Raúl Zaffaroni luego de husmear un viejo expediente, producto del empeño por tratar de recuperar un documento histórico sobre el asesinato de León Trotsky, nos sumerge en una inquietante impresión, que es a la vez interrogación: si bien lo que todos sabemos sobre el asesinato de Trotsky es indiscutible, ese todo no es todo.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
El 20 de agosto de 1940, Ramón Mercader del Río Hernández, mientras Trotsky le daba la espalda, le clavó una piqueta en el cráneo y, aunque no lo mató de inmediato, porque le dio tiempo a morderle la mano y a ordenar que no lo matasen, le provocó la muerte. Mucho se ha escrito sobre esto, a veces con muy buena información y hasta vuelo literario, por lo que no volveremos sobre lo que es por todos conocido.
También se sabe que tres meses antes, el 24 de mayo del mismo año, Trotsky había sufrido otro atentado del que salió ileso por milagro, pero mataron a uno de sus asistentes. Cualquiera que visite hoy la casa de la calle Viena en Coyoacán, podrá ver en una pared la marca de las balas de ese atentado. Todos sabemos también que Mercader era un agente del estalinismo.
La pregunta que me formulo ahora es producto del empeño por tratar de recuperar un documento histórico y, a la vez, rendir un justo homenaje, lo que no conseguí, pero mucho después y por curiosidad, me puse husmear un viejo expediente y –sinceramente- creo que si bien lo que todos sabemos es indiscutible, tengo la fuerte impresión de que ese todo no es todo.
La historia comenzó hace mucho, cuando daba mis primeros pasos en criminología con Alfonso Quiroz Cuarón (1910-1978) en la Universidad Autónoma de México. A través del maestro Quiroz conocí también a otro personaje de la intelectualidad mexicana de esos años, José Gómez Robleda (1904-1987) y, aunque tuve menos trato, en las reuniones de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, a Raúl Carrancá y Trujillo (1897-1968), distinguido penalista y profesor de la UNAM. Los tres nombres están vinculados al asesinato de Trotsky: Carrancá y Trujillo fue el juez de Coyoacán que investigó el hecho, Quiroz y Gómez Robleda fueron los peritos a los que el juez encargó un estudio criminológico sobre la personalidad de Mercader, que le elevaron seis meses después con una extensión de 1332 páginas.
En las sentencias se citan párrafos de ese estudio y el propio maestro Quiroz dio cuenta de algo de su contenido en un libro publicado en 1965 (Alfonso Quiróz y Samuel Maynez Puente, “Psicoanálisis del magnicidio, Editorial Jurídica Mexicana).
Hay datos interesantes en la síntesis que aparece en ese libro, que está lejos de presentar a Mercader como un enfermo psiquiátrico. Fue la primera vez que se llevó a cabo en México un estudio electroencefalográfico de un delincuente, para descartar epilepsia y lesiones cerebrales, y también en que se usó el polígrafo, verificando que Mercader sabía ruso, lo que negaba rotundamente. Es curioso señalar que también se hicieron estudios histológicos de la corteza cerebral de Trotsky por parte del Dr. Isaac Ochoterena, que mostraron que estaba en pleno vigor intelectual, sin mácula de aterosclerosis.
En cuanto a Mercader, del estudio resulta que se trataba de un neurótico, eximio fabulador, ocultador. Lo diagnostican como un sujeto no ordinario, que considera que logra un fin elevado matando y conservando la categoría de un hombre moral que, después de lo que llama “el hecho”, no se considera un asesino, no manifiesta arrepentimiento y se cree poseedor de habilidades excepcionales. El peritaje abunda en consideraciones psicoanalíticas freudianas y, todo indica que dio en la tecla, con datos que el tiempo confirmaría: atribuyen el hecho a un fuerte complejo de Edipo.
Se destaca que la mayor satisfacción psicológica de Mercader fue ocultarse bajo un nombre prestado. Había ingresado a México con un pasaporte canadiense a nombre Frank Jacson, adulterado sobre el original de un tal Babich, estalinista desaparecido en la guerra española, pero decía llamarse Jacques Monard y ser belga. En su indagatoria inventa una supuesta autobiografía que es un verdadero delirio: hijo de un conde diplomático belga, con carrera militar, etc.
En 1950, el maestro Quiroz asistió al primer congreso internacional de criminología de la posguerra en París, presidido por Dannedieu de Vabres, juez francés de Nürnberg, y de allí se fue a España, llevando las fichas dactiloscópicas de Mercader. México no tenía relaciones con el régimen franquista –pues siempre siguió reconociendo al gobierno republicano en el exilio-, pero Quiróz hizo contactos policiales en privado y la policía catalana de inmediato identificó a Mercader. Así se pudo saber quién realmente era e incluso quién era la terrible Yocasta que confirmaba el Edipo del peritaje de diez años antes. A todo esto, Mercader estaba cumpliendo su condena de veinte años en Lecumberri y recibía la comida del restaurante “Prendes”, uno de los más lujosos de México en ese tiempo, sin que nunca se supiese quién la pagaba.
