En la violencia extrema actual del denominado triángulo centroamericano, que integran El Salvador, Honduras y Guatemala, no puede omitirse la estrecha vinculación de los delitos violentos con la circulación de una de las mercancías prohibidas más codiciadas del mundo.
Por Rodrigo Codino*
(para La Tecl@ Eñe)
En El Salvador, Honduras y Guatemala, la situación de las prisiones es objeto de fuertes cuestionamientos por violaciones a los derechos humanos que se traducen en muertes, torturas, tratos degradantes y hacinamiento.
Hágase justicia, aunque el mundo perezca reza una oración escrita en la entrada de la cárcel de Comayagua, ciudad que fue la capital de Honduras en el esplendor de las Provincias Unidas de Centroamérica. El noble sentido atribuido al adagio latino Fiat justitia et pereat mundus en el siglo XVI, poco tiene que ver con lo que puede significar actualmente esta frase en las prisiones que reciben cientos de miles de detenidos en esta parte del mundo.
En este mismo sitio, hace algo más de una década, murieron calcinadas más de trescientas cincuenta personas dando lugar a la mayor tragedia en un penal Honduras. Por este hecho fueron condenados el director del establecimiento y otros responsables que debían velar por las vidas de los alojados en este centro penitenciario, pero se ocuparon más de proteger las inmediaciones del edificio que de salvaguardar la integridad de quienes encerrados eran alcanzados por las llamas y cuyo destino estaba tan sellado como las puertas de sus celdas
Once años más tarde, más de cuarenta mujeres detenidas murieron quemadas y otras, por proyectiles de armas de fuego, en otro centro penitenciario a las afueras de Tegucigalpa, situación que le costó la dimisión al ministro de seguridad y causó la conmoción de la comunidad internacional que observó con preocupación lo que venía ocurriendo en las prisiones hondureñas hacía tiempo.
En 2015, en una granja penal de Guatemala, situada en las proximidades de la capital, se produjo la muerte de diecisiete detenidos -presuntamente motivado en un enfrentamiento entre pandilleros-, lo que elevó a cuarenta la cifra de homicidios intramuros en ese año en las cárceles del país.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió en varias oportunidades los hechos de violencia y muerte que con repetición ocurrían en las prisiones guatemaltecas y exigió que se tomaran medidas para garantizar el derecho humano a la vida y la integridad de las personas privadas de libertad.
En 2022, la sobrepoblación carcelaria en este país alcanzó cifras espeluznantes que afectaron gravemente las condiciones de detención de sus reclusos. Mientras que la totalidad de los centros penitenciarios en Guatemala fueron previstos para alojar a cerca de siete mil detenidos, las personas privadas de libertad llegaron a casi veinticinco mil, de las cuales más de un 45% se encontraba en prisión preventiva, o sea, casi la mitad no había tenido sentencia firme, lo que indica que en los procesos penales el encierro es la regla.
En El Salvador -al igual que en Honduras y en Guatemala- la situación de las prisiones es objeto de fuertes cuestionamientos por violaciones a los derechos humanos que se traducen en muertes, torturas, tratos degradantes, hacinamiento. Ésta se agravó, en los últimos años, por la política criminal llevada adelante por el presidente Nayib Bukele -recientemente reelecto para un nuevo mandato- que impuso, desde el 2022, un encierro masivo de personas nunca antes visto en la región.
En 2019, como antecedente de esta política, el Plan de Control Territorial sirvió de excusa para declarar la emergencia en los centros penales con aislamiento de los detenidos y prohibición de visitas. En esa oportunidad se señaló que la mayoría de los homicidios intencionales que se cometían en este país, entre ellos contra la Policía y el Ejército, se ordenaban desde las cárceles por miembros de las pandillas.
En marzo del año siguiente, se ordenó una nueva emergencia en la que las autoridades penitenciarias dispusieron otra vez un aislamiento de pandilleros detenidos por tiempo indeterminado. Al mismo tiempo, Bukele manifestó públicamente que todos los presos debían permanecer en un encierro absoluto en sus celdas, incomunicados las veinticuatro horas del día y sin que ni un rayo de sol pudiera alcanzarlos.
Dos años más tarde, el presidente de El Salvador envió al Congreso un proyecto de ley que tenía como objeto medidas para garantizar la seguridad de los ciudadanos frente a los hechos de violencia. Dicha ley, sancionada por la Asamblea Legislativa, estableció un estado de excepción en el país, que aún rige a través de prórrogas interminables, en el que se suspenden garantías constitucionales, entre ellas, la presunción de inocencia y el derecho de defensa, la libertad de reunión y asociación, la inviolabilidad de la correspondencia o la prohibición de intervenciones telefónicas sin autorización judicial.
