En este artículo Raúl Zaffaroni analiza el golpe de Estado perpetrado en Perú contra el presidente Pedro Castillo, los intereses que subyacen detrás del golpe y el intento de Castillo de, a través de su discurso, establecer una proclama y una hábil teatralización que le permitiese salir por la puerta grande por una causa claramente política y, al mismo tiempo, señalar a su gente sus objetivos de lucha: elecciones y una nueva constitución.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
Desde hace más de dos meses otro presidente de nuestra América está preso: Pedro Castillo. La opinión “publicada” por los medios hegemónicos, usualmente llamada “pública”, afirma que atentó contra la democracia, colocándolo a la par de Fujimori quien, a modo de broma de mal gusto, cumple su pena por delito de lesa humanidad en la misma cárcel “especial”, donde ambos son los únicos huéspedes. De paso, muestran a Castillo como un desequilibrado, al que un día se le ocurrió pronunciar un discurso ordenando el cierre del Congreso y la convocatoria a elecciones y a una asamblea constituyente.
Es claro que, atendiendo a las fuentes de esta información, todo indica que se trata de una gran mentira. Pero si bien no son creíbles quienes califican de “terroristas” a los seguidores de Castillo (“terrucos”, expresión despectiva) y menos los penosos discursos de Dina Boluarte, la intencional confusión generada por la información maliciosa tiene como objetivo ocultar la racionalidad política de la conducta de Castillo, que para nada fue disparatada.
¿Qué fue lo que hizo y por lo que está preso ahora Castillo? ¡Un discurso! Nada más que un discurso, en un episodio que no duró más de dos horas. En ese discurso ordenó teatralmente la disolución del Congreso y la convocatoria a elecciones y a constituyente. Terminado el discurso partió hacia la embajada de México para asilarse diplomáticamente, pero su propia custodia lo detuvo en el trayecto, a punta de pistola, incluso apuntando a su hija de diez años que lo abrazaba. Dicho de esta manera, esto carece de sentido, pero otra muy diferente es la perspectiva cuando ubicamos el hecho en su correspondiente contexto.
Ante todo, debemos ubicarlo en la historia peruana, desde hace quinientos años marcada por el racismo que separa a la Lima virreinal, que insólitamente sigue llamando “Palacio Pizarro” a su casa de gobierno, de la sierra india y mestiza donde se conserva la cultura prehispánica. Castillo proviene de esta última, es un maestro, serrano como su electorado, pero no es un líder histórico, como Evo en Bolivia, sino que, con bastante sorpresa ganó la elección presidencial, asumiendo la representación de su gente, como el primer presidente campesino del Perú.
Desde el mismo momento en que asumió su mandato fue hostigado por el Congreso, se vio obligado a cambiar casi un ministro por semana, no le trataron ninguno de sus proyectos legislativos, en reiteradas ocasiones promovieron su destitución, los medios masivos lo estigmatizaron sin piedad, las elites y las no tan elites que pretenden serlo y que nunca faltan, no podían tolerarlo como presidente. En síntesis: no pudo cumplir con ninguna de sus promesas, su electorado se desilusionaba, se disolvía su condición sino de conductor al menos de representante de ese electorado y, el día del discurso, era inminente su destitución.
Dejándose destituir mansamente, Pedro Castillo hubiese salido del Palacio de Gobierno acusado de cualquier invento de “corrupción”, como perro azotado, con la cabeza baja y el rabo entre las patas y, además, iría preso. El campesinado serrano se hubiese avergonzado de su paso por el gobierno y quedado reducido al papel de un inútil carente de carácter y absolutamente incapaz de nada. Y precisamente ese era el plan: desprestigiarlo ante su propio electorado, al tiempo que los racistas reirían pontificando “este cholo no puede ser presidente”.
¿Pero qué intereses de fondo se mueven detrás de todo esto? Debe apuntarse a este respecto que este año vencen las concesiones del festival neoliberal privatista del poco deseado compañero de cárcel de Castillo. Esos intereses no son ahora los de la vieja “oligarquía” tradicional, sino los de los “privatizadores vendepatrias” locales y de los intereses del tardocolonialismo financiero, que quieren seguir privando al país de la explotación de sus riquezas naturales y de servicios públicos decentes.
Por eso, esa “mafia” no podía conformarse con destituir a Castillo, sino que también debía desacreditarlo, privarlo de la representación de ese electorado postergado y explotado desde hace medio milenio. Al proceder de este modo, ni siquiera es consciente del peligro que significaría dejar a millones de personas empobrecidas y explotadas sin conducción ni representación, masticando su resentimiento secular.
Eso es lo que entendió claramente Castillo y decidió que, si debía irse del gobierno, lo haría con una proclama y una hábil teatralización que le permitiese salir por la puerta grande por una causa claramente política y, al mismo tiempo, señalarle a su gente sus objetivos de lucha: elecciones y una nueva constitución.
