Papá Coco, capítulo dieciséis del folletín “LA CARRIÓ – Retrato de una Oportunista” – Por Carlos Caramello

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Papá Coco, capítulo dieciséis del folletín “LA CARRIÓ – Retrato de una Oportunista” – Por Carlos Caramello

En el capítulo 16 de la biografía incómoda de Elisa Carrió, se aborda la figura de su padre, Rolando “Coco” Carrió, un personaje simpático, con ese aire displicente de quien tiene el perdón concedido por el poder del dinero y las relaciones familiares y políticas, que abrazó la difícil tarea de ser heredero.

Por Carlos Caramello*

(para La Tecl@ Eñe)

«A los padres de familia verdaderamente felices

no se los encuentra con frecuencia en los bares»

Beato Adolfo Kolping

Nacido en “Quitilipi City”, como a él le gustaba nombrar a ese pedacito casi propio de la provincia del Chaco; niño bien, pero para nada pretencioso ni engrupido; amiguero; espléndido; buen cantor, padre amoroso casi siempre, marido de a ratos… Lilita lo recuerda con ese amor que alguna vez la llevó a admitir que iba a ser presidenta en nombre de su “complejo de Edipo”.

Él era el heredero, pero no quería eso: él quería ser feliz. A mí me enseñó que la vida es una fiesta. Y que si no es una fiesta hay que vivirla como tal. Nosotros hasta nos reíamos en los velorios. Mi papá nunca se compró ropa, él usaba la ropa de todos los muertos del pueblo. Un día hizo un desfile para las viudas en el aniversario de tres muertos, y las mujeres no paraban de llorar. Era desopilante”, memora y la palabra desopilante es lo menos que se nos puede venir a la cabeza. Pero hay un dato más detrás de la anécdota y es la política. En el Edipo declarado de Elisa no hay otro deseo que el del poder político… y está muy bien. El problema no pasa por cómo se los trasladó “Coco” Carrió. El problema es cómo lo entendió ella. Y cuándo.

Porque cada vez que puede, aclara que, de chica, a ella, igual que a la familia de su madre, no le gustaba la política. Es más, le echaba la culpa de haberle “robado” a su padre. “Él hizo de nuestra vida una historia. Hizo un cuento de cada desayuno, de cada almuerzo, de cada tarde

Y va más allá de lo que algunos memoriosos de los años post Libertadora puedan recordar. Como un tal Carlos Sabio, un profesor de Lengua y Literatura oriundo de Quitilipi, quien dice que, cuando tenía 14 años, vio a los hermanos Coco y Yayo Carrió (padre y tío de Lilita) “arrancar el busto de Perón y Evita con un tractor”. Este hecho vendría a demostrar, según este profesor, que lo de Elisa es, básicamente, un “odio de clases hereditario”.

Fui testigo en mi casa, ya que mi padre era compañero de juergas de los hermanitos Carrió, de un acuerdo para destituir al director de la escuela secundaria del pueblo, el gordo De Jesús, y el argumento a utilizar era demostrar que estaba afiliado al peronismo”, redondea este profesor de Lengua que, evidentemente, es afecto a honrar su profesión.

Y suma a su relato, algún dato más. “La familia Carrió era conocida como ´Los Cubos´ porque siempre caían parados. El abuelo de Lilita, don Pancho Carrió, era cuando menos filoperonista, razón por la que se le había acordado la concesión de la estación de servicio YPF (…) Los dos hermanos Coco y Yayo eran radicales del Pueblo que, como perdieron las elecciones con Frondizi, fragotearon con los cuñados desde el primer minuto. Yo fui testigo de algunas reuniones porque, como era chico, no me consideraban peligroso. Las reuniones se realizaban en la casa del Dr. Emilio Federico Rodríguez, quien fue candidato a vicegobernador por los radicales del pueblo en 1958 y era cuñado de los hermanos Carrió”.

Sin intentar enmendarle la plana, el “filoperonismo” al que se refiere Sabio, ha sido largamente desmentido por Elisa. Según ella recuerda, su abuelo era conservador. Y no entendía bien cómo sus hijos habían salido “tan radicales”. Lo que sí es cierto que entre radicales y peronistas de ese entonces había una relación que excedía la convivencia democrática. Ferdinando Pedrini -hijo de una tradicional familia Justicialista- era el “mejor amigo” de Coco. Lo que no impedía que se hicieran algunas jugarretas como aquella anécdota de “los indios peronistas”. Al parecer, Coco fue con un camión, durante un comicio, a buscar a un grupo de pobladores originarios de ideología peronista, para llevarlos a votar. Engañados, claro, se subieron al vehículo y Coco los llevó a un galpón y los tuvo encerrados hasta la seis de la tarde, cuando cerraron todas las mesas.

Pero, más que en las historias de los Carrió, hay que adentrarse en la de Rolando, “Coco” para todo el mundo. Desde muy temprana edad había abrazado la difícil tarea de ser heredero. Trabajada “de hijo”, como muchos recuerdan, porque su madre lo había criado como a un príncipe y él se lo había creído. Y había descubierto, además, que la mayor cualidad del príncipe era “no saber hacer nada” (condición esta que trasmitiría a Lilita, de quien, en su familia se recuerda, no servía “ni para sacar el hielo de la heladera”… y no era una metáfora).

