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Seminombres propios – Por Juan Chaneton

La amalgama jurídico-mediática que tomó la posta en el siglo XXI en pos de objetivos políticos que en el siglo anterior se procuraban por otros medios, trabaja en objetiva coordinación para expulsar a Cristina Fernández de la competencia electoral y, más allá, del escenario político.

Por Juan Chaneton*

(para La Tecl@ Eñe)

Se venía configurando en el tiempo la construcción judicial de una verdad hasta que el fiscal Luciani dio el primer aldabonazo confirmatorio de que el  propósito de extirpar la «herejía» era firme y estaba en marcha en el subsistema judicial de Comodoro Py. Allí están acusando a la ex Presidenta con pruebas trémulas ante un juez que distraía sus socios en la casa de quien le inició la querella penal.

Ahora la han querido asesinar. Es la lógica y previsible consecuencia de los cadalsos simbólicos erigidos frente a las oficinas de Cristina Fernández y de las inmundicias verbales proferidas contra ella ante la no menos repugnante jarana cómplice del policía de la Ciudad que, en vez de detener al delincuente, lo saludaba con afecto. Por no enumerar las todas y muchas manifestaciones de odio anteriores que incluyeron la instigación al crimen.

Está prohibido que usted sea presidenta, pero usted insiste, entonces, aténgase a las consecuencias. Esto es histrionismo y representación que liberan a la imaginación una secuencia operante como capital simbólico de quien quiere munirse de cuantos elementos pueda con tal de saber qué pasó el 1° de septiembre y que pasará de ahora en adelante. La política, para ser eficaz, debe valerse también e imágenes. Lo escrito o lo pintado. O ambos. Eso es.

Enarbolar el espantajo de la «asociación ilícita» para atrapar en la telaraña punitiva al que no se puede atribuir delito por otra vía, equivale a decir: se corre por las buenas o se corre por las malas, señora vicepresidenta; Luciani nada tiene que ver como individuo y como sujeto de derecho, en esta secuencia;  pero Luciani, como Sabag Montiel, son menos sujeto de sus dichos que instrumentos de una razón astuta (Hegel dixit)  que impregna con su presencia un clima de época.

O hay país para todos o no hay país para nadie, dijo el gobernador de Buenos Aires. O la patria dejará de ser colonia, o la bandera flameará sobre sus ruinas, dijo, antes que Kicillof, Eva Perón. Y Eva Perón no quería ruinas, quería un país para todos, como Kicillof. Pero ocurre que con ajuste y con la proscripción de los que se oponen al ajuste, no puede haber patria para nadie. Hay ajustes que se hacen por ideología y otros que se hacen porque  una insuficiente y transitoria densidad política no permite otro rumbo. Pero el espectador de este drama es el pueblo, y ese sí que sabe distinguir.

Estos dimes y diretes ocurren dentro del peronismo. Y el peronismo ha devenido, así, un «seminombre propio» (concepto de Jean-Claude Passeron mentado por Paul Veyne), es decir, un fenómeno de la historia con entidad propia como para que resulte procedente equipararlo a los «modelos teóricos» con que las ciencias exactas dicen sus verdades respecto de la realidad. Si esto es así, habría que escribir siempre Peronismo  (o Radicalismo, o Generación del ’80, o Pueblos Originarios, o Generación del ’70, o Reforma Universitaria), como se escribe, por caso, Feudalismo, o Revolución Francesa, o Ilustración, esto es, con inicial mayúscula. Y estos seminombres propios serían el equivalente, en las ciencias sociales, a lo que, en las ciencias «duras», son los conceptos que emergen de los modelos matemáticos. Por eso es posible decir que las humanidades pueden ser, también, ciencia, con su estatuto epistemológico sólido y su grado de rigor equiparable, por caso, al de la Física.

