De elecciones y el fenómeno de una creencia que descansa sobre la voluntad de creer.
Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
Pareciera que la pandemia, entre otras consecuencias, nos ha permitido ejercitarnos en el arte de las necrologías. Cuando la muerte era, en otros más felices tiempos, más tranquila, o sea después de una enfermedad o de un accidente, no parecía necesario pensar en ella a menos que uno fuera filósofo de inclinación metafísica. Ahora esa práctica ha cambiado, hay que lamentar no sólo muchas muertes sino la de amigos o personas estimables, esas que uno tiende a creer que son inmortales. Triste comprobación: nadie lo es y cada amigo que ha muerto, a mí, por lo menos, me ha obligado a pensar en él y hasta escribir sobre el triste hecho. Si hago la lista de mis amigos caídos en estos dos años, me vuelvo a ensombrecer, no me alcanza con verificar que nadie está escribiendo sobre mi propia muerte. Uno tras otro, que Quino, que Solanas, que Arturo Rivera, que Forn, que González, que Kamenszáin, que Mario Lavista y tantos otros. En estos días, fue, después de casi un mes de enconada lucha en un hospital, el extraordinario escritor Zelmar Acevedo Díaz. Todos me afligieron, a todos los lamenté, diálogo interrumpido en algunos casos, como el de González, pero con Acevedo Díaz algo más: nuestro entrañable amigo desde hace varios años, hablábamos, nos recordábamos, sus proyectos y movimientos me tenían como depositario y gracias a eso lo conocí como escritor. Modesto, recatado, silencioso, era un artesano de las situaciones y las palabras: su cuentos no sólo eran vivaces y arrebatados sino incandescentes, cada uno era un impacto, así como lo fueron en su momento los de Horacio Quiroga, Adolfo Bioy Casares, Cortázar y otros, a quienes nada les debía: al leer su imaginario, a veces tenebroso, implacable, su mirada sagaz sobre personajes y situaciones, el efecto era eléctrico, no se podía seguir siendo lo que uno había llegado a ser. Era alguien destinado, la literatura era la sustancia de su existencia y a ella se consagró de una manera poco común, sin ostentación ni reclamaciones. Obtuvo algunos premios en otros lugares, no aquí, prácticamente desconocido. Destino previsible en quienes entregan su vida a la escritura. Su desaparición se suma a la de los que nos han dejado solos durante esta horrible pandemia, que se llevó a los mejores, todos, desconocidos y conocidos, lamentable.
No es la primera vez que sucede pero cuando a un gobierno que ha hecho todo mal, dictadura, ineficiencia, corrupción, entrega de la soberanía, estupidez cultural, le sucede, por la fuerza de las cosas, una propuesta mejor, se produce un fenómeno de creencia que descansa, naturalmente, sobre una voluntad de creer. Otra promesa ocupa el espacio social, otro lenguaje suena en los oídos como una esperanza que puede expresarse con una sola palabra, “cambio”. Varias veces en las últimas décadas sucedió y, correlativamente, la misma cantidad terminó en decepción: el “cambio” se redujo a personas que o bien no pudieron cumplir con esa promesa, los enemigos eran demasiado fuertes como para dejar que se produjera, caso Frondizi, caso Ilia, caso Alfonsín, caso De la Rúa, o bien se rindieron pronto o bien traicionaron de entrada esa esperanza, caso Lenin Moreno en Ecuador, estridente, para ir más allá de la Argentina. La historia del siglo XX en América Latina es un relato de decepciones.
Muchos no quisieran que los decepcionara Alberto Fernández, como, a esos mismos, no les decepcionó Cristina Fernández. No es cuestión de determinar cómo y por qué se produjeron aquellas decepciones pero creo que debemos prever que no se produzca, lo que implica una actitud crítica y una decisión de advertencias. Es claro que no todos pueden juzgar “todas” las decisiones de un gobierno pero hay algo que puede registrarse y que puede tener importancia: el lenguaje. Cuando este gobierno empezó muchos pensamos que encararía con firmeza y con un lenguaje preciso y fuerte el porvenir al que se entregaba; no fue del todo así; más bien, como respuesta a los brutales ataques de una derecha desmedida pareciera que se ofrece la otra mejilla: a los desmanes de un Iglesias se responde con algo así como “qué malo que es, qué machirulo”, como si esa terrible acusación le produjera un daño irreparable; el macrismo se las arregló para sacarse de en medio a Alejandra Gils Carbó y poner en su lugar a un adicto, la buena gente lo acusó con firmeza, “no es justo lo que hace”, y Macri tan campante; el fiscal Stornelli, juzgado por cantidad de actos delincuenciales, sigue, “no es un buen fiscal”, feroz acusación que lo tiene temblando y así siguiendo; no hay modo de hacer que la familia Macri pague por el correo, “¡qué bandidos son!” es por ahora toda la condena; Vicentín debe seguir mandando dólares a los paraísos caribeños y quién se lo impide, “está muy mal lo que hace”; Beatriz Sarlo dice lo que quiere sobre Las Malvinas y se le replica, “no diga eso, está equivocada, Las Malvinas son argentinas” le explican; Milagro Sala sigue presa y no hay caso, eso lo debe solucionar la justicia que, como todo el mundo sabe, está en ese lugar porque para eso la pusieron. No sigo, las buenas maneras deben respetarse pero tampoco puede admitirse la anemia discursiva: conduce fatalmente al fracaso y unos cuantos no quisiéramos que nos resignáramos a eso y nos quedáramos mascando la decepción, ese siniestro “otra vez” que se pone en movimiento cuando la acción no sigue a las palabras.
