En esta nueva crónica de POSTALES DEL DERRUMBE, Flavio Crescenzi, con la mirada lírica que ya le es característica, intenta dar cuenta del conflicto que atraviesan los centros de atención a niños con capacidades diferentes. Un texto dividido en tres partes, donde la reflexión política enmarca limpiamente los elementos narrativos.
Por Flavio Crescenzi*
(para La Tecl@ Eñe)
1. Entre mapas y almanaques
Enero es un barco que ha encallado, proa adentro, en los quejumbrosos muelles de diciembre. Es curioso, pero la misma división que hay entre el mar y las orillas es la que advertimos entre el último mes del año y el primero del siguiente; en este sentido, la cartografía tiene puntos de contacto con la nunca bien ponderada confección de fastos y almanaques. En uno y otro mapa aparecemos, islas a la deriva de los días, tristes náufragos del calendario.
El mes pasado, Milei cerró su primer año de mandato con una frase pretendidamente triunfalista: «Estamos cada día más cerca de que la inflación sea poco más que un mal recuerdo». Lo que esta frase no explicaba es que, para que haya bajado la inflación como lo hizo, fue necesario aplicar un shock económico que consiguió que otras cosas también estén a punto de ser solo «un mal recuerdo», como, por ejemplo, los derechos laborales, la movilidad jubilatoria, la salud y la educación públicas, y todo aquello que se encuentre dentro del sinuoso y difamado ámbito de la «justicia social». Sin embargo, los damnificados por esta batería de medidas siguen celebrando, con insano regocijo, que el pan que aún no pueden llevarse a la boca mantenga más o menos el mismo precio que hace meses.
Tal como he intentado señalar en mis anteriores postales, 2024 fue el año del derrumbe, y confieso que yo tampoco pude escapar de su siniestra y brutal onda expansiva. Mientras me quitaba los escombros de encima (actividad que me llevó más de la cuenta), resolví vender el departamento que heredé de mi madre y comprar uno más chico, en un barrio cercano a los lugares a los que mi mujer y yo nos vemos obligados a frecuentar por cuestiones de trabajo. No es mucho lo que nos ahorraremos en viáticos, pero es el único ahorro al que personas como nosotros podemos aspirar en estos tiempos.
El departamento elegido, que es desde donde hoy escribo estas líneas desiguales, fue un amplio monoambiente en la calle Sarandí, a pocas cuadras de Av. Garay. Esto que relataré a continuación es lo que me ocurrió el día que fui a verlo por primera vez, una semana antes de hacer efectiva mi reserva, allá por los inicios de diciembre, mes que acabamos de dejar atrás como a un cadáver imposible de mover.
2. Perros, niños y pájaros
Era diciembre, ya se ha dicho, comienzos de diciembre. El impulso navideño no había alcanzado todavía su altura más insoportable, aunque ya se veían algunos precoces arbolitos en las vidrieras de ciertos locales de la zona. Me dirigía al departamento que me tocaba visitar ese día (por fortuna, ya no quedaban muchos más por ver), en donde me esperaba, muy bien predispuesto, un joven asesor inmobiliario. Todo indicaba que estaba llegando con bastante antelación, así que decidí hacer tiempo recorriendo un poco el barrio. Entonces lo vi. Era un hombre de unos setenta años, casi colorado de tan rubio. Vestía como si recién se hubiera levantado de la cama y la calle fuera el living de su casa. Lucía algo consternado.
Lo saludé y le pregunté algunas nimiedades referidas al vecindario, enrostrándole así las preocupaciones propias de un futuro buen vecino. Al hombre solo parecía interesarle una cosa: los ruidos que provenían de un centro de atención a niños con capacidades diferentes, ubicado a una cuadra de donde nos hallábamos.
«No paran de gritar. Gritan durante todo el día, a intervalos. Para ellos no hay estaciones, no hay treguas de verano. El centro está muy cerca, cien metros más abajo. Cumple las funciones de hospital o guardería, ahí se guardan los monstruos durante un máximo de horas. Claro que están bien atendidos. Claro que es mejor que estén juntos en vez de encerrados en una habitación. Claro que siguen terapias, guiadas por sonrientes celadoras. Pero los gritos…», prorrumpió enajenada y catárticamente.