Cristina Kirchner es parte del fenómeno y, por ende, la amalgama jurídico-mediática que tomó la posta en el siglo XXI en pos de objetivos políticos que en el siglo anterior se procuraban por medios reluctantes a una legitimidad política elemental, trabaja, esa colusión espuria de judicatura y prensa, en objetiva coordinación para expulsarla de la competencia electoral y, más allá, del escenario político. El problema es que, si no se es cuidadoso en el ejercicio de la arbitrariedad y la calumnia, ello puede disparar hechos que comprometen la existencia misma del sistema político que todos, oficialismos y oposiciones, están obligados, legal y moralmente, a honrar y fortalecer.

Antes de la criminal agresión se supo decir que Cristina busca establecer un «puente» entre la justicia de Comodoro Py y la dictadura militar.

https://www.lanacion.com.ar/politica/cristina-busca-un-vallado-en-contra-del-ajuste-nid30082022/

Esto es parcialmente cierto. Porque el verbo «buscar», en esta afirmación de Carlos Pagni, implica un esfuerzo, por parte del que «busca», en pos de hallar esos nexos infamantes entre jueces de hoy y dictaduras de ayer. Pero Cristina no «busca» ninguna continuidad jurídica entre Giménez Uriburu y los jueces de Videla. Cristina denuncia que su «busca» la  ha llevado a concluir en la certeza de que condenar a un genocida no es garantía de que ese juez que condena al genocida mañana no vaya a condenar  al actor político que dice que militares golpistas y juristas de derecha difieren en el punto del sistema político pero comparten el modelo de mercado neoliberal como único admisible en exclusividad en la Argentina. Lo que «une» a estos jueces con la dictadura no es del orden de lo jurídico, es del orden de lo ideológico. 

El «mercado en democracia» es del orden liberal, no del orden dictatorial. En cambio, el mercado a como dé lugar es del orden militar-dictatorial. Videla y los otros genocidas -entienden estos jueces «antipopulistas»- son condenables no por el mercado sino por la dictadura. Cristina, en cambio, les resulta condenable porque sugiere que las autocracias de ayer y quienes la acusan y se preparan para condenarla, difieren en las formas pero no en el fondo. Cristina es condenable porque denuncia que entre la dictadura y estos jueces hay no una continuidad jurídica sino una continuidad ideológica. Pero esto es verdad. Hay abogados con un pasado muy noble que muy luego pusieron su título al servicio de la defensa de genocidas. Esto es posible porque la ideología de genocidas y la de estos jueces y demás «hombres de derecho» exhibe un punto de cruce y coincidencia: el orden económico-cultural neoliberal debe ser defendido. Es éste un punto de innegociable coincidencia. Pero esa defensa deber ser eficaz, y entonces entienden que no es la dictadura la que garantiza esa eficacia sino «la  democracia». Es ésta la razón última que explica por qué se puede condenar a un genocida -como hizo Giménez Uriburu- y después prestarse a «juzgar» a quien impugna el mercado neoliberal  junto con el sistema político que garantiza su reproducción en el tiempo y en el espacio. No dicen que la juzgan por esto; dicen que lo hacen por «corrupción». Y a la hora de aportar las pruebas, hasta Pagni ve vidriosa su existencia; y hasta Pichetto dice que  la «asociación ilícita» es una truchada improbable.

Rodrigo Giménez Uriburu, juez a cargo del juicio por la causa Vialidad.