Educado en un colegio inglés de Buenos Aires (en donde sólo se podía hablar la lengua de Shakespeare, lo que hizo que manejara perfectamente el idioma), vivió su adolescencia y su juventud en la conciencia absoluta de que lo esperaba una estancia, una estación de servicios y varios negocios más que tenía su padre.

Hizo un intento de estudiar veterinaria en La Plata (donde, según recuerda su hija, viajó junto a su primo Genaro Carrió que se recibió de abogado con honores y, a la postre, resultó juez de la Corte Suprema de Alfonsín), pero su paso por la universidad fue más una fiesta llena de noches juerga, de tardes de hipódromo y de mucho, pero mucho tango porque, el hombre, era un gran cantor. “Mi papá cantaba en inglés, en guaraní y en castellano” recordaría muchos años después su hija mimada.

Simpático, con ese aire displicente de quien tiene el perdón concedido por el poder del dinero y las relaciones familiares y políticas, armó una familia con Lela pero sin dejar de “hacer su vida”. Decía que era “poco salidor… y menos volvedor” y eso era una verdad constatable. Se lo recuerda porque avisaba que iba a comprar el diario y volvía una semana después, como quien de verdad había tardado 20 minutos.

Mi papá fue un ser inmensamente irresponsable que dilapidó una fortuna -recuerda Elisa Carrió en el libro de Garrone y Rocha-. Pero, como contrapartida, vivió como quiso. Me decía: ´Si yo tuviera dos vidas, en una haría lo que quiere tu mamá y en la otra, lo mío. Pero como tengo una sola, hago lo que quiero´”. Pero a ella, a Lilita, siempre la trató como una princesa. Cuando tenía dinero -al parecer la plata  en el bolsillo le hacía cosquillas- le compraba vestidos, revistas de moda, le hacía regalos. “Siempre desayuné en la cama porque, si no, no me levantaba -sigue, la chaqueña, con su recuerdo- y él siempre estaba ahí para mimarme y consentirme. Hasta me daba la comida en la boca. Me decía ¨Locha¨, porque le recordaba a una amiga que era muy simpática y hablaba con todo el mundo pero era tan fiaca que era incapaz de sacarle el hueso a la carne para cocinar”.  Lo que se hereda no se roba, dice un viejo refrán, y Elisa había aprendido del “Príncipe Coco” a ser una buena para nada: no ayudaba en las tareas hogareñas, no comía fruta si no se la pelaban, ni siquiera encendía la radio ni el televisor. “Con él descubrí que las reinas son inútiles y que, si una se declara reina todos los demás se convencen de tu condición y no te piden más nada”.

Las “escapadas” de Coco se prolongaban. Las noches en el bar “El Chocolatín”, cantando. Los días en el café “La Estrella” discutiendo de política. No es que fuese mujeriego: era amiguero. Charla, whisky, tangos y chamamés hasta la madrugada. Su cargo de concejal en Quitilipi le dio, además, la justificación perfecta. Ahí se iba “a trabajar” y volvía, por ejemplo, el domingo, a las seis de la mañana, un poco en copas, a los gritos, con un paquetazo de chipá para desayunar con la familia.

Cierta vez, vendió una camioneta y se fue a Buenos Aires a “hacer un negocio”. Dos meses después (sin haber dado señales de vida) llamó a su mujer como si nada. Enojadísima, Lela ni lo escuchó y le colgó. Al rato volvió a sonar el teléfono: era el doctor Arturo Umberto Illia, ex presidente de la Nación, intercediendo por Coco y consiguiéndole un salvoconducto para volver a su casa.

Pésimo administrador, excelente derrochador, cuando su padre murió se hizo cargo, junto a su hermano de las empresas familiares… y las fundió. Algunos dicen que fue, además, un magnífico vendedor de seguros de “La Chaco Argentina”: su carácter, su afabilidad, su don hacían que pocos se negasen a comprarle algún paquete. Pero la empresa quebró y la economía familiar empezó a depender casi exclusivamente de Lela.

Podría decirse que, además de mal administrador, no tenía suerte para los negocios. “Mi papá era un error capitalista”, lo define su hija preferida. Pero fue un acierto como bon vivant. Y un político querido por sus pares. Tanto que Raúl Alfonsín impulsó la presencia de Elisa en la lista de Constituyentes de la provincia del Chaco por su amistad y cariño con Coco.

El tiempo que tardaban en curar las heridas producidas por un accidente callejero, cuando fue atropellado por un automóvil en la esquina de su casa, llevó a los médicos a realizarle algunos estudios que indicaron que Coco padecía de un cáncer de riñón y que se había extendido en metástasis. Por eso no pudo acompañar a Lilita cuando juró como constituyente pero siguió atentamente todo el desarrollo de la Convención.

Como si hubiese esperado ese momento político de consagración de su hija, el 13 de octubre del mismo año murió en su casa, en su cama, tomado de la mano por Lela y sus dos hijos varones. Durante el entierro se entonó “El Carrero Cachapecero”, un chamamé que era algo así como su más grande éxito, sobre todo porque lo cantaba en inglés y en guaraní.

Buenos Aires, 4 de diciembre de 2022.

*Licenciado en Letras, escritor, periodista y analista político.

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