En esta nueva entrega de POSTALES DEL DERRUMBE, Flavio Crescenzi nos habla sobre la incomunicación que, muchas veces, padecemos los que estamos en contra del proyecto de Milei. Nos ofrece, asimismo, un posible camino de salida, lírico —como el registro que predomina en el artículo—, pero no por ello menos auspicioso.
Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
En el desierto, todo espejismo es un oasis; de lo que se deduce que no todo oasis es real. Este razonamiento es válido tanto para el desierto del Sahara, como para el de Gobi, para el de los tártaros del que hablaba Buzzati o, incluso, para ese otro al cual Barón Biza supo extraerle su secreta y ácida semilla. Este último, por ser nuestro, es muy parecido al desierto en el que hoy desmañadamente nos movemos, muertos de sed y de certezas, a un tiro de la insolación o la locura; sí, tan parecido que da miedo.
En muchos aspectos, Argentina siempre ha sido un país inconcebible. Una sociedad contaminada por la corrupción y la injusticia; una comunidad de tendencias ambivalentes, cambiantes, habituada a ciertas formas del orgullo (tan similares al odio o la soberbia), y, al mismo tiempo, en un sentido meramente urbanístico, meramente arquitectónico, una comarca muy atractiva, muy civilizada, muy europea. Sin embargo, con Milei, todo se descalabró en proporciones astronómicas, y «lo desértico» terminó imponiéndose, como una pesada e inesperada bofetada, en nuestro modo de construir lazos sociales, en nuestras maneras de vincularnos con el otro. Argentina ya no es «un país con buena gente», sino una tierra devastada en la que sus pobladores intentan sobrevivir siguiendo la ley ignominiosa de la selva, ley en la que ese otro será siempre un potencial competidor frente a la presa, y la presa, en el mejor de los casos, un mendrugo de pan arrojado desde algunos de los tantos promontorios de la lástima.
Volvieron (como si nunca se hubieran ido en realidad, como si hubieran estado agazapadas, esperando el momento preciso del zarpazo) las prácticas más infames de los gobiernos que la Historia ya había aprendido a condenar, pero la historia —y aquí, en esta triste tierra austral, lo sabemos muy bien— la escriben o reescriben siempre los que ganan. Represión a jubilados; entrega del patrimonio nacional, en la que no falta el consabido oro para la corona británica; deslegitimación o, lo que es peor, impugnación ideológica; ataques a la educación pública, especialmente a la universitaria; travestismo político; traiciones palaciegas; cierre de comercios; hambre y falta de trabajo. Todo esto, aunque parezca mentira, sucede en nuestras caras. Mientras tanto, los ilusos celebran que haya habido otro mes con equilibrio fiscal, sin darse cuenta de la precariedad de su implementación, ni de las fatídicas consecuencias que tal precariedad ya está ocasionando en las personas. El proyecto minarquista de estos falsos libertarios está en marcha, y sus primeros resultados son más que evidentes.
¿Cómo explicarle, entonces, a alguien que votó a este payaso que no cansa de pelearse con el mundo que, por culpa de su analfabetismo político, está en riesgo algo tan elemental como el concepto de nación? ¿Cómo advertirle que el desierto está ensanchándose y que no habrá lluvia (ni de agua ni de dólares) que pueda rescatarlo de la demencial aridez que se avecina? Sí, el concepto de nación, el sitio de los símbolos, esa idea que necesitamos para afirmar que somos algo, que algo debemos tener en común los unos y los otros más allá del sufrimiento, está en peligro. Huelga decir que, si dejamos de ser una nación, lo que sigue son las tribus, los gritos alrededor de las hogueras, los dioses de barro, la carne cruda, el linchamiento, la superstición, la nada. Y me temo que mucho de esto ya lo estamos viendo.
Solo nos queda seguir predicando en el desierto, como nos exhortaba Rodolfo Alonso en su poema «Hijo del siglo», un poema que declamaba como un mantra, allá por los 90, cuando todo parecía querer consumarse como se viene consumando desde hace más o menos nueve meses. Ahí, en ese texto, pueden leerse estos versos decisivos: «Donde se hace elocuente / la lengua del lagarto // Predica en el desierto // Donde el verde asediado / acoraza su savia // Predica en el desierto // Donde el sol meridiano / acucia a la materia // Predica en el desierto // Entre curvas de sueño / bajo sueños de agua // Predica en el desierto // Entre inmensos silencios / donde canta la sed // Predica en el desierto». O estos otros del final: «Y sólo de estar solo / tu soledad se sacie // Predica en el desierto // Que te laven los vientos / el alma la mirada // Predica en el desierto // Y que te vuelvas hueso / y que dejes el ansia // Predica en el desierto // Y que el hueso desnudo / nueva arena se haga // Predica en el desierto // Contra todo confort / sin seducción sin trampas // Predica en el desierto // En el rocío mínimo / la lluvia te acompaña».
El desierto que tenemos, por fortuna, conserva todavía sus oasis (de los reales, claro está). Bajo el amparo de sus juncos y palmeras, en la medida de lo posible, deberemos organizar la reconquista, practicando la solidaridad ahí donde la indiferencia ya ha construido sus hostales, ejercitando la memoria y la conciencia ahí donde la negación ya ha izado sus banderas, y predicando, siempre predicando, hasta que la amurallada sordera se desplome, hasta que las palabras vuelvan a tener significado.
Buenos Aires, 18 de octubre de 2024.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario
1 Comment
Bello y esperanzador texto. No había leído nada de Rodolfo Alonso, así que gracias por darlo a conocer. Prediquemos, entonces, «hasta que las palabras vuelvan a tener significado».