En una nueva entrega de las Aguafuertes Pandémicas, los Silbidos de Noé Jitrik nos sumergen en la pasión y el deseo situados en el marco de este acontecimiento histórico para la humanidad llamado pandemia.
Por Noé Jitik*
(para La Tecl@ Eñe)
Un verso de un admirable soneto de Góngora me detiene: “Y engañarán un rato tus pasiones”. Es la palabra “pasión” a la que se le puede añadir la idea de calor, de fuego, de lo que “lleva a” y que sellaría la relación que el ser humano tiene con el mundo pero a través de hechos singulares; de ahí “la pasión por” como algo muy noble y exaltable, la pasión amorosa, la pasión por la música o la poesía, la pasión por un oficio, la pasión por la política, la pasión por el sexo, innumerables pasiones que constituyen algo semejante a virtuales puentes que justifican la existencia y su sentido: si no se tienen pasiones, alguna de esas, ¿qué sentido tiene la vida? Es claro que también hay pasiones deleznables, el dinero, la envidia, el crimen, el poder y otras sospechables, el propio yo, el tabaco, las drogas y algunas que “des-socializan”, lo que tiene su importancia porque la pasión no es sólo individual, tal como aparece, por ejemplo, en Las afinidades electivas, de Goethe, un verdadero tratado sobre la pasión amorosa, turbulenta y frustrante, sino que tiene manifestaciones de orden colectivo, propias de ciertas épocas. Así, determinada pasión puede convertirse en un lugar común y ser compartida por algo más que individuos en particular, por multitudes en algunos casos y momentos, el fútbol por ejemplo en las últimas décadas, por la política en otras, en sus diversas expresiones, el fenómeno guerrillero de los sesenta y setenta es también un buen ejemplo; la democracia, en esta línea, quizás nunca ha llegado a ser una pasión y por eso ha ocupado en el alma de las grandes masas un lugar ambiguo, por ahí necesario pero no para dar la vida aunque por momentos podía enunciarse ese límite, “la vida por Perón” gritó mucha gente que no la dio, otros sí, sorprendidos, sin saber demasiado por qué. Pero eso es historia, lo que quiere decir, considerando esta idea, que la historia es un relato pasional, con sus idas y vueltas, subas y bajas y, complementariamente, lleva a preguntarse por su suerte en la actualidad, en donde se refugia la pasión, aterrados como estamos por esto que llaman la pandemia y que es una amenaza incomprensible: creo que nadie puede explicar qué siente ni siquiera si siente.
Mi amigo Emiliano Levoratti me lo pudo decir: “quisiera que mi vida fuera como la que fue antes”. ¿A qué se refería o, dicho de otro modo, en qué consistía antes, tan apreciable como para desear su regreso, probablemente animado por diversas pasiones, la música, los niños, la lectura, la medicina? Aparentemente, contraste con lo que se repite como un mantra,”nada será igual a lo que era cuando la pandemia termine”. ¿Cuáles serán los grandes cambios? ¿Será que los ricachones que aumentaron sus ganancias durante la pandemia van a entregar lo que les sobra una vez atendidas todas esas exquisitas necesidades que suele tener la gente de mucho dinero? Pfizer que no afloja ahora, ¿aflojará después? Que “el mundo fue y será una porquería ya lo sé”, cantaba Discépolo muy, pero muy desencantado, y me temo que tenía algo, bastante, de razón. De modo que me atrevo a sugerir que cambiemos de tema y no nos hagamos demasiadas ilusiones acerca de lo que se puede aprender después de haber atravesado este pequeño, no tan pequeño, infierno. O sea que comprendo lo que mi amigo quería decir, estaba pensando en lo que de bueno se perdió, acaso de la armonía de una buena conversación, o de un abrazo fraterno o de un amor esperado o de una expectativa satisfecha o de un gesto humano o de un buen libro o de una tarde de otoño, languideciente y hermosa, o de un recuerdo luminoso. Eso y nada más, no es poca cosa. Yo también.
Cuando lo conocí, César Fernández Moreno era un abogado en cuyo estudio, muy pomposo, se trataba de campos, estancias, tierras y esas cosas. Al poco tiempo, se fue yendo, probablemente recordó que era hijo de Baldomero que, a su vez, abandonó la medicina por la poesía, y la poesía lo ganó. Nos hicimos entrañables amigos, nos veíamos, inventamos cosas, la revista Zona de la poesía americana, hablábamos. Ahora me vuelve su imagen, afectuosa, apasionada, interesada pero, sobre todo, una frase que parece nada pero que para mí fue una apertura muy grande: después de charlar un poco, al día siguiente, sistemáticamente, me llamaba y me decía, como introito, “Me quedé pensando”. Y retomábamos. Eso quería decir que nos habíamos escuchado y lo que había surgido en esas charlas quedaba, resonaba, había que completarlo. En suma, la frase era el sustento de la conversación, ese artefacto que no sólo ayuda a pasar gratamente el tiempo sino que para mi historia constituyó un tema fundamental, me he pasado la vida tratando de razonar sobre esta palabra y sobre su alcance, un verdadero soldador de las relaciones personales pero también de una cultura. Surge, además, con toda fuerza, cuando no la hay, cuando los locutores braman, gritan y tratan cada uno de hacer callar al otro. Conversar: recorrer juntos un camino, el “verso”, una sensación exquisita, un resultado que se siente y que sutura el tiempo y su implacable transcurso. Y que, por añadidura, define una época cuando desfallece: por el espacio que ocupa la conversación en una sociedad en determinado momento se puede reconocer el estado en que está una cultura. ¿La nuestra?
