Diego Sztulwark escribe sobre Quipu, nudos para una narración feminista, último libro de María Pía López.
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
Amistad política. La expresión no es fácil. Se hace presente en Quipu, nudos para una narración feminista (Eme, Bs-as, 2021), libro de María Pía López: “No hay “mujeres” que valga: hay campo de alianza” y en el subtítulo del libro de Sebastián “El Ruso” Scolnik: Nada que esperar. Historia de una amistad política. La amistad política es aquello que se narra tanto como el lugar desde el cual se narra. Un fragmento del libro de Pía enuncia el rumbo que desea para una escritura capaz de dar cuenta de este tipo de experiencia: “la barrosa materia de lo real”. Sería un registro de “lo cotidiano, lo menor, lo que se puede ironizar, lo estúpido, lo heroico”. Con esas palabras se podrían describir ciertas decisiones narrativas del Ruso. Si bien Nada que esperar coloca la amistad política en el pasado, como una historia vivida, la perspectiva no lo aleja, sino que lo sumerge en lo que aquel trayecto militante tuvo de humor y aprendizaje. Me detengo en este par -humor y aprendizaje- porque no es evidente que puedan ir juntos ni lo que esta junta permite ver. Henri Meschonnic escribe que lo cómico del pensamiento es la teorización de lo que no se sabe. Esa sería una forma de comprender la juntura. La otra, propia de un sentido militante, sería advertir que la amistad política adquiere fuerza cognitiva cuando permanece adherida al desafío que lanza. Es la historia de un desafío, antes que los logros que se presume alcanzar.
Decir desafío. ¿Qué ocurre cuando afirmamos que cierta voluntad política está movida por un desafío? Habría que volver sobre esta pregunta prestando atención al peso que cae sobre la palabra “movida”. La redactamos teniendo en mente una idea precisa de ese “mover” (ese “movimiento”). Una idea bergsoniana. Mover no como un móvil que se desplaza, sino como una expresión cualitativa del cambio en el todo (el célebre “Todo Abierto” de Henri Bergson). Al ligar un trayecto militante a un cierto humor, ponemos el movimiento que aspira a la transformación bajo la luz que permite ver los signos de esa transformación -pero también los que escapan al deseo transformador- como signos vividos. Lo que hace que toda narración, por presente que sea el deseo narrativo, esté siempre ya tomado en un cierto pasado. No es sólo que lxs lectorxs vengan siempre después. Sino que son las propias abolladuras de la voluntad las que se vuelve asunto de la narración. Son estas abolladuras las que están en entredicho, y acaban por consumar su sentido no en la práctica de la escritura, sino en la de la lectura. Si el movimiento como transformación está ligado al desafío -como se plantea en la filosofía de Santiago López Petit-, es porque solo ese tipo de movimiento produce desplazamientos de índole cognitiva. La verdad, dice López Petit, es una de dos: redundancia de lo que vemos y oímos bajo la forma de la realidad, o bien aquello que surge de un desplazamiento cuya estructura es el desafío de esa realidad. La amistad política, como recurso narrativo remite, por tanto, a un cierto tipo de fraternidad fundada en la complicidad que el desafío organiza.
Prejuicios. Política y amistad no tienen una relación fácil. Recuerdo haber rechazado versiones de la amistad política cuando me fueron presentadas en cierta retórica afrancesada de lo llamado “impolítico”, noción artificiosa -lo que se evidencia en el poco convincente compuesto de partículas verbales- que aspira a provocar un efecto aristocrático de una práctica cuyas consecuencias se producirían al margen de lo social. Lo impolítico diluye el desafío. Ese mismo tipo de prejuicio me acosa ante la expresión amistad política. Puesto que amistad, según como se la conciba, puede ser un término a cargo de moderar -y despolitizar- la política que, recordemos, entre sus significados más radicales -e interesantes- está asociada a la enemistad.
