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El peronismo y la unidad – Por Edgardo Mocca

La unidad del peronismo tiene sentido si se inscribe en la lucha por recuperar derechos y por la creación de condiciones dignas de vida para trabajadores y sectores populares, afirma Edgardo Mocca. Unidad con un programa de emergencia para la reparación y con estrategias comunes para reconstruir lo destruido.

La unidad del peronismo tiene sentido si se inscribe en la lucha por recuperar derechos y por la creación de condiciones dignas de vida para trabajadores y sectores populares, afirma Edgardo Mocca. Unidad con un programa de emergencia para la reparación y con estrategias comunes para reconstruir lo destruido.

Por Edgardo Mocca*

(para La Tecl@ Eñe)

 

La dirigencia política y sindical del peronismo está ante un dilema de hierro. Su sector más incorporado a la lógica del dominio político de las corporaciones estaba convencido de que el macrismo tenía pavimentado el camino de la consolidación de la recreación neoliberal del país. Y en ese contexto al justicialismo le estaba reservada la tarea de la renovación de sí mismo. Una renovación que tenía como destino la creación de un partido preparado para la alternancia dentro de un esquema político signado por la resignación a la condición colonial del país y la posición de una variante “popular” de ese esquema: una nueva fase de la “renovación” que desembocó, con Menem, en la experiencia del partido-movimiento popular creado por Perón reconvertido en la pieza principal del consenso de Washington en la región.

Los tiempos se apresuraron. Ni el más optimista de sus partidarios se atreve a augurarle a Macri algo mejor que una dura supervivencia política en los tiempos amargos de la soberanía política del fondo monetario. Claro que a esta creciente certeza colectiva se opone el dispositivo de la mentira incesante de los grandes oligopolios mediáticos; todavía convence a una importante minoría social pero los tiempos del optimismo y el culto a la “derecha moderna y democrática” parecen haberse agotado tempranamente. Queda la variante más dura del ajuste que necesitará inevitablemente de la prepotencia violenta que es tradicional en las clases privilegiadas del país. Eso puede funcionar un tiempo, pero difícilmente alcance a construir un esquema de dominación consistente como esperaban sus sostenedores de derecha y la nueva intelectualidad progresista ganada una vez más por las profecías del fin de la historia. En los pocos meses que nos separan del lanzamiento del “reformismo permanente” y su brutal escenificación con el histórico atropello contra los jubilados el clima ha virado bruscamente. Viró en la calle y en el congreso. En las canchas de futbol y en los recitales. Hoy una gran parte de la sociedad argentina ha dejado de creer en el gobierno de los muchachos bien intencionados que no tienen suficiente experiencia y se encontraron un país en ruinas. La dura experiencia del empeoramiento cotidiano de la vida fue erosionando la fábula. La insensibilidad, el revanchismo, la acumulación desaforada del oscuro círculo de patrones y gerentes que gobiernan el país y el progresivo deterioro económico han tocado el techo de su eficacia. Ya no alcanza la demonización de los gobiernos kirchneristas para legitimar el dolor y la privación.

La parte decisiva de la estructura federal del justicialismo parece compartir este diagnóstico. Así se viene reflejando en la actividad del Congreso en el que la falsa “mayoría” macrista se ha convertido en minoría a la defensiva. Los gobernadores siguen ejerciendo una cuidadosa prudencia en la relación con el gobierno nacional, más asociada a sus necesidades de caja que a la confianza en el futuro de la revolución de la alegría. La mayoría de ellos decidió ausentarse del reciente congreso del partido contra la barbarie intervencionista de Macri y de Barrionuevo, lo que constituye un síntoma de la situación: a ninguno de ellos se le ocurrió la peregrina idea de ir a Ferro a defender los principios de la responsabilidad y la defensa de la gobernabilidad. El horno no está para bollos. El humor mayoritario, por un lado, y la ocupación de la calle por la protesta popular por otro, han modificado radicalmente la coyuntura política. Todo eso constituye el telón de fondo de la discusión sobre la unidad electoral del peronismo.

