La importancia del concepto de necesidad; la diferencia entre culpa y deuda; lo imprevisto como irrupción que altera la “normalidad”, la pandemia. Sobre estos tópicos versa esta nueva entrega de los Silbidos de Noé Jitrik.
Por Noé Jitrik*
(para La Tecl@ Eñe)
No leí en su momento el libro de Jacques Monod, El azar y la necesidad, pero no olvido esta pareja de términos, aplicados, en su caso, a la biología o a procesos biológicos. Tal vez sé lo que es el azar, lo imprevisto, lo inesperado, así como sé que se presenta, o se puede hablar de él, cuando no se ve con claridad la relación entre causa o consecuencia: ¿no es azarosa la ruleta? La necesidad, en cambio, es legible, salta a la vista y puede ser enunciada sin mayor comprobación. Puede ser, no obstante, que el azar tenga leyes –por ejemplo que dado un fenómeno de descreimiento general salga elegido presidente un don Nadie, como ha ocurrido algunas veces- pero la necesidad, redundante, no las necesita porque brota siempre que haya una falta –ha transcurrido un día entero y no hemos comido, es evidente que necesitamos hacerlo- perceptible, un hueco en el conocimiento.
Aquí tenemos un punto de partida para advertir la importancia del concepto de necesidad puesto que casi siempre algo o mucho falta: eso le confiere una omnipotencia que es como un eje alrededor del cual gira la vida social, no hay más que considerar la lógica de las leyes o de las decisiones estatales, para comprender que responden a necesidades. Pero es claro que no por eso todas son legítimas, algunas, muchas, son inventadas y si son satisfechas es porque atienden a juegos, algunos evidentemente justificados, otros a espurios de poder. De modo que entre unas y otras constituyen una masa interpretante, o sea que explican actos y procesos que, de otro modo, quedarían –y quedan- enclaustrados en lo local. Y si comprenderlo ayuda, ayuda un poco más distinguir entre necesidades legítimas y necesidades inventadas: si las primeras reciben una satisfacción la civilización resplandece: el desempleo originado por la pandemia implicó en quienes dependían de un salario, grandes necesidades, el Estado acudió compensando un tanto la falta; si las otras son satisfechas sólo se beneficia el que las inventó, o su grupo (si los teléfonos, que eran propiedad del estado, andaban mal, se logró que se privatizaran y quienes las habían saboteado para que anduvieran mal se quedaron con ellos). La necesidad es una manifestación de una falta, ya lo dije, y requiere una satisfacción. Así funciona la sociedad y verlo, ver sus matices, permite comprender y, por lo tanto, juzgar y estimar y atenuar un poco los rigores del azar que lo trastrueca todo.
En este mismo espacio Mario Casalla razona sobre la relación entre “deuda” y “culpa”. Muy atinado, me deja pensando aunque no creo que pueda ir más lejos del punto al que él llegó. Todos, al nacer, cargamos con una culpa, ya lo señaló Calderón de la Barca cuando, en La vida es sueño, Segismundo declara: “¿qué delito cometí contra vosotros naciendo?” Nacer, entonces, sería un delito, pero de qué clase y contra quién. ¿Habrá pensado en eso Heidegger, que, más allá de su nacimiento, cometió ciertos delitos, pero de qué tamaño, contra la humanidad nada menos? De modo que hay dos niveles de la culpa, por lo menos, uno intrínseco –debe ser porque al nacer, sin haberlo querido, ocupamos un espacio que ya está ocupado, somos una irrupción y nos pasamos la vida tratando de neutralizarla o de disminuirla si no de eliminarla, pasto para los psicoanalistas- y otro extrínseco, por lo que hacemos y que tiene alguna consecuencia para otros, en particular dañosa, tal como lo pueden hacer determinados sujetos, criminales, financistas, dementes, mala gente, y, en otra escala, un gobierno y vaya si lo hizo el macrismo, que puede ser objeto de un juicio reparador si es que hay justicia, o cómplice si no la hay. La deuda es otra cosa: la contraemos, responde a un acto que ejecutamos