¿Quiénes son lxs “amigxs”? Debo al no menos afrancesado libro del Comité Invisible, dirigido A nuestros amigos, la orientación que me permitió reencaminar la reflexión de la amistad hacia el desafío. Ese texto recobra todos los matices de la enemistad como pertenecientes a una cierta noción de amistad. El Comité no habla hasta donde recuerdo de “amistad política”, pero sí de un tipo de amistad en el desafío. Una amistad cuyo modelo es la complicidad combatiente. Un modelo de ese tipo hace perder algo a la amistad, que ya no será el modo aludir a la intimidad privada del yo. Los amigxs políticxs no son los amigos privados, a quienes conocemos demasiado bien. Es el propio yo quien debe hacerse a un lado, porque aquello que en la amistad como desafío se convoca de nosotros no es una instancia que nace diferenciada de nuestro yo habitual, sino que surge traspasando los umbrales del cotidiano hacia una situación nueva, organizada precisamente por las reglas de un cierto combate. Fueron estas páginas del Comité Invisible y no, por caso, las páginas varias veces leídas en las que Deleuze y Guattari explicaban el surgimiento de la filosofía como amistad con el saber, girando en torno a la antigua amistad griega como rivalidad, lo que me permite conferir sentido a la noción de amistad política. Y desde ahí comprender aquel pasaje de Ética que me resultaba excesivamente retórico para ser verdadero. Me refiero al párrafo en el que Spinoza define la amistad por relación a la “sinceridad”. Allí donde los griegos referían la amistad a la rivalidad, Spinoza lo hacía a la sinceridad, no como obediencia a un cierto mandamiento o regla moral, sino como sentimiento de quienes participan de una potencia común.
Impotencia. Ninguno de estos temas es ajeno a Pía, que es autora de un libro muy hermoso sobre la amistad, en torno a Horacio González. Impotencia, libro reciente de Paolo Virno (autor citado en Quipu), afirma que el sentimiento de incapacidad que recorre las redes del trabajo precario no surge de ninguna carencia de aptitudes, sino de la falta de rituales y reglas para su articulación. La potencia, dice, debe articularse. De otro modo, cae en la impotencia. Por lo que se impone pensar su articulación, para lo cual propone una serie de distinciones, una de las cuales es la comprensión precisa de ciertos actos que -como lo son la renuncia, la suspensión o la abstención- parecen impotencia, pero no lo son. Son mas bien, por el contrario, operaciones activas que consisten en una omisión necesaria para que otra acción positiva sea posible. Pensemos: ¿cómo es que somos amigxs? ¿Qué tonos y modalidades del decir inventamos para que aquello que sea dicho -siendo todo decir el correlato de un afecto- sea en un ocurrir articulador y, en este sentido, regla de una regularidad, de una potencia?
Virnianas. Las precisiones virnianas son de una riqueza poco común. Pues no solo la potencia es hacer y omitir para que el acto pueda ser realizado. También es recibir. Y en esto me detuve especialmente cuando leí Impotencia. Según Virno, un elemento de despolitización preocupante es la circunstancia en la que se soporta lo que sea, o bien no se puede soportar ya nada. En ambos casos, el poder de ser afectado se ha atrofiado, se ha vuelto impotente. Por el contrario, el poder recibir es un articulador fundamental de la potencia. Y agrego yo: de la amistad política. Saber recibir (un golpe o una propuesta erótica) supone no confundir lo recibido (el golpe violento, la propuesta imprevista) del tipo de disposición que cada quien hará con eso recibido. ¿No es eso mismo lo que define la potencia de la lectura, menos una adhesión a lo que se lee que una conciencia de aquello que ocurre en nosotrxs cuando leemos?
