Diego Tatián escribe: Compartir el tiempo con Liliana Herrero y su música es adentrarse en una larga conversación sobre todas las cosas, que se acompaña de una promesa de comunidad; quizá esa comunidad sea el “reino bajo el agua”, del que habla un sauce en la canción de Osiris Rodríguez Castillos. Será la búsqueda de ese reino lo que permite comprender la confianza en el agua de Liliana Herrero, incluso cuando habla de cualquier otra cosa.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
El repliegue a la intimidad de las casas establece una cierta lentitud, una suspensión de lo que percibíamos y sabíamos -o creíamos saber-, la posibilidad de experimentar formas de extrañamiento con solo estar. También una fragilidad, que se hallaba oculta, o aturdida, y con ella una disponibilidad para tomar en serio la pregunta acerca de cómo vivir juntos, de otro modo a como lo hacemos en la llamada normalidad. ¿De qué modo, dónde, con quién, para quién, pasando el tiempo cómo, haciendo qué, querríamos vivir?
Quizá la recuperación de la mortalidad sea la ofrenda más preciosa a la que podríamos aspirar luego de habernos sobrepuesto a la muerte que hoy se abate sobre las personas y sobre el mundo. Si fuéramos inmortales -o si estuviéramos completamente capturados por una ficción de inmortalidad- tal vez no haríamos esas preguntas, ni hablaríamos, ni desearíamos cambiar la vida, ni seguramente tendríamos memoria. Tampoco pasiones. Ni acaso existiría la extraña e indefinible manifestación humana que llamamos arte. Arte: producción de significados sin concepto; presentación de lo impresentable; pensamiento de lo que no podemos conocer; testimonio de lo que nos concierne y nos falta… Todo lo que pueda decirse fracasa. En última instancia, el arte es un coloquio con la muerte. Y con los muertos. Es necesario detenerse a pensar cuántas cosas hacemos a pesar de vivir, mientras lo hacemos: es decir, no tanto por ser vivientes como por ser murientes. Arte, por ejemplo.
Y los legados del arte popular son una huella extraordinaria de la interrogación humana por la finitud, las marcas preciosas que las generaciones dejan en la cultura antes de desaparecer. La pura gratuidad de las palabras dichas y las cosas hechas más allá del reino de la necesidad, confronta a quien las recibe con la responsabilidad más alta de preservar, inventándolas, esas reliquias del reino de la libertad que sólo los hablantes, es decir los mortales, podemos dar y recibir en testimonio. Por eso, el comentario de una miríada poética (una vez escuché que Liliana Herrero decía de sí misma ser una “comentarista”) tiene tantas implicancias -existenciales, políticas, filosóficas, y no sólo estéticas-. O tiene una implicancia única en la que todo eso está indiferenciado.
La pregunta cómo vivir -vivir juntos, no hay otra manera de hacerlo-, cuenta con insistentes sentidos que atesora el inagotable coloquio de la humanidad consigo misma a través del pensamiento y el arte. Cómo vivir es la pregunta que plantea, y si escuchas bien también responde (aunque no pueda traducirse a ninguna otra manera de decirlo), la música de Liliana Herrero.
¿Qué le hace el canto de Liliana Herrero al idioma de los argentinos? Lo hace pensar, lo vuelve un lenguaje pensante, una lengua que parece hacer del silencio el secreto de sí misma, como si a través del hilo de una plegaria se llegara a un lugar remoto y no obstante común, a una comunidad que ha perdido completamente su evidencia. Una comunidad en la que sentimos quisiéramos vivir. Liliana Herrero canta como si lo hiciera en una lengua extranjera. Revela así que la tradición no instituye tanto una pertenencia como una libertad, y persevera no tanto gracias al poder del mito como por la capacidad de inventar. A no ser que consideremos el mito como lo hicieron los primeros románticos: sustraído de cualquier violencia sacral, autoritaria y coactiva, para considerarlo como el espacio de una experiencia emancipatoria; como un avatar inapropiable que ha perdido su carácter de fundamento para volverse apenas apertura y puesta en escena de lo múltiple. No remisión a una presunta esencia que estuvo siempre ahí, sino más bien a una ausencia, incluso a un caos, a una libertad y, en última instancia, a la nada. El mito y la tradición misma son así desplazados de la plenitud y la normatividad a una producción mitopoiética inagotable y sin origen, a una experiencia nómade que no suprime la diferencia ni el conflicto.