Me turbó que llamara monstruos a esos niños, más allá de que yo mismo había empezado a escuchar los gritos lastimeros ascendiendo por esa calle añeja y empedrada. No pude evitar que me viniera a la mente la situación financiera de esos centros, sobre todo cuando el Gobierno les había quitado los subsidios que en algún punto los ayudaban a seguir.
«No paran de gritar, desde la primera hora de la mañana, cuando bajan por la calle en filas rotas como dientes disparejos. Los acompañan dos mujeres de mediana edad, hermanas, gorditas, de rostro bondadoso; del micro a la escuela y de la escuela al micro, al atardecer, así uno y otro día. ¿Cómo será la vida de estas dos mujeres entre el atardecer y la mañana del día siguiente? ¿Hablarán de su trabajo, hablarán de los avances y retrocesos de sus monstruos?», retomó ese hombre extraño, cuya aspereza no parecía responder al simple desprecio a lo distinto, sino a un recelo tan antiguo como misterioso.
Era cierto, esos niños gritaban como pájaros. Alguien escribió que, al anochecer, los chillidos de los pájaros están dictados por el miedo ante la inminencia de la postrera oscuridad. Chillan porque creen que, con la noche, vendrá la muerte insobornable. Han vivido mil veces la llegada del crepúsculo y del clarear del nuevo día y, pese a ello, no pueden sacudirse de las alas aquel horror atávico. Quizá, ellos, los niños, gritaban por lo mismo: sin saberlo, estaban seguros de que iban a morir, y esa muerte que no conocían, pero que sí olían y abrazaban, les estrangulaba el corazón cada dos horas.
«Es un hecho científicamente comprobado, los “subnormales” son como los perros: su vida es corta, pues están condenados, y nosotros, con ellos, a verlos morir. Los monstruos tienen una vida corta, y no la comprenden, solo la viven. No pueden engañarse con palabras. No conocen la mentira de creerse, como nosotros, a salvo», concluyó el hombre, más apesadumbrado que al comienzo de sus peregrinos arbitrajes.
Viven poco esos niños, cómo negarlo. Y poco a poco también son requeridos, convocados por un reino de orfandad, para que cumplan su angustioso destino de rebaño. Por aquí baja, todas las mañanas, el río que lleva sus piedras, sus guijarros, pobres barquitos que nunca estarán al tanto del engaño de escribir estas palabras, perros que alargan sus patas en la sombra con el incomprensible rugido de la rueda en sus cabezas. Es así de sencillo, es así de obscena esta necesidad de amor desnudo. Por aquí baja, cada día, el collar enhebrado con el grito de la muerte, tenso y afilado como un alambre de púas. Esa es la verdad, la obscena y desnuda verdad: esos niños no piden otra cosa, y nosotros no sabemos cómo dársela. Perros, niños, torpes pájaros de la noche.
Unos segundos después, el hombre se metió en una de las viviendas de la cuadra. No se despidió. Tan solo se fue, alelado y temeroso, vaya uno a saber a qué secreto rincón de sus delirios. Recién en ese momento me di cuenta de que en la mano llevaba unos papeles arrugados, probablemente manuscritos, y un pequeño libro, cuyo título no pude ver con claridad.
3. Una frase de T. S. Eliot (y unas líneas más) para transitar tierras baldías
«Si dejáramos de creer en el futuro, el pasado dejaría de ser nuestro pasado: se convertiría en el pasado de una civilización ya fenecida», decía T. S. Eliot. Evidentemente, el pasado de Eliot era el pasado conservador de los ingleses, al que él quería encarecer para que lo aceptaran como a un inglés más, a pesar de ser estadounidense hasta la médula. Aun así, la frase nos concierne: nuestro futuro siempre ha tenido estampa de utopía, y nuestro pasado —es decir, aquel al que podemos remitirnos para ver dónde quedó la obra inconclusa y cuánto falta aún para acabarla— no es tan lejano como para que lo olvidemos por completo. Así que, puesto que ya no nos queda más remedio que avanzar, avancemos. Estos «monstruos» (que sabemos muy bien que no lo son, pues los verdaderos están en otra parte) nos lo agradecerán sobremanera.
Buenos Aires, 17 de enero de 2025.
*Escritor, docente, asesor lingüístico y literario