Apuntes para las militancias. El libro anterior de Pía, publicado en el 2019, llevaba precisamente como título el de un libro de John William Cooke (Con una pequeña diferencia: el libro de Cooke era Apuntes para la militancia. Pía resaltaba en su título el plural de “las militancias”), y por subtítulo: “feminismos: promesas y combates”. Lo leí como una intervención precisa en una coyuntura electoral específica, en la que el antimacrismo tendía a aglutinarse en el Frente de Todos. A los dirigentes y militantes políticos el libro dirigía preguntas del tipo “¿Cómo alguien que no puede comprender el grito de hartazgo ante la violación de nuestros cuerpos, podría entender y hacerse cargo de los cuerpos excluidos del neoliberalismo? ¿No son, unas y otras violencias, parte de una misma crueldad neoliberal?”. Si esta pregunta era una advertencia y no una toma de distancia, es porque Pía interpelaba al kirchnerismo no desde un feminismo distanciado sino desde uno que leía a la fuerza política liderada por Cristina Fernández como aquella que “politizó lo popular” y “lo vinculó al goce”. Lo que llevaba a Pía a escribir apuntes para la militancia era la siguiente cuestión: “¿Por qué aparece en su seno (el entonces Frente para la Victoria, aun no Frente de Todos) una corriente reaccionaria que dice que no, que la maternidad debe ser obligatoria y realizada en el marco de la dañada vida que nos prescribe el neoliberalismo?”. La constatación de una “corriente reaccionaria” -no entremos a examinar si esa corriente meramente aparecía o era un componente siempre presente en esa fuerza política- era confrontada desde las premisas de una “feminismo popular”. Antes de la pandemia Pía acudía a un tipo de argumentación cookista-feminista para plantear el problema de la articulación política (y lo que consideraba el dilema duro de la época: feminismo popular o neoliberalismo). En esa línea inscribía la practica de los escraches contra abusadores en la zaga de aquellos ocurridos en los años 90 contra la impunidad a los genocidas, y no en la de los actuales escraches en las redes sociales, en la que se desdibuja toda práctica investigativa propia de una justicia solo imaginable como gradualidad en la punición. La escritura de estos apuntes permitía a Pía concretar el tránsito del yo al nosotrxs y desde ese nosotrxs apuntar a cuestionar, articulando su comprensión de la cuestión política.
Narrar con nudos. Luego de la pandemia la escritura ha variado. La imagen que Pía propone ahora es “pensar durante el trastabillar”. Entre el yo y el nostroxs aparecen nudos y distancias. Los nudos son ahora la principal apuesta narrativa. Creo detectar de entre ellxs tres nudos (no se si son operaciones, figuras o qué) sobresalientes. Pía los llama: quiasma, bricolaje y espantapájaros. Quiasma, sería aquello que sucede en la sensibilidad del tacto: imposibilidad de tocar sin ser tocadx, de ser yo sin ser otrxs, de pensar algo sin sentir el contacto con los bordes de otros pensamientos que no necesariamente se desean, pero que no pueden ser simplemente ignorados. El contacto abre donde la vista en la pantalla cierra, e invita a pasar de la operación de cancelación a la de la crítica. El quiasma posee el valor epistémico del pliegue, es lo opuesto a la razón cartesiana (así al menos lo proponía Merleau Ponty) y así lo tomaba ya Pía en su Yo ya no. Horacio González: el don de la amistad (cuarenta Ríos, Bs. As 2016). Bricolage: modo de pensar en el que no se distingue pieza de instrumento, que escapa y desarma las líneas motrices a la razón occidental de tipo instrumental. El bricoleur no distingue a priori regla de hecho empírico, y por eso su hacer es siempre disolvente para las políticas de la soberanía. Si algún día se escribiese un libro dedicado a León Rozitchner -como el que Pía hizo con González- se debería tomar muy en serio esta forma de pensamiento que, proveniente de la obra de Levi-Strauss, Pía asocia efectivamente, a la vez a Rozitchner y al feminismo. Espantapájaros: carácter plural y contrahecho del sujeto político siempre en formación, refractario a una identidad acabada y abierto a una idea de proceso, socaba fronteras y estructuras y apunta a desestratificar las capas orgánicas, lingüísticas y políticas de la llamada realidad. Uno de los momentos más interesantes del libro es una breve escena en la que Marlene Wayar cuestiona, en una charla introductoria para estudiantes de psicología, la noción de histeria en Freud: “en la misma intervención, advirtió que no se trataba de dejar de leer a Freud, sino de leerlxs crítica y amorosamente”.
