo que haría del orden un recurso ideológico para cuestionar una economía entendida como una fuerza natural que no puede sino distribuir en forma desigual los recursos colectivos. ¿Pero es necesaria esa palabra? ¿Es tan neutral que puede combinarse con cualquier otra? Una forma del orden es para garantizar la previsibilidad de los tratos cotidianos, otra para subvenir las necesidades de los grandes monopolios de la energía, la producción, las comunicaciones y la palabra. No es lo mismo.

Se dirá: basta con que las vidas regulares urbanas o suburbanas se hayan desorganizado por culpa del neoliberalismo, para que la voz de orden tenga efectos atractivos en la lid electoral. A pesar de la confusión y ambigüedad implícitos en el concepto de orden (y no niego que toda ambigüedad puede ser utilizada en términos de una autoprotección), hay muchas aperturas posibles para pronunciarlo sin que comprometa la pluralidad de niveles en que actúa la palabra orden. Pero en la historia de los movimientos que se dijeron a sí mismos revolucionarios, no recuerdo que se haya considerado este tema, más allá del esperable ataque al “orden burgués”. No obstante, se dejaba vacío el lugar del desorden, pues reclamar para sí un desorden, como es obvio, es suscitar esa múltiple fruición interpretativa, que llega malamente recibida hasta el microcosmos cotidiano. Donde allí, sí, la palabra orden tiene un lugar asentado. Es precisamente eso, lo que se asienta sobre una previsibilidad, incluso de una imaginación controlada. Es en la historia donde no hay orden, hay contingencia. En el domus familiar, puede regularse la contingencia, no dejar la pava entre las llamas pues nos olvidamos de apagar la llave de gas luego de hacernos el mate. A mí me pasa siempre y reniego de eso. Orden en las hornallas, sin metáfora intimista trasladada al conservatismo social que llama cambio al hundimiento del individuo singular en su caldo hirviente de frustraciones.

Por otro lado. ¿es cierto que el neoliberalismo desorganiza la vida? El poder de masacre que tiene el neoliberalismo es muy alto. Es cierto que anula posibilidades vitales y creativas, ve la sociedad como un conjunto de átomos que compiten entre sí y talla un individuo que se mimetiza con un signo del mercado. Apunta así a una cosificación que definía de lo que en el siglo XIX fue la mercancía, en el XX el concepto de operación política y en el XXI el rapto masivo de la intimidad burguesa para sustituirla por otra, postiza, que es la del sujeto que se siente amenazado -por ejemplo-, por los subsidios estatales a la desocupación que el neoliberalismo auxilia a desgano, pues aun no entró en su última fase, que es el abandono masivo de personas.

El mar Mediterráneo es el símbolo del pantano siniestro y muchos, aun los que recorren en crucero para recordar las mitologías de Creta o Corintio, saben que tienen que repudiar a los sumergidos de las barriadas de Quilmes o Florencio Varela, los mare Nostrum del conurbano, con sus movimientos sociales y sus tensas correas de transmisión con el Estado. El cartonero caído. El sobrante poblacional que está a cargo de un plan, sigue siendo una víctima, no está exento de odio si sabe que lo odian. Cada vez más nuestras ciudades se parecen a la Metrópolis de Fritz Lang. Y quizás pidan un salvador, muy probablemente un falso salvador. Incluso uno que prometa orden, más y más Orden.

El símbolo de la humanidad afligida es el Mediterráneo de nuestra época, no el de Felipe II. Por eso, palabras de régimen burgués anterior, el humanitarismo, los diversos humanismos, la felicidad familiar, la intimidad ampliada con nuevas formas familiares, la emancipación del yugo doméstico, las escrituras del goce y del deseo, legítimas como son en sí mismas, también pueden ser retomadas como fórmulas que el neoliberalismo acepta. Incluso los ecologismos y ambientalismos. Pero lo confiscan bajo un fuerte signo ficcional, son las grandes burocracias financieras las que no pueden chocar con “los buenos pensamientos” de la modernidad viralizada. La publicidad que nos indica y nos muestra que es feliz alguien con su tarjeta de crédito, ilustra sobre nuestra época como La pietá nos indica cual era la religiosidad en el siglo XV. El ideal financiero del ciudadano supone uno que es invitado a la libre elección luego de estar informado sobre el “riesgo país”. Cómo no vamos a vivir en catalogaciones fijas si así se catalogan países a fin de ser sometidos.