Durante este estado de excepción, el gobierno salvadoreño construyó el Centro de Reclusión Antiterrorista (Cecot), la prisión de máxima seguridad más grande del continente, con capacidad para albergar a cuarenta mil personas.
En este período, que lleva casi dos años de vigencia, la cifra de detenidos estremece: cerca de ochenta mil personas se encuentran privadas de libertad en El Salvador, lo que equivale al 1% de la población del país.
Estos países centroamericanos, con cifras exorbitantes de homicidios intencionales, son algunos de los más violentos del mundo conforme datos provenientes de organismos de Naciones Unidas.
Las víctimas de estos hechos en esta región, en la que la pobreza y desigualdad social es estructural, impacta por sus cantidades pues sin existir conflictos bélicos estas muertes representan una continuidad sin interrupción de aquellas masacres, matanzas o genocidios que ocurrieron durante los regímenes dictatoriales del siglo pasado.
En la violencia extrema actual del denominado triángulo centroamericano, que integran El Salvador, Honduras y Guatemala, no puede omitirse la estrecha vinculación con la circulación de una de las mercancías prohibidas más codiciadas del mundo. Hacer referencia a la cocaína deviene inevitable para comprender este fenómeno que no es novedoso pero que se profundiza en sus consecuencias.
Conviene recordar que la guerra contra las drogas impulsada desde Estados Unidos bajo los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush en los años ‘80 y ‘90 del siglo pasado, creó el escenario más favorable para la intervención militar de ese país en nuestro continente, como también facilitó la incursión de una agencia de procederes y financiamiento dudosos que había sido fundada durante la presidencia de Richard Nixon en 1973: la Drug Enforcement Administration (DEA).
Las toneladas de cocaína que circulan en Centroamérica hacia Estados Unidos, desde hace más de treinta años, con la consecuente violencia que desata en estos países, guardan relación con los cambios que ocurrieron respecto a quienes monopolizaban la producción y transporte en los países andinos como de aquellos que podían servir de intermediarios en América Central con la finalidad de asegurar que esta mercancía llegara a destino.
El derrocamiento del presidente Manuel Antonio Noriega, causado por la invasión militar norteamericana en Panamá, la muerte de Pablo Escobar Gaviria y el encarcelamiento de los hermanos Rodríguez Orejuela en Colombia, produjeron que el comercio y la distribución de cocaína se transformaran. A ello se sumó, además, el fracaso del Plan Colombia que consistía en la erradicación -con la asistencia económica y militar norteamericana- de cultivos ilícitos de coca.
Este nuevo contexto internacional fue propicio para que actores de otros países pasaran a ser los protagonistas: por un lado, el control de la actividad principal de la cocaína recayó en manos de organizaciones de México; por otro, el 70% de lo que se producía en Colombia con destino a los Estados Unidos transitaba ahora por Centroamérica, principalmente por Honduras, El Salvador y Guatemala, antes de llegar al país azteca.
Desde esta época, entonces, cobraron relevancia en el tráfico de cocaína a quienes se los indica como responsables casi exclusivos de la extrema violencia en estos países: la mara Salvatrucha (MS13) y la mara Barrio 18 (B18).
Sin embargo, la duda conduce necesariamente a pensar que sin otros partícipes este negocio sería dificultoso en cualquier país. El entramado indispensable para poder llevar a cabo un traslado de tal envergadura sería imposible sin la complicidad, entre otras, de las fuerzas de seguridad policiales, militares o penitenciarias, según sea el caso.
Cabe resaltar, por otra parte, que la sospecha recae sobre otras esferas que requieren una organización de algún modo sofisticada: podrían estar involucradas personas que integren organismos públicos como también quienes participen en algunas empresas privadas nacionales o trasnacionales
Ha de señalarse, asimismo, que los delitos vinculados al narcotráfico son tan complejos que las acciones criminales son diversas, múltiples y comprenden desde la fabricación, transporte, facilitación, comercialización hasta el contrabando, lavado de activos, enriquecimiento ilícito, etc.
Por la importancia global que representa esta economía paralela que mueve miles de millones de dólares por año, deviene demostrativo indagar algunos aspectos sobre los poderosos intereses que se encuentran por detrás del polvo blanco. La afirmación de que la cocaína andina es un commodity mucho más lucrativo que el litio o que el petróleo, no hace más que indicar la dificultad para abordarlos.