Durante este período de encierro una de las opciones preferidas para soportar fue y, desdichadamente, es, leer. Claro que no lo fue para todo el mundo, había que tener libros y diarios y eso no es tan frecuente como se desearía, la mayor parte de los votantes no tiene libros y no paga el diario cuando tiene que pensar en que no le alcanza la plata para pagar el alquiler o simplemente comer como se debe o, como declara una querida persona, “no está acostumbrada”. La cuestión, en consecuencia, se reduce a los felices poseedores de ese extraordinario recurso. Algunos se declaran felices, por fin han podido ponerse al día, nunca del todo, eso es imposible, hasta incluso comentar lo que han leído y aun discutir e intercambiar ideas; otros porque no tenían más remedio pero, en todos los casos, qué se podía leer cuando había posibilidades de elegir: como es evidente, no se puede generalizar, sería preciso que todos se manifestaran y eso no es posible, la elección surge por estallidos. Muchos prefieren lo actual, otros lo clásico, algunos buscan consejo, otros lo dan, algunos se declaran entusiasmados, otros aburridos, algunos leen en las horas muertas, otros al acostarse, sería apasionante poder filmar a todos ellos para tener una idea clara de lo que puede haber significado ese cúmulo de lecturas, tal vez no para apreciar el avance cultural que puede haber implicado sino para considerar la ayuda que puede haber prestado para que el tiempo del encierro no fuera tan agobiante, sólo atenuado por las aventuras gastronómicas, la búsqueda de información sobre infectados y vacunas o los ridículos desplantes de los bullrichs que sobreviven, o las películas o los, escasos, llamados telefónicos, la siempre igual televisión o, tristemente, las peleas conyugales, que de todo puede haber sucedido. Cada cual puede contar cómo ha transcurrido su vida en este funesto accidente de la historia que será recordado con alivio por los que estén en condiciones de recordar porque han sobrevivido.
Puedo referirme a cómo me fue pero temo ser arrogante, razón por la cual me limitaré a mencionar sólo un verso de un soneto que traté de memorizar: repito lo que mencioné al comienzo, entonces fue de Góngora, ahora es del Dante, el propio autor de la Divina Comedia. Dicho sea de paso, sé que se acaba de publicar una traducción local, no la tengo todavía, no la leí en su momento ni tampoco ahora, me atengo sólo a un soneto que me metí en la cabeza y que me recito cuando, despierto en medio de la noche, no tengo otra cosa que me induzca al sueño porque pensar en los infectados no es precisamente un buen sedante. El verso es “Di stare insieme crescesse il dissio”, o sea “Crecería el deseo de estar juntos”. Se refiere a los amigos a quienes menciona en el poema y homenajea. Parece poco pero lo que destaco es la palabra “deseo” que aquí sería equivalente a “ganas”, acepción que es más o menos corriente o corriente en el habla cotidiana; en psicoanálisis es otra cosa, tiene otro alcance y dimensión. No estoy diciendo que el Dante ya lo tenía claro, sólo, apenas, que entra en su lenguaje en el siglo XIII, nada menos, que podemos imaginar como de todo menos “con ganas de”. Me queda repiqueteando y, como con otras palabras, da para mucho más. Podría decirse, ante todo, que nada tiene valor ni sentido si no resulta de un deseo. Se desea a otro ser -el amor-, se desea la amistad, se desea escribir, se desea leer, se desea la salud y no la enfermedad, se desea el bien pero también el mal y así, la cadena incesante e infinita de la prolongación de la existencia en la relación del “yo” con la alteridad. El deseo, visto de ese modo, opera en lo recóndito y confiere sentido a lo superficial, se podría decir que es el vehículo del erotismo, es como el fluido que irriga el inconsciente, aquello por lo cual no se pregunta pero que se manifiesta. Y, como siempre, va de lo individual a lo colectivo, el colectivo también desea. Y entonces la pregunta, qué desea ahora, en este momento y en este lugar, lo colectivo. Respuesta sencilla, que desaparezca la pandemia, quién puede no desearlo, pero, como satura la red de relaciones concretas, se puede desear, muchos lo desean, que triunfe uno de los términos del conflicto social, un principio de distribución más justo y, correlativamente, se puede desear que sea derrotado el privilegio, la acumulación, la mediocridad y todo lo que adorna el deseo de ya sabemos quiénes son y que existe, vaya si existe.
Buenos Aires, 18 de junio de 2021.
*Crítico literario, ensayista, poeta y narrador.
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¡Muy bueno! ¡Excelente!