La publicidad de Hoteles Trivago es un simple ejemplo, mínimo, pero minucioso, de qué se espera de las acciones vinculadas a la intimidad, y al consumidor informado, al que se le dice que es un bípedo implume racional que emplea un juicio sintético a priori para elegir el mejor cuarto de Hotel las Bahamas. No creo que “todo” sea político. Pero no puede el ser político pasar por alto estas poderosas defunciones de la libertad de elegir, en el fondo coactivas, que compiten diversamente con lo que lo político tiene la dimensión libertaria de la existencia.

La posesión sobre los medios de producción se traduce en los medios para reorientar los consumos de materiales simbólicos, regidos por trazados territoriales que son análogos a los estigmas sobre las herejías. Se consumen también fórmulas diarias de desprecio. Por ejemplo, el trabajo que se hizo sobre la letra K, que no se revierte con la M en términos de infamación, pues esta última letra está ligada a mamá, amamantamiento, mar. También a marasmo, ojo. Su misma forma de grafo ondulatorio indica que es más difícil ultrajarla de modo patibulario y “matarla”, como escucho que se dice en la jerga política cuando se decidió “no levantarle el teléfono” a tal o cual. Esta última expresión usa metáforas menos letales que la primera. Una cosa es la negación de persona y otra la incomunicación. Las metáforas políticas se hacen cada vez más cueles.

 

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Será una campaña hecha en condiciones desfavorables, con timadores profesionales, para decir lo mínimo, con un aparato judicial carcomido por dentro, que promueve la delación recompensada, rompiendo una cuerda última del consenso profundo en un grupo humano, con la pérdida de la noción de una comunidad como permanente imagen de pertenencia siempre reelaborada. No digo aquí comunidad organizada porque la respuesta al neoliberalismo es una comunidad que no pierda el ideal utópico de una mancomunión, pero que abra continuamente sus formas cohesivas para dar lugar a lo que se expresa súbitamente, inopinadamente. Fuera de sus ejes. Los momentos fugaces de un discurso colectivo que se recogen como oleajes heterogéneos, los deseos de trabajo en común de sectores contrapuestos de la sociedad, las fructíferas divergencias sobre el trabajo, sobre los cuadros de la creatividad social, el papel de los consumidores frente a los medios masivos que fabrican materiales consumibles, sean Microondas, Información o Netflix. La comunidad no está tranquila con eso. Por eso es sociedad más que comunidad, pues la sociedad es el modo crítico de esas construcciones aparentemente solidarias. La hechicera derretida en dulzuras, subyuga con una bondad que deja escuchar detrás un tenue zumbido ofídico. Esa comunidad no. Escucho esa voz melosa sobre la vuelta a clases. Es la melosidad amenazante.

Quedamos en que el Orden, además de que siempre fue patrimonio de las derechas, supone también la vuelta a un paraíso perdido, que pone la apelación política en manos de un argumento bello pero riesgoso. La comunidad organizada es ese paraíso perdido, pero se presta en su inmediatez a la cita por parte de los sectores más conservadores, astutos y manipuladores de la sociedad argentina, que están en el gobierno y en la parte de la oposición “complementaria”, que piensa como el gobierno -esto es, el FMI-, pero sin personajes que durmieron en la misma cama de Rabindranath Tagore, como el “impresentable” Macri. Ya que la dijimos, tomemos precisamente esa palabra, “impresentable”, que es de uso habitual en la política, como “no quedar pegado” y otras. Por supuesto, entonces hay que “despegarse”. ¿Qué quiere decir? Es una terminología que hay que abandonar. Son formas de un orden de batalla entre una capa de personas que forman la “clase política”. El imperativo es escaparse de ese lenguaje. Porque quiere decir que todo es un campo minado de deyecciones, de figuras contaminadas y venenosas que contagian, según las más célebres metáforas mefíticas para tratar la política. Lo que no asombra, pues la viralización es palabra corriente para designar la difusión de un acto, una noticia o una imagen. La palabra se hizo cotizable. ¿Se sabe lo que se está diciendo con ella? Al contrario, nos preocupamos si algo no se viraliza