De modo que no son «calumnias» las que se vierten sobre Giménez Uriburu. Son descripciones con base fáctica. Son los hechos, diría un afiliado a la escuela histórica de los Annales. En todo caso, también son hechos las defecciones periodísticas que le hayan podido atribuir a la señora de Giménez Uriburu, el lazo parental con un abuelo que no es Armando sino Gaspar. Pero la ideología del juez que deberá sentenciar la «causa vialidad» no se halla teñida de parcialidad por tal o cual «abuelazgo» de su cónyuge, sino porque -como lo venimos desbrozando en este texto- el ideologema básico que reverbera en el marco de esa ideología de clase es la «democracia republicana», que no es otra cosa que la convicción de que abolir al que piensa diferente nunca debe hacerse con dictadura sino con esa democracia aparente y fementida; y que borrar de la competencia electoral la «anomalía populista» es legítimo siempre que la simulación de contar con pruebas para hacerlo sea eficaz. Claro que, entonces, su problema (el problema de los que de ese ideologizado modo imparten justicia) empieza a ser la dificultad de lograr esa eficacia cuando -como con Lula en Brasil– no hay un solo papel firmado por la persona a la que se le imputa el delito que pruebe que el sujeto activo de ese delito es esa persona cuya firma no aparece por ningún lado.

Es -sigue diciendo Pagni- «… sumamente cuestionable cargarle a alguien los antecedentes de su familia». Pero nadie hace esto. Nadie dice «no me podés juzgar porque aunque sos un impoluto insigne tu abuelito era un hijo de tal por cual». Lo que se dice es «tu ideología elitista, men, no te abandona ni cuando dormís, y compartís con los innombrables de ayer el odio al  «populismo» -y al otro diferente- que te trasmitió, si no un Hornos, sí un Giménez U., tu padre, aun cuando en algún momento de tu vida tuviste que salir a representar tu papel en la saga de una democracia que se vio obligada a enmendar las barrabasadas del terrorismo de Estado pues, como queda dicho, los privilegios y la conformación estamental de la sociedad no se defienden mejor con dictadura sino con democracia». Eso se dijo, en la «causa Vialidad», como verdad implícita, o como adorniana «verdad inintencional» tal vez. Quien lo dijo, lo dijo sin decirlo, y lo que no se dice pero está dicho existe como dato de la política, no del derecho.

Es curioso el razonamiento que atribuye virtudes republicanas a ciertas personas no porque estas virtudes emerjan sedicentemente del individuo sino de azarosas circunstancias extrínsecas. El padre del juez Giménez Uriburu, a lo que parece, trabajó con Galtieri y Bignone, pero como «… la de Bignone fue la última presidencia de la dictadura, que dio lugar a la apertura democrática con las elecciones en las que triunfó Alfonsín» -así lo dice Pagni-, es de presumir que este padre le inculcó a su hijo -el actual juez que juzga a CFK- valores democráticos. Mucho más cuando, incluso, este marino (el papá del juez) fue, también, jefe de ceremonial de Alfonsín. Parece que Alfonsín es como la piedra filosofal: convierte en oro todo lo que toca, aunque lo que toca no sea precisamente oro.

Pero hay más. Como en 2011 GU le dio 15 años a Bignone eso lo excluye de toda sospecha de parcialidad en el juicio a Cristina, Pagni dixit. Pero no hay contradicción alguna entre condenar a un genocida y perseguir a un «populista». Pues a GU también se lo puede pensar como parte del  «dispositivo» judicial concentrado en Comodoro Py. Digo así porque Comodoro Py ha devenido subsistema dentro del sistema judicial argentino. Y ese dispositivo subsistémico está compuesto (como todos los «dispositivos», Foucault dixit) de un edificio que, no por adefesio arquitectónico, renuncia a ser solemne o, mejor, a destilar una solemnidad intimidante, y allí, en su interior, circulan reglas, historias, tradiciones, enseñanzas, saberes y poderes, chismes y secretos, prejuicios y verdades, dichos y desdichos, y todo ello consagra y sigue perpetuando en el tiempo, una ideología, la ideología dictatorial que concebía un país no «populista» sino agrario y occidental y que sabía que, para lograrlo, había que ir en pos de la libertad de los que querían un país industrial y para todos, eso era la dictadura, y hoy Comodoro Py va, con la «corrupción» de Cristina -no con la de Macri- como pretexto hecho bandera, en pos de la «verdad» que sostenga esa perspectiva de país y esa sentencia que -ha dicho CFK-, ya está escrita.