A contrapelo de lo que se sostiene y difunde públicamente en cuanto al éxito que tiene una mayor represión y persecución penal estatal, la realidad muestra que en la lucha contra la cocaína las virtudes no existen.
Las muertes intencionales en la región no cesan de aumentar intra o extramuros; miles de personas encarceladas siguen siendo insuficientes para asegurar una distribución pacífica para aquél que pretenda manejar los hilos del negocio; se requieren medidas cada vez más extremas para garantizar el lucro que va cambiando de manos.
La economía subterránea que se expande año tras año en los países de nuestra región puede ser más significativa que los ingresos que recaudan los propios Estados para su funcionamiento, e incluso, puede poner en crisis la gobernabilidad de un país.
Esta situación permite vislumbrar el momento en que se echa mano del poder punitivo, que hace su aparición triunfal con discursos de mano dura como si fuera el único remedio eficaz para una enfermedad terminal.
Muchas veces el sistema penal se invoca como solución para acabar con la violencia delictiva que se les atribuye exclusivamente a organizaciones criminales, con omisión de la necesaria complicidad de agentes estatales o personas de la actividad privada; otras, ocultarse -voluntaria o involuntariamente- que servirse de aquel puede ser útil para los intereses de quienes pretenden quedarse con una parte de los beneficios poniendo fin a una competencia o a un monopolio en el tráfico ilegal de cocaína.
Según la ONU, el aumento de la producción, de la distribución y del consumo es récord absoluto actualmente en toda América; los países productores son tres: Bolivia, Perú y Colombia; las incautaciones en crecimiento, en casi todos los países, no obstaculizan la circulación en expansión; el triángulo centroamericano sigue siendo una de las principales vías por las cuales transita el oro blanco que llega a los Estados Unidos, primer consumidor mundial.
Los datos que surgen del Informe Mundial sobre la cocaína (2023) contrastan con el éxito de la política criminal de la que hace gala el presidente Bukele y los funcionarios de su gobierno.
Cabría preguntarse, entonces, en un país militarizado como El Salvador, quiénes son aquellos que transportan la mercancía prohibida sin ser alcanzados por el encierro estatal, si las fuerzas de seguridad desplegadas por todo el país forman parte de esta estructura criminal, si reciben los beneficios de las regalías obtenidas por la distribución hacia algún país fronterizo, de tránsito o de consumo final o acaso, por la venta en el mercado local.
Quizás deberíamos reflexionar seriamente sobre un modelo que se señala exitoso, advirtiendo que: a) priva de libertad al uno por ciento de la población de un país; b) suspende garantías constitucionales por tiempo indeterminado; c) permite encarcelamientos por meras sospechas; d) aumenta la circulación de un alcaloide prohibido por la misma geografía; e) bajo otras manos que controlan la distribución de cocaína alcanza mayor volumen; f) nuevos actores escapan a la persecución punitiva con protección estatal; g) la prisión aglutina grupos humanos que se seleccionan por su pertenencia a sectores sociales previamente determinados ; h) aumenta el valor de la mercancía por la amenaza penal que pesa sobre hipotéticos competidores; i) se utilizan judicialmente como sinónimos, definiciones jurídicas imprecisas tales como el terrorismo y el narcotráfico para justificar encierros; j) el sistema de administración de justicia sirve de instrumento de legitimación por defecto al enriquecimiento sin causa o al lavado de dinero; k) la liquidez monetaria ilícita permite solventar gastos con fondos que evitan por su misma naturaleza ser fiscalizados; l) la prohibición de la cocaína favorece el florecimiento de una economía paralela cuyo volumen es muchas veces superior a los ingresos de los propios Estados; ll) existe un serio riesgo para la salud de los consumidores si se altera la calidad del producto para obtener ganancias a menor costo.
Tal vez, frente a los innumerables interrogantes que nos surgen, podríamos enunciar el anhelo para que esta inexorable tragedia humana a la que asistimos se detenga a través de una mirada consciente de lo que se abate sobre la población latinoamericana.
Solo tenemos una certeza: no habrá ninguna pena que alcance a silenciar la crítica hacia este modelo punitivo que propicia con fervor que perezca el mundo, o al menos una porción de los que habitan en él.
Buenos Aires, 29 de febrero de 2024.
*Doctor en Ciencias Penales. Docente de la Universidad Nacional de Avellaneda y de la Universidad Nacional de Buenos Aires.