Deseo. Pregunta Pía: ¿Cómo saber qué cosa es deseo y qué no lo es? (su ejemplo es la maternidad: ¿cómo distinguir deseo de mandato?). La misma pregunta podría ser presentada del siguiente modo: ¿hay deseos que surgen de un mandato (como ocurría con la servidumbre voluntaria) en conflicto con otro deseo mas propios, rebeldes y difíciles de reconocer y asumir? Si así fuera, el deseo, además de ser concebido como fuerza debería ser pensado, a la vez, como campo de fuerzas. Así lo advierte Pía: hay, entonces, un “conflicto” en el seno mismo del deseo. Quien desea es sujeto en conflicto no solo con el campo social, sino también consigo mismo (un nido de víboras). En El Antiedipo, libro que cumple este año medio siglo se lee que el deseo es campo polarizado. Es producción esquizo tanto como sumisión paranoica. El asunto es que, en la medida en que polaridad no es binarismo -ya que entre los polos se operan toda clase de matices y yuxtaposiciones- el deseo es para Deleuze y Guattari, aquello que se resuelve en el plano de la política (del esquizoanálisis como política que revisa sus micropolíticas). En la página 104 Pía propone a Liliana Herrero como esquizoanalista: “piensa que dialogar con la herencia cultural exige ejercer a la vez el reconocimiento y la crítica, para poder, por ejemplo, abrir la escucha de la obra de Violeta Parra -su rabia, su malcantar, su complejidad formal- mas allá de la bella interpretación de Mercedes Sosa”. El esquizoanálisis opera como politizador deseante, siempre alerta al deseo provocado por la pluralidad de mandatos provenientes del mercado y de la tradición.
¿Qué hacer con Althusser? Si una polaridad organiza los nudos narrativos de Quipu es el par abstracción/compost. Lo abstracto queda del lado de cierto racionalismo, incluso cierto marxismo. Abstracto el “hombre nuevo” (que se le aparece como un “argumento disciplinador” opuesto a “multitud mujeril”), abstractas las consignas de cierta izquierda dura y, en general, toda forma de idealismo que se nos cuela, toda tentación de alzarnos sobre el barro de la historia. El compost, por el contrario, es lo que queda de deshacer estratos, géneros y estructuras. Visto mas de cerca, dice Pía, lo abstracto en nosotrxs es el narcisismo exacerbado en las redes: “somos solicitadas a saltar al ring de la lucha libre, mientras miramos de reojo cómo salimos en la foto o tiramos selfie mientras pulimos argumento”. Ese tipo de observaciones llevan al extremo el cotejo de quien escribe, confrontando lo que dice con las condiciones desde las que escribe. Es una pregunta que no está desconectada de otra, que no podemos no hacernos: “qué hacemos con Althusser”, pues ni es posible leerlo como si no hubiera asesinado a su compañera, ni es posible hacer de cuenta que no lo leímos, o que no nos interesó cuando lo hicimos (por lo que no leerlo no es opción para alguien como Pía). Y sí en cambio puede serlo un modo de leer que no deja de preguntarse por las conexiones -cierto que casi nunca son lineales ni transparentes- entre el acto en el que ese filosofo mata, y sus pensamientos sobre los “procesos sin sujeto”, cosa que intentó Rozitchner -autor heterosexual de un “materialismo maricón”, en su artículo “La tragedia del althusserianismo teórico”. Narrar es, sí, lo que dice Benjamin -transmisión oral, hacer de una intensidad una palabra, un contrapoder ficcional frente a las ficciones de los poderes-, pero es también lo que precisa hacer y hace ese “nosotras somos materialistas” que Pía presente en base a operaciones de “restos, pedazos y costuras”, y es lo que sugiere Donna Haraway en un libro cuyo título se vuelve un mantra que Pía no deja de citar: narrar es “seguir con el problema”.
Buenos Aires, 29 de marzo de 2022.
*Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política.