El macrismo ha conducido a la Argentina ante una nueva crisis. Creer que estamos simplemente frente a una crisis económica es síntoma de una verdad más profunda que subyace a dicha interpretación. Estamos en medio de una crisis donde lo que está en juego es el sentido mismo de la política y de la democracia.
Por Diego Conno*
(para La Tecl@ Eñe)
A Lula y Milagro Sala
¿Qué es una crisis? Es la puesta en acto de una diferencia o ruptura epocal, una mutación o inflexión de un determinado tiempo histórico, una especie de desorden del tiempo. Para decirlo en el lenguaje de Shakespeare: “The time is out of joint”. El concepto tiene su origen en el mundo antiguo, krisis proviene del verbo griego kríno que significa “separar”, “escoger”, “enjuiciar”, “decidir”; también “medirse”, “luchar”, “combatir”. Decimos que estamos en crisis o que una sociedad entra en crisis cuando nos encontramos ante una situación límite, cuando estamos ante un umbral que nos transforma, que modifica nuestra relación con nosotros mismos, con los otros y con el mundo que habitamos. Por eso el concepto de crisis implica también un momento de reflexión, de lucha y de decisión sobre los modos de leer e intervenir en una coyuntura.
El macrismo ha conducido a la Argentina ante una nueva crisis. Creer que estamos simplemente frente a una crisis económica es síntoma de una verdad más profunda que subyace a dicha interpretación. Estamos en medio de una crisis donde lo que está en juego es el sentido mismo de la política y de la democracia. De ahí que de su comprensión dependan sus modos de resolución y el futuro de la nación.
En los últimos años, la Argentina -aunque esto puede extenderse para gran parte de América Latina- ha estado expuesta a una especie de “autoritarismo neoliberal”, que implicó un proyecto de economización de todas las esferas de la vida junto a la criminalización de toda disidencia y oposición al poder, haciendo de la política un mecanismo de disciplinamiento y degradación cultural que ha colocado a la sociedad ante un umbral más bajo de civilización. Forjado en estos años desde las usinas de los grandes medios de comunicación la “grieta” ha sido mal concepto. Sea en la forma de su elogio, sea en la de su denigración, la palabra grieta es una forma banal de nuestros modos de pensar la política, principalmente la política democrática. El antagonismo y la división social constituyen la naturaleza misma de las sociedades democráticas. El consensualismo abstracto niega la política al negar la confrontación de intereses que le es inherente. Pero los antagonismos no son fijos, ni se dan de una vez y para siempre; se traman a lo largo de la historia y se constituyen en la contingencia de lo social. Es así que el adversario político debe ser siempre hostis, no inimicus. La moralización de la política es una de las formas de la despolitización. Cuando la política se moraliza el otro deja de ser un adversario y se convierte en un enemigo a eliminar.
Debemos decir que no hay macrismo. Lo que entendemos bajo ese nombre ominoso es menos una identidad política que el efecto de sofisticadas técnicas de dominación: comunicacionales, jurídicas, financieras. Máquinas semióticas que han acelerado la decadencia económica, social y cultural de la nación junto a la producción en serie de vidas precarias, vidas que no valen la pena y que el capitalismo contemporáneo las transforma en sujetos desechables. Allá lejos ha quedado la figura del viejo Marx de un ejército industrial de reserva. El “nuevo espíritu del capitalismo” vive de las diversas formas de abyección; su economía de la deuda es la realización absoluta de una barbarie sin reservas. Ya en los años ´50 Hannah Arendt vislumbraba con preocupación la posibilidad de soluciones totalitarias en sociedades o regímenes no totalitarios. Esto sucede en un sistema en el que hay vidas que son consideradas superfluas. La creencia neoliberal en el “sí se puede” ha demostrado que todo puede ser destruido.
Los poderes judiciales se han reconvertido en máquinas de guerra. La arbitrariedad de sus acciones en alianza con el poder mediático y financiero ha ido diseminando pequeños “estados de excepción” al interior de nuestras sociedades democráticas. Milagro Sala en Argentina o Lula da Silva en Brasil son casos paradigmáticos. Territorios que supieron alojar prácticas emancipatorias se han transformado hoy en laboratorios neoliberales de experimentación sobre la naturaleza humana.
Los grandes medios de comunicación se han convertido en incubadoras reaccionarias de las nuevas formas de violencia y micro-fascismo social. Estos medios han reemplazado el lugar que ocupaba la inquisición en la Edad Media y han devenido, al decir de Adorno, “nuevas fábricas del alma”. Su método de gobierno de las conductas se realiza a través de dispositivos de tele-fascismo a distancia. Ya hace algún tiempo, Giorgio Agamben identificó la correspondencia entre dispositivos mediáticos de control y manipulación de la palabra pública y dispositivos tecnológicos de producción de nuda vida: “entre los extremos de una palabra sin cuerpo y un cuerpo sin palabra”, dice el filósofo italiano, el espacio de la política tiende a reducirse o desaparecer. Las shitstorm de la red son síntoma y radicalización de esta especie de vida dañada convertida en espectáculo de masas.