El tiempo pasado se usaba la expresión piantavotos, argentinismo de cuño itálico-lunfardo, que Perón usó muchas veces en relación a la intervención de los nacionalistas que apoyaban a su movimiento. Eran demasiado ideológicos. En 1973, en la elección de Capital fue el único lugar donde no ganó el peronismo. ¿Quiénes fueron los piantavotos? Los nacionalistas Marcelito Sánchez Soriondo y José María “Pepe” Rosa, éste último más peronista que el primero, pero ambos hicieron campaña contra Brasil, pues aún estaban pensando en la Batalla de Caseros de 1852, ganada por Urquiza gracias a las tropas del Duque de Caxias. Perón desde Madrid alerta: cuidado, con Brasil tenemos que hacer una alianza, un mercado común, el pueblo espera ese gesto de amistad y no recordar guerras del pasado. Menudo problema. Hoy el infierno son los otros. Cada uno es el pianatvotos del otro. ¿Qué se puede decir en una campaña?

Tenemos el tremendo ejemplo de Menem, al cual tomamos como una curiosidad argentina, como la falsa publicidad de Macri y de la bonaerense musaraña piadosa que toma la mano de los pobres, escena originaria del macrismo, que en la historia argentina significa retroceder de la comunidad organizada a los focus groups. Más fugaz agrupamiento humano que éste, que pretenda cargar sobre sí la representación del absoluto social, no hay.

Se quiere ganar. Es justo, ¿quién no lo quiere? Estamos ante un momento de destrucción, personas de profunda irresponsabilidad desenraizadas de cualquier tejido ético-moral, que dicen que sin Macri “esto hubiera sido Venezuela”, y demás tópicos asociativos de la ponzoña. Menem dijo salariazo, en campaña. Luego explicó ante su giro neoliberal, o sea, contrario a sus patillas postizas que evocaban la espesura de un provincianismo redentor. “Si decía lo que iba a hacer nadie me votaba”. Desde allí la cosa empeoró. El mejor remedio contra este caradurismo que opera el desmonte profundo de las sociedades, es no hacer lo mismo. La campaña debe ser ingeniosa, no para abandonar luego la utopía relatada por la concreta realidad, ella con sus dominios de fuerza. No, mejor cuando más continuidad haya entre campaña y ánimos efectivos de realizar las cosas enunciadas, sabiendo los obstáculos, pues deben incluirse como previsión real en lo que se formula, pues es obvio que se lo hace sin tener la decisión en la mano. La promesa es lo más fácil de hacer y lo más delicado de la política. Siempre hay promesa y siempre hay duelo, no una cosa sin la otra, sino sería siempre el baile de máscaras de los sempiternos operadores.

Por todo ello, pienso que decir que habrá orden donde hoy hay desorganización, no deja de ser una descripción posible, pero corre el riesgo de que quien lo diga, pague en el futuro el precio de la mímesis que produjo con el plano inferior de la palabra orden, que no es la forma estable que adquiere una construcción de sociedades liberadas. Estas son las que por sus propios medios reconocen el horizonte nuevo al que han llegado. Pero nos acecha ese plano inferior, el temor al piantavotos, la autocensura para hablar del estado real de coacción que la política y la economía mundial arrojan sobre nosotros.

Un Frente, se llame como se llame, no es mera sumatoria. O sea, no es peticiones de un orden inmediatista, que junta fracciones sueltas de agrupamientos pululantes. Si de reorganizar la vida se trata esto ocurrirá cuando se descubra qué viga significativa hay que nombrar, hasta ahora no tocada por nuestras formulaciones, que emerja superando los campos en que se está cristalizando la lengua social: réprobos y favoritos. Ganar se gana con un simulacro de macrismo, cambiando uno dos o tres nombres propios y haciendo lo mismo o casi lo mismo. ¿Ganar perdiendo, o perder ganando? Me expreso a favor de un triunfo amasado en la conciencia levantada de muchos argentinos, proletarios inspirados y ungidos por una gesta común, que rescate a la sociedad y a la vida nacional emancipada.

Mejor es definirse en nombre de una gesta común, que de un sistema político sin sobresaltos, de la “tranquila mansedumbre de nuestra buena gente” a la que devolveríamos el edicto, el precepto y la regla. Me recuerda que los teóricos de la democracia en la época de Alfonsín decían que mejor era el aburrimiento político, las “rutinas”, para que la sociedad se autoreconoza en sus valores de vitalidad. No creo que si queremos hacer algo trascendente debamos convocarnos al aburrimiento político. Por lo tanto, no debe haber tema sobre el que no podamos pronunciarnos, sin temor a quedar engomados al pegajoso “desorden”.

 

Buenos Aires, 27 de febrero de 2019

*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional

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