Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
Es tanto lo que propone la lectura de la trilogía de Isaac Deutscher consagrada a Trotsky que no habría por dónde empezar ni cómo continuar: es la vida del biografiado, interesantísima, llena de aventuras dignas de las mejores novelas del siglo XIX, es la “revolución rusa “ de 1917 y sus propósitos y protagonistas, es la construcción de un estado “socialista”, es la política europea y tantos aspectos más, algo así como una gigantesca fotografía del siglo XX, escrita magistralmente, presumo –o al menos traducida magistralmente por quien fuera mi entrañable amigo, José Luis González. Me detengo en un solo momento, que me parece importante: Trotsky y cientos de sus seguidores han sido deportados o alejados, Stalin ha logrado limpiar el territorio de la “Oposición”, a la que le atribuía toda clase de aviesos propósitos, inventados todos. Trotsky fue a parar a Alma Ata, un villorio enclavado en Siberia, lejos de toda posibilidad de acción o de comunicación. Pasados unos meses, llega la noticia de que Stalin ha decidido enfrentarse con los campesinos ricos, los kulakcs; antes no lo hacía y consideraba que la propuesta trotskista, considerada “izquierdista”, de hacerlo, era la prueba de sus intentos contra revolucionarios. Algunos trotskistas exclaman “adopta nuestro programa”, seguramente nos llamarán y nos reivindicarán”. Trotsky duda, sabe o siente que el cambio de estrategia de Stalin no necesariamente implica recuperar a quienes había condenado al exilio y un tiempo después condenaría a muerte. El razonamiento de los esperanzados descansa en la idea de que el cambio de estrategia respecto de la estructura económica determinará fatalmente un cambio en el comportamiento político. Marxismo puro, creen. Supongo que Trotsky pensó que el odio acumulado durante años por Stalin contra él no se apaciguaría aunque reconociera, cosa improbable, que se había equivocado, no en juzgar al terrible enemigo sino en la aplicación de una política. En suma, que contrariamente a lo que creían los ortodoxos, que consideraban que un cambio en la economía determinaría ineluctablemente un cambio en el comportamiento, entre ambos aspectos, la teoría y la aplicación, hay un espacio saturado, en el que la subjetividad, las pasiones, inciden sobre las decisiones. Detestar a alguien es quizás mucho más fuerte que admitir que tuvo razón. Stalin terminaría por liquidar a casi todos los que tenían razón, no les perdonaba, simplemente, que existieran.
Creo que no acentué suficientemente la idea central; si lo hiciera comprendería situaciones argentinas que parecen caprichosas y arbitrarias a fuerza de no advertir que entre la violenta fuerza de la estructura, o sea de la economía en el sistema en el que vivimos, y el orden de los comportamientos, que estarían determinados por ella, hay, como lo apunté en el fragmento precedente, un espacio que no es un mero hueco sino en el que operan de manera turbulenta múltiples factores, actores, subjetividades, talentos, ocurrencias, intereses particulares y tantos otros. De este modo, la idea de que no hay diferencia de fondo entre Macri y Cristina, ambos emergentes, según una mirada ortodoxa y limitadamente marxista, impide ver el alcance de las respectivas políticas. Por lo mismo, no apoyar los partidos que se dicen representantes de los pobres, el llamado “aporte solidario”, que recorta un poco, no demasiado, la riqueza de los ricos, ejemplificaría esta ignorancia del espacio, y haría que la decisión tomada tuviera un carácter contrario a la filosofía que aparentemente autoriza a considerar que lo poco es poco en tanto lo mucho no llega ni siquiera a lo poco.
En su libro titulado El anacronismo interminable, Jorge Jinkis reproduce opiniones de Pier Paolo Pasolini y las comenta con agudeza; buen analista, examina sus dichos por todos lados y nos deja con una sensación de desconcierto: lo que afirma Pasolini como lo que analiza Jinkis nos mueve el tapete, ciertas convicciones que parecían tan indiscutibles como internalizadas parecen resquebrajarse, no sé si resisten alguna refutación. Reproduzco una frase como para empezar a pensar yo mismo: “Cuando ayer en Valle Giulia (los “hijos de papa”) se cagaron a trompadas con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías!/ Porque los policías son hijos de pobres. (…) Ayer, en Valle Giulia se produjo un episodio de lucha de clases: /y ustedes, amigos (aunque estaban de parte de la razón) eran los ricos, /mientras que los policías que estaban de la parte equivocada) eran los pobres”. ¿Por qué desconcierto? Pues, ante todo, por que admiramos a esos muchachos que en 1968 pudieron detener la marcha de varios países enfrentando al sistema, o sea a la burguesía, con el desparpajo de quienes querían ser coherentes con sus ideas, no con su origen de clase; privilegiados, de alguna manera, que habiendo podido disfrutar de los dineros de sus padres, ponían el cuerpo en las calles de París o de Roma para que la sociedad fuera menos desigual y más justa. Pero sus padres y protectores, asombrados quizás, aterrados, no salían a contenerlos y hacerlos volver a casa sino que, indirectamente, en virtud del sistema de mediaciones que define la instrumentalidad del poder, encargaban a los policías que los disuadieran, y resulta que, como los policías eran feroces, se convirtieron en el enemigo inmediato de modo que, superando matices, el combate en las calles fue muy pronto entre estudiantes y policías o sea, en otro plano, entre hijos de ricos e hijos de pobres y, un poco más abajo todavía, entre burgueses y proletarios pues, hay que repetirlo, los estudiantes, por más que proclamaran sus generosos propósitos no podían renunciar físicamente, corporalmente a lo que eran, o sea hijos de ricos, y los policías, físicamente, corporalmente, hijos de pobres.
Buenos Aires, 1o de abril de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.