Sin duda que «el uso de los derechos humanos como una bandera de facción» -así lo enuncia Pagni- no es lo deseable. Lo deseable sería que toda la clase política adhiriera a ellos. Pero esto es una quimera cuando hay dirigentes, como Macri, que supieron vituperar a Madres y Abuelas aludiendo al  «curro de los derechos humanos», exabrupto al que los periodistas de la derecha argentina asistieron con un silencio estentóreo y cómplice. Pero también aquí hay más. La «facción» que ha monopolizado los derechos humanos en la Argentina es la misma que, entre 1976 y 1983, estaba en la Plaza, donde no estaban los que hoy reclaman su ración en la mesa de los derechos humanos. Pues los Derechos Humanos, así, con mayúscula, son un seminombre propio que tiene su protohistoria en el programa de los ’70, que incluía un proyecto de país industrial y «populista» muy lejos y en contra del programa agrario y estadounidense cuyo vocero oficioso era el diario La Nación y que fue acallado con la tortura y la muerte dando origen, así, a la lucha por esos derechos que hoy Pagni dice que deberían ser bandera de todos. Hubiera sido bueno que también ayer hubieran sido bandera de La Nación, pero la bandera de La Nación, en esos años, era la del terrorismo de Estado, el silenciamiento de sus crímenes en un pie de igualdad con los prelados Bonamín, Tortolo y Primatesta, la Iglesia Católica de la Argentina, otro seminombre propio.

Un fallido ataca al sólido periodista de La Nación cuando se refiere al artículo 36 de la Constitución Nacional y, con ello, a la «conmutación de pruebas». Pues, pena conmutada, pena que cesa en sus efectos y deja de existir. Es lo que ocurre en la «causa vialidad». Se han conmutado las «pruebas» (sic) contra Cristina, pero igual se avanza contra Cristina. Es la arbitrariedad en acto que no escucha razones. Es el designio de eliminar a un actor político de la actividad política a como dé lugar.

Sabag Montiel trató de eliminar a la ex Presidenta a como diera lugar y por eso atentó contra su vida. El obispo de Lomas de Zamora, al día siguiente, dijo que «… una escalada en los discursos de instigación permanente al odio y al desencuentro, en los medios masivos de comunicación, en las redes sociales, y en la dirigencia política y social”, están en la raíz de lo que ocurrió. Y esto es así.

Coincide con el obispo la enorme, digna y valiente carta de Mempo Giardinelli -que desde esta columna saludamos calurosamente- dirigida a sus «ex compañeros» de trabajo (nota « ¿Y ustedes cuánto más, ex compañeros periodistas?»; Página12, 2/9/2022). El autor enuncia la denuncia del odio desde un lugar de dolor y dignidad a un tiempo; y señala con el dedo al odio encarnado en la «libertad de expresión».

Lo último es una pregunta. Granata, Milei, Bullrich y drogadependientes ideológicos semejantes, ¿son la excepción desmadrada o son iguales a la  regla que se conduele por ahora y pour la gelerie pero que en secreto lamenta el fallo de un pelotudo que pudo ser un magnífico idiota útil y, por pelotudo, no lo fue?

La pregunta no es ociosa. Tal vez porque esto recién empieza. ¿Cómo creerles, si mataron niños? ¿Cómo creerles, si hundieron en el barro los principios garantistas por excelencia, la prisión preventiva y la presunción de inocencia, ahí anda Stornelli todavía en libertad? La ideología, los valores, la «weltanshauung» es la misma: la Libertadora, Videla, Comodoro Py, una sola y misma causa, un solo y mismo odio, una sola y misma ideología.

Pero -otra vez- esto recién empieza. Cristina Capitana. No necesitamos General. Cristina es otro seminombre propio; como Peronismo, como Ilustración, como Revolución Francesa, como Multilateralismo, como Socialismo Universal.

Buenos Aires, 7 de septiembre de 2022.

*Abogado, periodista y escritor.

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