por necesidad, que puede ser real –nos hemos quedado sin recursos y tenemos que seguir pagando la renta y la comida- o imaginaria -porque queremos vivir de cierta manera y nuestros recursos no son suficientes-, o porque nuestras debilidades –el juego, las drogas, la irresponsabilidad- nos llevan a buscar quien venga en nuestro auxilio, o porque hemos cometido una falta moral y hemos ofendido a alguien –no ayudar a quien lo necesita, no responder a la confianza, traicionar, aprovecharnos de la debilidad de otros-. En términos sociales y políticos, como para comprender lo que nos molesta cuando consideramos la historia, ¿qué sería para la Argentina, salvo que sea una mezcla de todos estos factores? En todos los casos, cualquiera sea la deuda hay que pagarla, una cosa es querer pagarla y no poder hacerlo –eso puede dar lugar a una negociación o a nuevas deudas-, otra es poder pagarla pero no querer hacerlo, ya sea porque el deudor, apelando a la extorsión, le transfiere al acreedor la deuda –todo acreedor es un dragón de cuya boca salen llamas-, ya porque considera que es ilegítima –la libra de carne shakespereana-, ya porque queremos aprovecharnos de la debilidad del acreedor. La historia argentina reciente es un compendio de todas estas nociones y constituye un dilema para un gobierno que por un lado quisiera no contraer más deudas y, por el otro, no tiene por qué sentirse culpable por las que ha recibido. Vaya a saber cómo lo encara y como lo resolverá pero qué bueno sería que la culpa no tiñera toda política y la deuda no nos apretara el cuello.
En casi toda la narrativa que existe una situación inesperada irrumpe en un esquema de normalidad. La normalidad es semejante a un río tranquilo, que fluye incesantemente, lo inesperado lo perturba y entre ambos términos se constituye la narración. Algo semejante ocurre en la vida real: vivimos tranquilos, todo está más o menos previsto y encarrilado, tanto el presente como las expectativas y, de pronto, brota una perturbación que lo cambia todo, un golpe militar, una crisis financiera, una pandemia, una mentira, muchas irrupciones pueden darse. Lo que irrumpe, que suspende modos de vida, como si fuera un ser humano no quiere seguir siendo irrupción, aspira a ser aceptado como una normalidad pero a su manera, ya sea porque se piensa que crea un orden –sin un orden no puede haber sociedad- o que es deseable, aspiración conservadora, o bien quiere convertir en normal su irrupción, aspiración revolucionaria o regresiva. Es una especie de ritmo, de pronto predomina la primera opción, de pronto la otra, no tenemos por qué elegir, lo determina el juego de fuerzas sociales, la economía y sus epifenómenos, el poder, los vuelcos de las masas, las insatisfacciones y las trampas de la imaginación. Dicho esto podemos pensar, o expresar, lo que quizás muchos sientan en relación con la pandemia, cómo la estamos viviendo, no sé si todos, yo la vivo así: pese al encierro cuarentenesco se toman muchas iniciativas, se publican libros, hay reuniones de trabajo que se hacen por vía remota, hay comida, recibimos, algunos, los sueldos, funciona la televisión y la radio así como los teléfonos, todo ese movimiento hace creer que todo es normal, como es normal una casa cuyos habitantes no salen a la calle y tienen lo necesario para vivir como lo hacían antes, pero el problema es que el contexto es absolutamente anormal, hay una peste que se lleva mucha gente a un lugar en el que desearía no estar. Esa normalidad está encapsulada, no sé cómo haremos para que regrese y predomine. A veces sucede: ¡qué alivio cuando la dictadura, con su disolvente y anormal programa, se disolvió y todo recuperó un ritmo de acuerdos y desacuerdos, de legitimidades y de razonamientos, como si la irrupción hubiera sido un simple mal sueño!
Buenos Aires, 5 de octubre de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.
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Excelente .Invita a pensar