¿Y por qué una nueva constitución? Creo que no hay en el mundo algo semejante a la constitución que Fujimori le dio al Perú, con una mezcla de presidencialismo y parlamentarismo, en forma de “puchero criollo” institucional, que hace que el presidente no pueda nombrar libremente a sus ministros, que solo si le rechazan dos gabinetes seguidos pueda disolver el Congreso, pero que el Congreso pueda destituirlo. Nadie, del color político que sea, pudo ni podrá gobernar el Perú con esa constitución; prueba de esto es la alucinante sucesión cinematográfica de presidentes de los últimos años, uno de los cuales sólo duró dos días.
Castillo sabía muy bien que nadie obedecería su dramatización ordenando la disolución del Congreso, que no contaba con los militares ni con la policía, que lo habían desairado y criticado públicamente y que de inmediato declararon que no cumplirían sus órdenes y dispusieron su detención camino a la embajada mexicana. Tenía plena consciencia de que su discurso era solo una proclama política dirigida a su electorado. Su mensaje fue claro: no me voy acusado de ningún invento de los medios hegemónicos y de los diputados, sino por claras razones políticas; aquí se requieren nuevas elecciones y una constituyente, por eso se debe luchar en lo inmediato.
Por cierto, esa maniobra política tuvo éxito: los serranos se levantan hasta ahora alzando esos objetivos y exigiendo su reposición en la presidencia; no perdió nada de su representatividad, más bien la recuperó y en buena hora, porque la existencia de una conducción evita la inorganicidad y falta de objetivos de las protestas que, en el mejor de los casos, las debilita y, en el peor, conduce a una violencia insensata y letal. La maniobra de Castillo tuvo éxito, pues neutralizó estos riesgos: ahora su electorado lo ve en condición de dirigente y los objetivos reclamados en las protestas están bien definidos.
Pero está preso, acusado de “rebelión”, delito que conforme al código penal requiere “levantamiento en armas”. Como era más que previsible y como Castillo sabía, nadie alzó un arma ni siquiera del piso, a tal punto que al terminar el discurso intentó asilarse. Cabe insistir en que todo el episodio, discurso y salida hasta su detención violenta, no duró más que unas dos horas.
Como no hay rebelión cuando no la puede haber porque se sabe de antemano que nadie levantará un arma, ahora los jueces, para justificar su prisión, afirman que su conducta sería altamente peligrosa “en otras circunstancias de tiempo, modo y medios”.
Puedo recorrer todos los libros de derecho, pero nadie sostiene que sea delito una acción porque “en otras circunstancias” hubiese configurado un peligro o daño, pues cualquier acción, “en otras circunstancias” podría ser lesiva o peligrosa. Así, quien dispara contra un blanco realiza una práctica deportiva, pero si en lugar de un blanco tuviese delante a una persona, sería un asesinato. Por suerte, hasta ahora todos los tribunales juzgan las acciones en sus circunstancias reales y concretas y no en otras meramente hipotéticas, pues en caso contrario, todos estaríamos imputados de delitos, dado que, “en otras circunstancias”, hasta la más inocente de las conductas puede ser un delito, incluso atroz.
Los jueces peruanos tampoco se hacen cargo de que el Congreso destituyó a Castillo sin darle el derecho a ser oído, requisito elemental para cualquier juicio político, según la unánime, pacífica y consolidada jurisprudencia internacional. Pero los jueces afirman que, como no se explicó en qué hubiese consistido su defensa, al negarle el derecho de defensa “formal” no se lesionó el deber de respetar el derecho a una efectiva defensa “material”. Dicho más claramente: consideran que Castillo era “indefendible” y por eso no tiene importancia que no se le haya escuchado.
Ambas afirmaciones de los jueces no pertenecen a los abundantes casos complejos y dudosos que se discuten, sino que no se hallará ningún autor que se ocupe de ellas en ningún libro, porque lejos de ser dudosas, directamente son insólitas, diríamos que jurídicamente extraplanetarias.
A todo esto, asumió la presidencia su vicepresidenta, que lo traicionó y ahora carece de partido y de bloque parlamentario y cree ejercer el poder, sin darse cuenta de que es un instrumento en manos de los “privatizadores”. Por eso, en su inconsciencia política, se prestó para hacerse cargo de una represión homicida que costó unas setenta vidas humanas y cientos de heridos, invadió la Universidad más antigua de Sudamérica y militariza el país. Ahora tampoco puede adelantar las elecciones para darse una salida racional, porque el Congreso le niega los votos para hacerlo.
En verdad, Boluarte está entrampada y el Perú realmente sin gobierno. Este golpe de Estado de los llamados “blandos” dejó el país sin timón, en manos de este personaje patético que, tarde o temprano, cuando le terminen de retirar la cobertura los beneficiarios del golpe, quedará a la intemperie y deberá responder por las víctimas de su dictadura sin cabeza, es decir, del peor y más peligroso modelo de dictadura: la caótica.
Buenos Aires, 20 de febrero de 2023.
*Profesor Emérito de la UBA.