En época preelectoral, menos la mayor, Presidencia, sobre todo las legislativas y/o provinciales y municipales, aparecen en las listas pocos nombres conocidos, elegidos o designados por también vaya uno a saber quién consideró que debían integrarlas como candidatos. El mecanismo de pre elecciones es fundamentalmente confirmatorio, sólo ofrecería alguna modificación por frecuencia de apoyo o mengua de apoyo. Se entiende por “conocidos” personas que previamente actuaron públicamente, en cargos o en presencia o de alguna manera, notoriedad o lo que sea. En el grueso de las listas vaya uno a saber quiénes son. El problema es que uno vota y, salvo el paraguas más amplio, o sea el partido por el que se vota o las figuras que acaudillan, se produce un desplazamiento cuyas consecuencias se hacen sentir posteriormente cuando son elegidos y no sé sabe qué puntos calzan ni qué méritos poseen; en otras palabras, para los candidatos a conducir el país lo que debería contar es la función que se comprometen a realizar, pero la función desaparece y, en su lugar, el sentido se deposita en determinadas y por lo general desconocidas personas. Y no parece que haya forma de encarrilar la cuestión. Por eso no sorprende que algunos legisladores se queden con la mitad del sueldo de sus “colaboradores” o que aprovechen las gangas que la posición ofrece. Ofrecimientos, tentaciones, brotes de codicia, aprovechamiento sexual, traiciones y todos los eslabones de una cadena. No sé qué decir y siento que es ingenuo pretender una restitución de las funciones originarias de las instituciones. Me alcanzaría, tan sólo, que se comprendiera esta cuestión y en algún lugar y de algún modo regresara triunfalmente la deteriorada relación entre competencia, responsabilidad y misión. ¿Es otra la combinación para lo que es ser político?
Hace algunos años, cuando el macrismo estaba en la plenitud de su arrogancia un hombre se suicidó en la escalinata de ya no sé qué edifico público; por ahí era una Legislatura provincial, o un ministerio, no importa el lugar. Era un hombre viejo, un jubilado, se suicidó porque ya no podía vivir con su sueldo. Lamentable. Tal vez Clarín, tal vez algún otro medio de comunicación por cuya boca hablaba la “decencia” argentina, informó más o menos de esta manera: un jubilado se suicida, pero era kirchnerista. Según esa convincente información no había que inquietarse, un kirchnerista más o menos no era de preocuparse ni de preguntarse por el suicida, se explicaba por sí mismo puesto que el kirchnerismo no trepidaba, hasta la inmolación de sus fieles, en recurrir a cualquier medio para herir al gobierno de Juntos. El kirchnerismo, en conclusión, como el mal, véase por donde se lo vea. Instalaron esa lógica que reaparece cada tanto: el joven nuevo astro L-Gante va a Olivos donde vive, es un hecho conocido, el Doctor Alberto Fernández, que lo recibe y, seguramente, le ofrece un café. ¿Para qué? Le caen encima como si hubiera visitado las instalaciones del bunker en el que Hitler pasó sus últimos momentos, Fernández el mal. ¿No será que hay que buscar a un exorcista diplomado para que la gente “decente”, tipo Clarín o Carrió, o Fernando Iglesias, pueda vivir tranquila? Cuando yo era estudiante y la llamada FUBA ocupaba nuestro tiempo, nuestra cabeza, y nuestras pasiones, todos éramos antiperonistas: no nos gustaba el verticalismo en la Universidad ni que los profesores tuvieran que llevar un escudito en el ojal, no nos gustaba el certificado de buena conducta para hacer algún trámite, no nos gustaban los estentóreos actos masivos ni las radios en poder del Estado y tantas otras cosas que sucedían a diario. Pero sobre otras medidas que tomaba el gobierno de Perón éramos cautelosos, las aceptábamos pero nuestra opinión no se modificaba. Por ejemplo, cuando impuso el “Menú económico”: todos los restaurantes debían ofrecerlo, por sólo tres pesos se podía comer todo lo que, si no existiera eso, habría costado veinticinco o más. Alegremente, íbamos a comer, los mozos nos miraban mal y los dueños, detrás del mostrador, masticaban su impotencia, pero qué importaba: no obstante, mientras, muertos de hambre, devorábamos, seguíamos despotricando contra el gobierno. Dicho de otro modo, estábamos de hecho de acuerdo con la medida pero no con quién nos la otorgaba. Lo mismo con la llamada “Ley de alquileres”, las vacaciones pagas, el aguinaldo, el voto femenino, la Universidad gratuita y muchos otros beneficios. No me importa ahora razonar si estábamos en lo justo o nos equivocábamos, simplemente aceptábamos lo que nos convenía pero no a quien nos lo otorgaba. La situación se repite: de quien uno espera algo porque acepta a ese proveedor lo poco que nos da es apreciado, mientras que si viene eso mismo o mucho más de alguien a quien no queremos no lo apreciamos aunque lo admitimos. Creo tener conciencia de que eso sucede y determina adhesiones y votos cuando hay que decidir: los Kirchner dieron mucho y a muchos, gran parte de ellos lo aprovechó pero votó por Macri. Lo explicó con claridad uno de los Luthiers en uno de los almuerzos de Mirta Legrand: “yo le creo a quien le quiero creer”. Innegable, pero omitió referirse al origen de su creencia.
Buenos Aires, 11 de noviembre de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.