Metempsicosis, dialéctica y metamorfosis – Por Grupo editor de El ojo mocho*

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Metempsicosis, dialéctica y metamorfosis – Por Grupo editor de El ojo mocho*

Todo lo que perdemos ¿en efecto lo hemos perdido? Y lo que nombramos en ausencia ¿puede atisbar la totalidad de lo que ya aconteció?

Horacio González ha muerto. El dolor que sentimos no lo habíamos experimentado jamás ni se nos quita con nada. Sin embargo, Horacio González es ahora, para nosotros, eterno. Lo nombramos sabiendo que no volveremos a hablar con él. Sentimos un desamparo irreversible porque ya no nos mira ni nos escucha. Pero al nombrarlo, al leerlo, al recordarlo e, incluso (o más aún), al dar una clase en las materias que de él heredamos (en las aulas o en la calle), al escribir para discutir, al jugarnos a propiciar una reflexión en cualquier situación por terrenal que pueda parecerle al mundo de las ideas, Horacio está. Su método para enhebrar tradiciones de pensamiento y obligarlas a revolcarse en el suelo -lo ha dicho en uno de los primeros libros que leímos, La ética picaresca– fue el de la glosa. Y la glosa, en sentido contrario al de los mecanismos de citación burocráticos, despatrimonializa los conceptos, relativiza autorías y vuelve universal al conocimiento. La ilustración será cosa del Pueblo o no será cosa de nadie. Ésa es su primera lección y todas las demás le tributan. Sus libros, sus artículos y sus intervenciones públicas son variantes, traducciones y metáforas de esa proposición fundamental. Aun quienes no saben que están hablando de Homero o del Lazarillo de Tormes, de Sarmiento o de Emerson, de Arlt o de Blanqui, de Martínez Estrada o de Cooke, de Evita o de Borges, de Lucía Miranda o de Lawrence de Arabia; aun quienes no saben que hablan de ellxs, decíamos, están hablando de ellxs. La memoria de esas figuras, de sus textos o de los textos que las abordan vive menos en el secreter del intelectual con dedo en la sien que en lxs estudiantes de curiosidad impertinente, en lxs obreros ladrilleros, en el tachero parlanchín, en los mozos de los cafetines, en la trabajadora textil y en la conductora del subterráneo cuando el saber que llevan en la punta de los dedos se dobla sobre sí para volverse pregunta por los cimientos de la cultura, por los hilos del texto nacional o por la marcha de la historia universal.

Del mismo modo, glosaremos a Horacio de aquí en adelante. Cuidaremos de no convertirlo en objeto de estudio ni lo citaremos entrecomillando. Horacio es ya la materia impalpable de nuestros pensamientos y hasta cuando no hablemos de él, estaremos mentándolo. Dijimos “impalpable” y nos consta que es palabra que utilizó en más de una ocasión: tal recuerdo de Carri –dice en el prefacio al Isidro Velázquez– es como el azúcar impalpable: no logro tocarlo pero sé que compone la materia caprichosa de mi memoria y es así por fin detectable; tal olvido en la sinopsis de una metamorfosis ovidiana –dice en La crisálida– es perdonable: aquella parte que se resistió a ser comentada brilla como la verdadera sustancia textual, con un fulgor impalpable aunque presentido. Así entonces, el recuerdo, el olvido y lo que entre ellos esté abarcado, están hechos de material impalpable. Horacio raspa piedras filosofales de todos los colores y extrae de ellas el polvo imperceptible que proyecta sobre cada autor que leyó, cada compañerx junto al cual militó y cada artista que consideró; derrama su polvo de proyección sobre el mundo compartido, pues, y deja al descubierto al menos tres cosas: que a pesar de una multitud de ideas, el pensamiento es uno solo; que todxs estamos invitadxs a participar en él; y que por eso mismo pensar es al mismo tiempo una fiesta y una tragedia que no nos ahorrará desgarrones. Pensamiento viviente.

Lo sentimos y experimentamos en estos días a través de la proliferación de evocaciones y testimonios. El legado que deja Horacio tiene la forma de lo inconmensurable. Sin medida, su palabra siempre desbordó los lindes de lo esperable. Por eso la esperábamos como un acontecimiento fundamental para abismar el comprender lo que sucedía. Ningún acontecimiento termina de acontecer hasta tanto no es puesto en palabras. Y Horacio nos las ofrecía con su generosidad característica. Sabiendo también que nunca alcanzan las palabras. Acaso ésa sea la cifra de lo que es la sabiduría. Su honestidad hizo que no hubiera medida sobre la oportunidad de la palabra dada. Su palabra, peligrosa y en peligro, siempre era un desafío para la época. Una palabra desgarrada puede ser inoportuna, pero sólo en su inoportunidad es genuina. Y además se sabe frágil, astillada. En ello también redunda lo inconmensurable.

Hemos tenido la fortuna de conocerlo y ello conlleva para nosotros una responsabilidad: intentar dar lugar y espacio a la palabra inoportuna que, en su modo de ser inconveniente, convenga a los tiempos que vienen.

Como a José Lezama Lima se le ha dicho barroco y él mismo no desalentaba del todo que así lo vieran. David Viñas decía que sus pliegues y repliegues barrocos eran su firme voluntad de escapar a cualquier Inquisición. Quizás el soneto de Quevedo, “Amor constante, más allá de la muerte”, cuyo título inspiró el comienzo de estas líneas, no desentone para finalizarlas.

 

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

 

mas no, de esotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

 

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido,

 

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

*Grupo editor de El ojo mocho (otra vez). Alejandro Boverio, Darío Capelli, Matías Rodeiro. Texto publicado originalmente en El ojo mocho.

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