Claudio Zeiguer sostiene en esta nota que a raíz de una palabra fetiche y mal utilizada por una periodista en una conferencia de prensa de trascendencia colectiva, se coló una duda formidable: ¿se estará gestando una nueva especie de contracultura anticientífica, anti psicoanalítica, altamente irracionalista, de consumo masivo y urgente?
Por Claudio Zeiger*
(para La Tecl@ Eñe)
Años de vulgata de autoayuda, de corrientes terapéuticas “alternativas” y anti historicistas, de consultorios sentimentales disfrazados de new age, le hicieron olvidar a muchas personas la existencia del pasado como una dimensión de sus propias vidas. Y no sólo en el sentido de linajes, genealogías, pasado familiar o memoria colectiva: les hicieron olvidar a muchas personas que la memoria del yo es además la memoria de la especie, que la historia personal puede contener residuos de la prehistoria del hombre. Hasta vulgarizaron las ideas filosóficas y religiosas acerca de la persistencia de la carne y del alma, reduciéndolas a absurdas indagaciones para remontarse a supuestas vidas pasadas. Todo ese movimiento falaz, de mercadeo e ilusionismo se condensa en algunas frases de una supuesta “filosofía de vida” que impacta en el centro emocional de las personas: una amiga aconseja a otra, un hombre consuela a su hijo, una madre a su hija, o entre compañeros de trabajo se intercambian frases como “tenés que dar vuelta la hoja”, “lo pasado pisado”, “tenés que vivir el presente”. “Yo no soy de esas personas que andan revolviendo el pasado”. “Hay que mirar para adelante”.
Este horizonte de saberes y clichés tan eclécticos como dispersos, hicieron furor en los años 90, depositarios de una crisis de grandes paradigmas filosóficos, el retroceso del psicoanálisis y, en gran medida, como reacción a los fracasos iniciales de la medicina frente a la pandemia del sida. Por eso, calaron tan hondo en dos aspectos cruciales y ambiguos de la vida humana: la salud y el amor, los vínculos y los afectos. Se trataban síntomas del cuerpo y desengaños amorosos a un mismo nivel de fraseo e impulso: nunca dar vuelta la cabeza hacia atrás. No indagar, no investigar en el pasado.
Hoy, cuando por fuerza de las circunstancias el presente parece ocupar toda la dimensión temporal disponible, esa noción del pasado y de la memoria histórica como fuentes de saber, perspectiva y hasta de consuelo, está tan amenazada como en esa década de abruptos cortes de paradigma. Mientras a ciertas alturas intelectuales se debate acerca del ciber control, la nueva normalidad o las máscaras que adoptará la globalización capitalista del futuro inmediato, en la Argentina, a raíz de una palabra fetiche y mal utilizada por una periodista en una conferencia de prensa de enorme trascendencia colectiva, se coló una duda formidable: ¿no se estará gestando en distintos lugares del mundo, rápida, vertiginosamente, una nueva especie de contracultura anticientífica, anti psicoanalítica, altamente irracionalista, de consumo masivo y urgente?
La palabra es “angustia”. Ya la sacamos. ¿Y ahora?
La periodista, al parecer, habló de una angustia más neurótica que real. Como quien hubiera confundido o mezclado, mejor dicho, un trauma del yo con origen en la infancia, con un trauma contraído en la guerra. Parece que se refería a la sensación de encierro y falta de libertad que supone salir a pasear normalmente por un parque o un shopping, y no a la angustia de haber sido arrojados a este mundo en el que nacemos para morir. No lo digo con ironía ni desde un saber técnico, pero sí desde las posibilidades reflexivas que se le abren a un lector vocacional y permanente de Freud. De hecho, es la misma confusión de tantas personas desde los años 90. O quizás no supo expresar cabalmente que detrás del miedo a no poder consumir desenfrenadamente (o deambular desenfrenadamente) anida ese mismo miedo profundo a la vida que precede a la muerte. Comienza como inquietud pero pronto se desboca.
Escribo estas líneas el 25 de mayo, y me vino a la cabeza otra estelar irrupción del término angustia, con ocasión de la visita del rey de España, cuando el entonces presidente Mauricio Macri, mencionó la angustia que debieron haber sentido los patriotas al decidir separarse de España. Se refería a la independencia de 1816, yo la traje al presente un 25 de mayo: ¡vaya si sería política esa angustia! Como se ve, ya la angustia está marcando una línea de continuidad entre hechos históricos de la Argentina y su relación con el resto del mundo y la globalización.
La angustia, para muchos lectores argentinos, es un “estado afectivo” que tuvo y tiene una cabal representación literaria en los textos de Roberto Arlt y, en particular, en algunos de sus personajes que sintieron la dentellada de una angustia redundante, una angustia existencial, con Remo Erdosain a la cabeza. Era, sin dudas, una angustia de resonancias totales, aunque sucediera en los bajos fondos sociales, en los márgenes y pliegues más oscuros de la pequeña burguesía. “Tiempos han cambiado”, escribió Fogwill en “Memoria de paso”: ¿la angustia es siempre la misma?
El pasado que hoy realmente tenemos tan obturado, no nos permite reflexionar con claridad y perspectiva en estos días. Es probable que más adelante podamos volver a conectar pasado y presente, recuperar esa prehistoria y esa historia de una humanidad que está en una verdadera encrucijada histórico- temporal: si mira al futuro sin reparar en el presente, corre el riesgo de arrasarse a sí misma; si se abisma en el pasado, desatiende las urgencias del día a día; pero si no trata de avanzar con una urgente ampliación del campo de tiempo hacia las dimensiones que le recuerdan al hombre que tener historia es tener humanidad, ¿será el momento de resignarse a la avanzada de los nuevos profetas del aquí y ahora, los mesiánicos que no creen en el virus o al menos en el contagio de los elegidos, a las gotitas mágicas contra todas las formas subjetivas y colectivas de la angustia? Bueno, entonces, vaya si sentiremos angustia.
Buenos Aires, 26 de mayo de 2020
Escritor y periodista. Editor de los suplementos Radar y Radar Libros del diario Página/12.