
Una contradicción nada casual.
Por Mario Casalla*
(para La Tecl@ Eñe)
En estos días en que el actual gobierno lanza una ofensiva de “renovación sindical” (término que suaviza lo que en realidad será una formidable quita de derechos a la clase trabajadora) y renueva su desprecio por el Congreso Nacional (lugar por excelencia para el diálogo político), me parece de cierta utilidad volver sobre estos dos tipos de representación, la política y la sindical, que a su vez son diferentes entre sí. Esto quedará demostrado por las disputas que atravesarán a la ciudadanía de lado a lado, durante bastante tiempo y con resultado incierto. Además, nos equivocaríamos largamente si creemos que la contradicción entre políticos y sindicalistas es circunstancial, anecdótica o solucionable con un poco más de buena voluntad entre las partes y mayor espíritu cívico. Es cierto que todo ello ayudaría a suavizarla, pero no la extirparía. Así como desde Marx (y otros) sabemos que la contradicción entre obreros y patrones tampoco es fortuita y que el Capital tiene su propia lógica (la cual no necesariamente coincide con la del Trabajo), otro tanto ocurre con el tándem sindicatos/partidos políticos. Si en un caso la apropiación de la denominada Plusvalía divide aguas, en el otro juega un papel decisivo la puja por la Representación. Si en la Plusvalía está el “secreto del Capitalismo”, en la Representación lo está el de la Democracia moderna. Ambas -nacidas al unísono hace más o menos quinientos años- constituyeron por siglos un matrimonio aparentemente sólido y por eso mismo en su actual desavenencia global generen un presente no demasiado grato. Por cierto que no es para festejarlo -ya que en mayor medida nos afecta a todos- pero sí para tratar de pensarlo estructuralmente. Y es cierto también que, para resolverlo, lo cual no será ni fácil ni rápido, pero sí decisivo.
Las ficciones fundantes
En un libro por demás interesante («Inventing the people», 1988) el historiador norteamericano Edmund S Morgan, muestra el carácter preponderante que tienen las “ficciones” en la construcción de los sistemas políticos. Estas no son “verdades” en el sentido usual de la palabra (experiencias empíricamente constatables y probadas) sino principios y valores orientadores que (en el orden inconsciente, muchas veces) nos permiten creer. Así que Morgan nos dice -por ejemplo- que el axioma según el cual la democracia es “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, es una ficción fundamental para el pueblo norteamericano que –aún en crisis- ordenó y ordena la vida política de ese país y del mundo (con sus versiones de izquierda, derecha y centro, como corresponde). Y que esto es positivo por dos razones fundamentales: primero porque aun no siendo así, funciona como “ideal” a alcanzar, y segundo, porque permite el acatamiento de las leyes con un mínimo de represión. Agrega Morgan, con esa típica dureza americana: “El éxito en la tarea de gobierno exige la aceptación de ficciones, exige la suspensión voluntaria de la incredulidad. Exige que creamos que el emperador está vestido aun cuando veamos que no lo está. Para gobernar hay que hacer creer”. Y esas creencias son “ficcionales” no porque sean mentiras, sino porque son tan sólo fundantes de un sistema posible. Son las que fijan el marco y –en este sentido- más que verdaderas o falsas serán consistentes o inconsistentes. ¡Y vayan si son útiles! mientras duren, claro. Y si no les gusta Morgan, vayan a nuestro Bartolomé Mitre y lean su «Galería de Celebridades Argentinas» (1857) y verán lo útil y necesario que resultaron tales “ficciones” patrias (al menos para aquella Generación del ’80 que gobernó el país). Cuando cien años más tarde, Arturo Jauretche pudo reírse de ellas y llamarlas “zonceras argentinas”, es porque precisamente habían dejado de ser auténticas ficciones y ya poco orientaban.
Nos los representantes
En el célebre «Contrato Social» de Rousseau (1762), emerge una ficción fundamental de la democracia moderna: la de “Representación Libre”. Esta es la esencia de la representación política que –a diferencia de todas las demás- representaría la denominada Voluntad General. Todos los demás representantes –de aquí en más- lo serán de intereses sectoriales y se tratará, por ende, de “Representación Vinculante” (sindicatos, asociaciones, movimientos sociales, etc). Lo curioso es que todos los representantes políticos (diputados, senadores, mandatarios) provendrán de representaciones vinculantes y directas (¿de dónde sino?), pero una vez elegidos ya no responderán a ellos sino a esa omnímoda (y a la vez oculta) Voluntad General. Ya no representan a los ciudadanos concretos de carne y hueso que los han elegido sino “al Pueblo en general”, y de aquí en más ese inocente abismo no dejará de crecer. Además, y para que no queden dudas su mandato (igual que el del Contrato Social), no será revocable, tendrán fueros y no más jueces que sus propios pares. Por cierto que luego vendrá su compatriota Montesquieu a aminorar un poco la cosa (con la división de poderes), pero la fractura entre la política y la gente ha sido fundada y la duplicidad de representaciones (libre o vinculante) será fuente inagotable de conflictos sociales futuros. La eterna puja entre sindicatos, Estado y partidos políticos se inscribe en esa “grieta” estructural con la que no deberíamos jugar al distraído. Lo político y lo social empiezan a correr por separado y esto, tanto en los regímenes demoliberales de cuño capitalista, como en diversos socialismos reales, o en las variadas formas ensayadas de estatismos. En casi todos ellos, los sindicatos (es decir la clase obrera organizada y aún las organizaciones empresariales o profesionales) están inexorablemente bajo sospecha. Y esto más allá de que existan motivos legales, jurídicos o económicos para estarlo. Es que –para la “representación libre” de la política- en el fondo son “corporaciones” que hay que vigilar, subordinar o encuadrar. Porque como muy bien se sabe: “el Pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes” y quiénes se arroguen esa representación (libre) cometerían delito de “sedición”. Así que: ¡subordinación y valor! Por cierto que esa “ficción” tiene alguna solución y tras eso se está en muchos lugares y con diferentes ensayos, pero para ello es necesario que termine de devenir “zoncera” y, a partir de allí, volver a reinventar la democracia y un sistema representativo donde la libertad y el bienestar general sean algo más que una promesa abstracta. Habrá seguramente que ir construyendo soluciones parciales y transitorias (para cabalgar la formidable crisis en pleno curso), pero sin olvidar aquel concepto de política que acuñó Hannah Arendt, con la barbarie del holocausto todavía ante sus ojos: “La política es el arte de hacerlo todo de nuevo”. O bien nuestro Raúl Scalabrini Ortiz, cuando nos advertía: “Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias y no de orfebrerías”. Corría el año 1931 y en la Argentina la vieja Galería de Celebridades ya tampoco entusiasmaba tanto.
Miércoles, 19 de noviembre de 2025.
*Mario Casalla es filósofo y escritor; preside actualmente la Asociación de Filosofía Latinoamericana y Ciencias Sociales (ASOFIL)

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