La operación de dejar que entre el silencio donde había una palabra no es sólo musical ni sólo poética sino también filosófica, en cuanto nos confronta sin quererlo con el vértigo de la pregunta por la nada. ¿Por qué hay música, y lenguaje, y no más bien silencio y solo nada? El canto de Liliana Herrero obtiene su eficacia estética y política de hacer con la música una conjetura sobre la espera de sentido que encierra la vida humana, una conjetura sobre esos lugares de intimidad remota cuyo hallazgo hace posible la experiencia de una gratitud por que los seres sean quienes son. Los que están en torno, los que transitan el tiempo junto a nosotros.
Esa experiencia nada tiene que ver con la utopía mediática hacia la que marchamos, o tal vez en la que nos hallamos ya: la de una vida donde la “música” no se detiene ni por un instante. A esta omnímoda musicalización de las rutinas, al estrépito de la “cultura”, la manera de cantar de Liliana Herrero antepone la interrogación: por la lentitud, por el silencio, por los sonidos que desaparecen, por la fragilidad de las palabras que se quiebran, por el misterio de la voz…
Será por eso que una instintiva confianza en el agua parece acompañarla siempre, incluso cuando canta sobre la tierra o el cielo. El agua lleva y trae lo inesperado, y su imagen es una manera de sensibilizar el tiempo, tan antigua y tan elemental que difícilmente podemos concebirlo de otro modo que no sea como un río. Menos obvio es pensar como agua la tradición, también ella un dios niño que lleva y trae.
Liliana Herrero es una artista popular de fundamental importancia para la cultura latinoamericana, que ha dotado a esta palabra -“popular”- de una enorme exigencia, recuperándola de acepciones reaccionarias que condenan la sensibilidad de las personas a inmediatismos sin sorpresa estética, sin resistencia a la apropiación de la música por la pura mercancía y sin ruptura política. Por eso es que no hace música para todos, ni para la mayoría, ni para unos pocos: hace música para cualquiera. Y para cualquiera renueva la ofrenda del arte popular, la huella extraordinaria de la interrogación humana por la finitud, las marcas preciosas que las generaciones dejan en el río del tiempo, antes de desaparecer.
La cultura popular, enseña Liliana -o quizás es lo que se aprende de ella sin que ella misma enseñe nada- es experimentación y fragua de lo que no se ha dicho aun; deseo de escuchar otra cosa, aunque se trate de melodías o de ideas muy antiguas que se transmiten sin norma, sin que sea posible saber cuándo se perderán para siempre. Cultura popular: lo que libera de la captura en lo mismo, de la condena a la repetición, de lo que ya no queremos oír.
Compartir el tiempo con Liliana Herrero y su música es adentrarse en una larga conversación sobre todas las cosas, que se acompaña -como si se tratara de una sombra tenue o del rastro sutil que dejan todas sus canciones- de una promesa de comunidad. Una comunidad sin restricciones, una comunidad de las cosas errantes, de lo universal y de lo íntimo, la “armonía introspectiva” de una vieja zamba y la letanía por un dios extraño. El sobresalto vivo del idioma en una página de Juanele y la tranquilidad de una antigua sabiduría aristotélica; Babilonia y Villaguay. En una línea escrita como al descuido dice Stendhal que “el arte es promesa de felicidad”. En esa línea, me parece, lo decisivo no es la palabra felicidad sino la palabra promesa -cuya naturaleza es la de poder no cumplirse, y por eso en ella se entrevera el dolor-.