Para entrar en el tema hay que evitar la mirada fetichista que postula un peronismo esencial, siempre igual a sí mismo. Que fue mutando desde el menemismo hasta la experiencia de los Kirchner sin ninguna crisis que lo pusiera frente al espejo de su propia historia, que habría seguido siendo la marca monopólica de lo nacional-popular incluso después de la pavorosa entrega del patrimonio y del desastre social en el que terminó la ominosa década del noventa iniciada por el menemismo. No hay una esencia inefable del peronismo. El peronismo es su historia. Y la parte más reciente de esa historia es un parteaguas definitivo; el abandono de la huella de la experiencia de los gobiernos peronistas entre 2003 y 2015 lo pondría en el lugar de los partidos cuya época gloriosa quedó definitivamente en el pasado. Así está pasando con gran parte de los partidos socialdemócratas de Europa: abandonaron su tradición popular, se afiliaron al neoliberalismo y terminaron perdiendo progresivamente su caudal electoral y su importancia política.

El proyecto del macrismo consiste en ser la maquinaria político-electoral que consume el sueño del fin de la Argentina peronista, del país de la voluntad industrialista, de las poderosas organizaciones sindicales, de la enorme capacidad de movilización de su pueblo, del estado activo y reparador de las injusticias del capitalismo. Lo alienta en esa dirección el éxito electoral, inédito en una fuerza de raigambre conservadora. Extrajo su fuerza del abierto antagonismo que sucedió a la catástrofe de fines de 2001 y estalló con el conflicto que enfrentó al gobierno kirchnerista con las patronales agrarias en 2008. Ese antagonismo no ha cesado con el triunfo de Cambiemos. Limita toda posibilidad, en tiempos previsibles, de instalar un partido del orden, centrista, moderado y conciliador. Lejos de atenuarse ha cobrado nueva fuerza con la grave crisis que se desarrolla en estos días y promete días muy difíciles para los argentinos y argentinas. Ya las elecciones del año pasado mostraron que las anchas avenidas del centro no tienen destino.

El proyecto de unir al peronismo –o a una parte fundamental de él- tiene sentido y puede conducir al éxito si se inscribe en la lucha por recuperar derechos atropellados y por volver a colocar al país en la huella del ejercicio de su soberanía y en la creación de condiciones dignas de vida para sus trabajadores y sectores populares en general. No es el ejercicio de un cálculo aritmético que sume guarismos electorales y agrupe ambiciones personales en el reconocimiento de una pertenencia histórica reconvertida de mito histórico popular en un sello que autoriza a quienes lo utilizan a cualquier destino político. Eso va necesariamente al fracaso y a la frustración. El rumbo de las gestiones por la unidad solamente puede estar apoyado en la comprensión de que el destino del país no se va a jugar en octubre de 2019 sino que se está jugando ahora. En la calle y en el Congreso. En la combinación entre movilización popular rebelada contra el ajuste descargado bajo la bendición y el monitoreo del FMI y una clara y terminante oposición legislativa a todo cuanto apunte a darle sustento legal al saqueo que está en marcha. La unidad –del peronismo y de toda la oposición- solamente será creíble si es práctica presente y no solamente retórica proyectada hacia el futuro. Es la unidad pensada como instrumento político del pueblo para cerrar paso al catastrófico rumbo que esta segunda Alianza le está dando a la política argentina. Es la unidad como herramienta para que podamos encontrar una forma pacífica para resistir hoy ese rumbo y preparar su diametral transformación en las seguramente duras condiciones que la irresponsabilidad de los actuales gobernantes habrá creado para un futuro gobierno.

Unidad sin proscripciones internas. Unidad de todas las fuerzas populares capaces de confluir, sin sectarismo ni macartismo. Unidad con un programa de emergencia para la reparación y con estrategias comunes para reconstruir lo destruido. Unidad que transmita confianza y esperanza. Que reivindique la política frente al desencanto que deja este episodio de soberbia y abuso de la confianza popular perpetrado desde diciembre de 2015.

 

Buenos Aires, 12 de junio de 2018

Politólogo, periodista y profesor universitario.

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