El peritaje famoso no está publicado. Pensé que era necesario hacerlo y me empeñé en lograr una copia, que lamentablemente no conseguí, pues en la fundación a la que donó su biblioteca el maestro Quiroz no aparece. Nadie me supo dar cuenta y la tarea queda pendiente hasta ahora a los mexicanos.
No obstante, con motivo de esa búsqueda, me proveyeron de algunas fotocopias del expediente y otros materiales, entre ellos el “Testimonio de constancias complementario al incidente de libertad por desvanecimiento de datos promovido a favor de la procesada Sylvia Ageloff Maslow”, o sea, de 200 fojas de declaraciones y providencias que se tomaron en cuenta para confirmar en segunda instancia el sobreseimiento de esta mujer.
Por mera curiosidad, porque era algo que no buscaba y que guardé casi con desgano, me dediqué una tarde a leer esas fotocopias con la experiencia de unas décadas de juez penal. La tradición dice que Sylvia, concubina de Mercader, hija de rusos pero norteamericana y que declaraba en inglés mediante traductor, fue un instrumento de Mercader. Incluso declara a su favor la propia viuda de Trotsky, como también otras personas cercanas y Mercader insistentemente recalca que ignoraba todo acerca de su plan criminal, “haciéndose cargo”, como se dice en la jerga más o menos marginal.
La mujer no era realmente muy cercana al matrimonio, pero le dispensaban confianza. Tampoco era la secretaria, sino una colaboradora ocasional. Era una graduada (“Master of Arts”) en psicología en Columbia. Su relación con Mercader era anterior, habían andado juntos por Europa y New York, vivían en el mismo hotel en México. No tenía claro de qué vivía su concubino, incluso le había dado una dirección aparentemente falsa de su trabajo, pero por curiosa coincidencia, era un edificio en que alquilaba una oficina alguien que había participado en el primer atentado.
Carrancá la procesó, estuvo en prisión preventiva y, después de cambiar de defensor -porque los primeros renunciaron- fue sobreseída en diciembre de 1940. El agente del ministerio público apeló el sobreseimiento y no parecía estar nada convencido de la inocencia de la mujer.
La verdad es que, leyendo las declaraciones, tampoco lo estoy. Me parece increíble que una psicóloga de Columbia conviva con un sujeto, crea que su madre le envía sumas enormes de dinero (algo así como 10.000 dólares en la época, lo que era una suma suficiente para comprar un respetable inmueble) en medio de la guerra, no sepa de qué negocios se ocupa su concubino, observe que no repara en gastos y frecuenta lugares lujosos, que le pase por alto que éste se está granjeando la confianza de los custodios de la casa para entrar y salir sin ser molestado, que no caiga en la cuenta de su condición de fabulador, que no le haya preguntado con más detalle sobre su delirante biografía, que no le alarme que entre al país con un pasaporte falsificado, que luego del primer atentado Mercader hubiese hecho un viaje a New York, del que regresó muy desmejorado, más nervioso y sin dar razón de eso.
Todo indica que ese nerviosismo provenía de que le habían reclamado por su ineficacia; la viuda de Trotsky sospechaba que había participado en el primer atentado. Tengamos en cuenta que Yocasta permanecía en la URSS. El agente les costaba muy caro y no era efectivo; a Yocasta la desilusionaba y la ponía en aprietos.
Sylvia –la inocente- a la hora del atentado estaba en el centro de la ciudad, el hecho fue en Coyoacán y ella estaba en San Juan de Letrán (hoy Lázaro Cárdenas) y Madero, con un matrimonio de la confianza de los Trotsky, mostrando nerviosismo y buscando aparentemente a Mercader en forma desesperada ante testigos insospechados; sería una inmejorable coartada, sin duda.
A lo largo de todas esas actuaciones el empeñoso fiscal, Lic. Francisco Cabeza de Vaca, formula preguntas muy precisas y apela el sobreseimiento, parece estar empeñado en que se la investigue más. Con estos elementos, sinceramente, de haber sido el juez, no la hubiese sobreseído, coincidiendo con el fiscal, pero no se trata únicamente de mi impresión debida a la lectura curiosa del expediente, sino que hay algo más. Sabiendo que estaba en la búsqueda del peritaje y andaba revolviendo con ese motivo los papeles del caso, un nieto del fiscal me invitó a tomar un café y me contó una leyenda familiar. Se cuenta en la tradición familiar que, un buen día de esos meses, el abuelo llegó a su casa, entró, dijo “me mataron”, cayó en un sillón y murió.
No cabe duda acerca de que Mercader era un agente de Stalin, pero después de leer las 200 fojas y de escuchar la leyenda familiar, lo que no me queda claro es si era sólo Stalin quien tenía interés en eliminar a Trotsky, o si también éste molestaba a otros, o si otros estaban por convenir algo con Stalin y le prestaron alguna ayuda.
No soy historiador, sólo un curioso que leyó demasiados expedientes, pero que se puso a husmear uno que no era precisamente lo que estaba buscando.
Buenos Aires, 27 de agosto de 2020
*Profesor Emérito de la UBA
1 Comment
Gracias Zaffaroni por este documento que abre un mayor interés por cómo se organizó el asesinato de Trotsky, por supuesto sabiendo que el autor ideológico fue Stalin.