Es posible escuchar la música de Liliana Herrero como una promesa y como una resonancia, conmovida también ella por una promesa, de algo quizás más allá de los sonidos y de las palabras; más allá de la música y de la filosofía: la isla de las sirenas -la isla del tesoro-; el cuerpo de la madre en los inviernos de la niñez; el recuerdo de algo no completamente humano que acompaña la vida humana… Algo desconocido en lo que nos podemos abandonar confiados y cuya tentación, a la vez, nos precipita y nos pierde.
Desde el fondo del tiempo el poder de la música está vinculado a la pérdida, a la precipitación, al placer de caer sin importar lo que suceda después. Precipitación en lo desconocido, precipitación sin retorno. Sin embargo, a diferencia de los remeros de Ulises que taparon sus oídos, nosotros escuchamos y continuamos remando. Remamos y remamos. Nunca o casi nunca nos precipitamos como hubiera querido hacer Ulises y como según Apolonio sí lo hizo un marinero griego más desconocido llamado Butes, al escuchar el canto de la isla.
Promesa de felicidad equivale a promesa de comunidad, es decir deseo de otros, querer ser con otros en el descubrimiento de lo común, que nunca está dado y es siempre una tarea. La música de Liliana Herrero es tarea de lo común y no sólo promesa de comunidad, resto llegado quién sabe cómo de un país en el que querríamos vivir; un país que tal vez nunca existió ni existirá -a no ser como augurio, como recuerdo, o como el indeterminado “Había una vez…” de los relatos infantiles-.
O quizá la aldea en la que vive esa desconocida comunidad entrañable de la que llega la música de Liliana Herrero existe ahora mismo pero nosotros estamos destinados a no encontrarla nunca, a no ser por un despojo de sonidos y silencios que desarregla el orden de las cosas en el que vivimos sin precipitarnos hacia otros mundos detrás de una promesa. Una aldea de antepasados en algún lugar nos lega unos pocos restos misteriosos pero suficientes para producir una breve perplejidad en nuestra existencia de remeros hacia ninguna parte y sin tiempo para preguntar cómo vivir.
O tal vez la música de Liliana Herrero deba ser pensada de otro modo: como la precedencia de una población por venir; como el canto de un pueblo de no nacidos que debemos entonces oír como si los antepasados fuéramos nosotros.
En un caso o en el otro una comunidad que nunca será nuestra y de la que tenemos noticias por sus vestigios o sus brotes; por estar acompañados por el recuerdo de lo que nunca sucedió o el anhelo de lo que jamás veremos.
O acaso esa comunidad sea el “reino bajo el agua”, del que habla un sauce en la canción de Osiris Rodríguez Castillos. Será la busca de ese reino lo que permite comprender la confianza en el agua de Liliana Herrero, “hembra litoral”, incluso cuando habla de cualquier otra cosa.
Que en el lugar en el que nos tocó en suerte vivir alguien haya podido escribir en una Canción del que no hace nada: “Yo estoy nomás / me va tapando los ojos / la eternidad”; y que Liliana Herrero, en ese mismo país, haya inventado palabras antiguas para todos nosotros y para los que van a escuchar dentro de muchos años, nos hace sentir atesorada la promesa que no debemos perder. Y nos hace sentir también, de un modo misterioso, que si no resignamos la pregunta y si aprendemos a escuchar estaremos salvados, suceda lo que suceda.
Córdoba, 16 de agosto de 2020
*Doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba y doctor en ciencias de la cultura (Scuola di Alti Studi Fondazione Collegio San Carlo di Modena, Italia), es investigador del Conicet y profesor de filosofía política en la Universidad Nacional de Córdoba.
3 Comments
Remamos por la comunidad sensible presente en el canto de Liliana y el texto poético de Diego Tatián
Escuchar a Liliana Herrero y rascar pizarrones: una experiencia inolvidable.
Tremendo! lo mas!!