La expresión “cultura de masas” no es igual a la cultura popular. En la masa habita una subjetividad quebrada, una vida dañada por la violencia del capital. Por el contrario, en la vida popular anida un horizonte de justicia y emancipación. El neoliberalismo es una forma de gobierno que produce una masa allí donde habita una subjetividad popular. Como ha sabido decir mi amigo y maestro Alejandro Kaufman, el macrismo construyó pobres allí donde había pueblo. Pero sin embargo hay algo irreductible, una especie de resto inasimilable al poder, un deseo popular que recorre la historia de manera subterránea y que el gran Maquiavelo captó de manera singular: deseo de no ser dominado y ser libre. Pueblo es el nombre de ese deseo. Política el de la construcción de ese pueblo.
El triunfo del neoliberalismo se debe en buena medida a la indiferencia de la sociedad de la que todos somos parte frente al oprobio y la barbarie acontecidos. ¿Por qué hay dominación y no libertad? Vieja pregunta cara a la teoría política de los tiempos modernos. Hace ya varios siglos, Étienne de La Boétie le puso un nombre al enigma: “servidumbre voluntaria”. Pero si en el Discours de La Boétie la servidumbre es en parte efecto de la fascinación del poder de Uno, en las sociedades neoliberales es el resultado “racional” o “racionalizable” de tecnologías anónimas, de micropoderes y conductas cotidianas que atraviesan indistintamente las subjetividades tanto de los “dominantes” como de los “dominados”. Esto vuelve cada vez más difusa la distinción entre normalidad y excepción. De allí las dificultades de la teoría crítica contemporánea para plantear un horizonte emancipatorio.
Vivimos en “estados” de peligro. Cuando un gobierno desdeña la soberanía popular en favor de la soberanía de los mercados financieros no hace más que dar el último paso hacia la conversión de la democracia en una empresa. “Democracia S.A” es el régimen en el que vivimos. Como sabemos desde los tiempos antiguos, cuando se gobierna una sociedad bajo el modelo de la economía (oikonomía) la política se deshace, se vuelve mera técnica de dominio. Uno de los grandes pensadores de la democracia como fue Claude Lefort, advirtió tempranamente que el peligro para una democracia no viene solo del totalitarismo sino también del poder ilimitado de los mercados. Algo similar entendió Sheldon Wolin cuando acuñó sugerentemente el término “totalitarismo invertido” para nombrar un tipo de sociedad en que el poder económico se convierte en un “poder total».
Creemos que es tarea democrática la reconstrucción pacífica de un nuevo marco de convivencia social y conversación pública que hoy se encuentra fracturado. Cada una de nuestras palabras y nuestras acciones nos exponen ante el nuevo tribunal de la razón neoliberal que nada sabe del dictum kantiano del “uso público de la razón”. Pareciera que hoy todos somos homines sacri frente a un biopoder que resulta indomeñable. El uso libre, público y universal de la razón es uno de los principios fundamentales de todo Estado republicano. La negación de este principio convierte la república en despotismo o tiranía.
Sabemos que estos han sido años dramáticos para el cuerpo social de la nación, pero también han sido años de reflexión, de lucha, de resistencia. Hemos aprendido que la resistencia es menos un acto de oposición al poder que el punto donde se abre la posibilidad de revertirlo o transformarlo. Nuestro deber intelectual y moral tiene que ser inclaudicable. Como miembros de una comunidad humana, pero también como ciudadanos latinoamericanos del mundo estamos obligados a no callar, a resistir y a actuar. No callar, resistir y actuar frente a cada acto de injusticia perpetrado y exigidos a desarrollar un pensamiento y una práctica de cuidado y preservación de las formas de la vida en común, que no solo detengan el advenimiento de la catástrofe sino que puedan recrear nuevas formas de imaginación y vida democrática.
Buenos Aires, 5 de octubre de 2019
*Politólogo. Investigador y profesor de teoría política en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional Arturo Jauretche y la Universidad Nacional de José C. Paz.
1 Comment
Estamos bajo un régimen neofascista y neocolonial, que vendría a ser lo mismo. Falta de estado de derecho, avasallamiento de los derechos ciudadanos, violencia institucional , persecución política y de libre pensamiento. El cinismo enarbolado como seudodemocracia. Claro, todo esto sostenido por una población propensa a ser seducida por los mismos actores civiles de la última dictadura. Proclives por falta de cultura en todo sentido y también por (parte de ella) un factor genético de sumisión incorporada.