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Foto: Natalia Pasquino para Agencia Paco Urondo

Foto: Natalia Pasquino para Agencia Paco Urondo

A raíz de las reacciones que produjo la entrevista que Horacio González dio a la Agencia Paco Urondo, Diego Tatián escribe este artículo donde sostiene que en el contexto de un correctismo cultural insoportable que se arroga la pretensión de  marcar el límite de lo que puede ser dicho y por quién, Horacio González habla, escribe y piensa sin pedir permiso.

Por Diego Tatián*

(para La Tecl@ Eñe)

 

La reciente entrevista a Horacio González en el sitio de la Agencia Paco Urondo es un gran documento sobre todos los temas relevantes por pensar, en un momento tenebroso del que la Argentina afortunadamente ha comenzado a salir. El estilo de conversación que propone González es discutible, en el más alto sentido de la palabra. Motiva discusiones, las eleva, las encuentra donde no se las advertía, no sucumbe a la sordidez del griterío. Un estilo intelectual que nunca pierde la gentileza, el argumento del interlocutor, el arte de escuchar. Un punto de partida para orientarse hacia el país en el que nos gustaría vivir.

El odio al pensamiento es tan antiguo como el pensamiento. Lo acompaña como su sombra. Lo acecha. Un devaluado candidato a vicepresidente reacciona (en el sentido reaccionario del término) con una ironía que oculta mal la entraña inquisitorial que nos tiene reservada, si llegara a encontrar las condiciones -que el pueblo argentino le denegó el 11 de agosto- para hacer prosperar su tristeza. La oculta mal, en efecto, porque no basta ser sordo para ser Beethoven, ni ser tartamudo para ser Demóstenes, como escribió alguna vez un gran intelectual reformista que conocía bien el odio contra las ideas y no hizo otra cosa que pensar contra Córdoba –donde la admonición hacia quienes se atreven a decir algo por fuera de lo establecido campea con particular intensidad.

Una palabra de Horacio González referida a la historia y la cultura es capaz de conmover a la Argentina. Desperezarla, cuidarla en su tradición más entrañable bajo amenaza, renovarla en su vitalidad, reponerla de una asfixia, sin sucumbir a los mecanismos de intimidación (¡tantos!) con los que se procura inhibir el pensamiento libre. El pensamiento libre al modo gonzaliano es potencia que, precisamente por la sobreactuación de escándalo que reacciona contra él, no se logra conjurar sino más bien al contrario: le es así proporcionado un marco de violencia que resalta aún más la nobleza que aloja. Que esa violencia irrumpa con tanta nitidez evidencia la necesidad de que las palabras sean dichas con la libertad y lucidez que la entrevista en la APU se permite.

No hay permiso para pensar. Un correctismo insoportable se extiende en todas direcciones (no solo en los medios) y se complementa con el “discurso competente” que se arroga la pretensión de  marcar el límite de lo que puede ser dicho, y por quién. Más precisamente se lee en un viejo ensayo de la gran filósofa brasileña Marilena Chaui: “El discurso competente es el discurso instituido. Es aquel en el cual el lenguaje sufre una restricción que podría ser resumida así: no cualquiera puede decir a cualquier otro cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. El discurso competente se confunde con el lenguaje institucionalmente permitido o autorizado, esto es, con un discurso en el cual los interlocutores ya fueron previamente reconocidos como poseedores del derecho de hablar y escuchar, en el cual los lugares y las circunstancias ya fueron predeterminados para que esté permitido hablar y escuchar y, en fin, en el cual el contenido y la forma ya fueron autorizados según los cánones de la esfera de su propia competencia”.

La tenaza censora que forman la chabacanería mediática y la indignación a la que suele ser afecta parte de la academia (“sobre esto nosotros ya lo hemos dicho todo, y quien quiera decir algo deberá pedirnos permiso…”), no logran su propósito. El tiempo que viene deberá sin embargo afrontar esto –proteger lo que favorezca el retorno de las ideas políticas y la discusión libre- con urgencia y con seriedad. El neoliberalismo produce, además de una insoportabilidad social, una asfixia cultural, un régimen de afectos tanáticos y finalmente una sociedad inhabitable (entre otras cosas porque destruye las mejores tradiciones liberales), para salir de la cual será preciso mucho más que reactivar la economía.

En tanto, hay quienes como Horacio González hablan, escriben y piensan sin pedir permiso. Y miles tan agradecidos de que ello ocurra.

 

Córdoba, 26 de septiembre de 2019

*Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y doctor en ciencias de la cultura (Scuola di Alti Studi Fondazione Collegio San Carlo di Modena, Italia), es investigador del Conicet y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de Córdoba.

3 Comments

  1. Nora MerlinGracias dice:

    Gracias Diego, aqui una de las agradecidas q haya gente con Horacio q se anima q hablar sin pedir permiso. Esa libertad hay q ganarla y aprenderla

  2. Manuel dice:

    Muy interesante la nota y mucha tela por cortar, en especial, sobre aquellos que mal utilizan la palabra, el discurso artero. Claro, que si queremos ser una Sociedad mejor, mas evolucionada debemos terminar con la impunidad linguistica, la agresión fácil y solapada y evidenciar, así como la hace Diego. Habermas y su teoría de la comunicación expone y denuncia, las malas practicas del uso del lenguaje, en pretensiones de comunicación y nos dice, diferencia los «actos del habla» la verdadera comunicación, de las estrategias. Muy valorable la argumentación, tambien el uso en la comunicación de la metáfora, cuanto más pertinente mejor y además, como externalidad positiva, es nutritiva, enseña….

  3. Gurisa dice:

    Coincido con lo argumentado, los límites del régimen de lo visible y decible en la Argentina de los últimos meses han sido pretorianamente. La necesidad de Axel Kiciloff de salir a aclarar que él no era marxista es otro ejemplo, o la elocuente frase de la columna de hoy en La Nación del juez Rosenkrantz y su «discurso competente»: «(Alfonsín) identificó el imperativo de su época: terminar con la violencia política en la Argentina. Lo convirtió en una bandera de lucha que propios y ajenos pudieron compartir, al punto de que hoy casi todos consideramos un sacrilegio antipatriota la reivindicación de dicha violencia». La narrativa de la nación no da lugar a la disputa por el sentido de la violencia del Estado.