El odio está en las púas, en la carne, en los huesos, en los alambres de púas de los campos de exterminio de Celebici, de Auschwitz y de la ex ESMA.
Por José Luis Lanao*
(para La Tecl@ Eñe)
El odio está en las púas, en la carne, en los huesos. Está en el hombre que se clava hasta el fondo de sí mismo. En los silencios huérfanos, inhabitados. En los muertos que se fueron en primavera, solo en primavera, cuando la vida renace con el cálido despertar de la savia dulce de los árboles. Está en las pieles cuarteadas, en los hornos, en las fosas calmas al borde del camino. En las esquinas donde retuerce sus caderas bajo la breve grieta de luz donde existimos. Una grieta, no obstante, que es todo lo que tenemos.
“Que bien se conserva
en nuestro siglo el odio
con que ligereza
vence los grandes obstáculos”, recita Szymborska.
Con paciencia la desolación cerca el paisaje. Más allá de las sombras solo queda el abismo. Se percibe en esta resignación el reconocimiento de una perdida, un sentimiento de tristeza, de tristeza desamparada. Un sentir que florece en el alma quebrada, en ese hueco sombrío en el que como en las ruinas de Micenas se puede oler la sangre seca. Es necesario detenerse un instante a escuchar las voces del silencio, a domesticar los demonios que nos habitan, a pedirle a la vida una pausa reflexiva, un deseo amable, una lágrima.
Creíamos que el mundo era como lo soñábamos, convertidos en sombras del paseante Nietzsche en sus caminatas estivales por los bosques de Sils María. Esas experiencias estéticas que te transportan a mundos abstractos donde todo confluye y se hace comprensible. Edificado de realismo y de sueños, de memoria y de mitos, de ironía y de parábola, de épica y de lírica, y de una serena visión oblicua del mundo.
Bajo la noche de un mundo que naufraga está la huella del vacío “beckettiano”, de no saber por qué ni para qué se vive. Hay algo de poesía triste en este tiempo desapacible.
Como en las noches eternas recurrimos a los cuentos de Scherezade para demorar el miedo a la muerte. El diálogo íntimo nació así, con una llamada a la calma y al sosiego. Nos asomamos a la muerte de los otros como un acantilado mudo que sin embargo parece reclamarnos. Los muertos nos hablan. Están ahí. Necesitan averiguar, buscar, sentirse parte, transgredir, bailar en el abismo. Escarbar en el universo fabulado del hombre mísero, de sus campanadas y de su niebla, de su río y de su largo puente, de su odio y de su sombra, de su obra angustiosa, oscura, viscosa. Esa zona gris donde la figura humana deja de conmover y la muerte se convierte en pulsión, en la pulsión de matar, en la simpleza de matar.
Las lágrimas humanas deberían ser contadas una a una para saber cuáles pertenecen al odio y cuales a la muerte. La muerte y el odio están. Siempre están. Están en la foto. En los alambres de púas de los campos de exterminio de Celebici, de Auschwitz y de la ex ESMA. Está en el poder de la mirada que trasforma el paisaje y lo hace desaparecer. En el horror que nace de la deshumanización del otro. En la prodigiosa revelación de la memoria involuntaria, la que ilumina de golpe el yacimiento intacto de todo lo olvidado. En la maldad diversa de la arrasadora condición humana. En lo banal.
Hannah Arendt no inventó la banalidad del mal; inventó simplemente un concepto que ilumina ciertos aspectos de nuestras relaciones con el mal. La banalidad no sería uno de los elementos constitutivos del mal, sino una de sus dimensiones. El mal procede del ser humano y su voluntad, donde se condensa una parte de su destino. Platón señalaba el mal como un acto de imperfección en medio del orden del universo. En la modernidad, con la muerte retórica de Dios, aceptamos que el mal se puede ejercer de plena voluntad. Hemos normalizado las exacerbaciones del mal porque las asumimos como parte de la especie humana. La filosofía invita a alejar el fatalismo antropológico y a iniciar una tarea mucho más compleja: afrontar de que el daño que hacemos nada tiene que ver con nuestra naturaleza, sino con la voluntad y su entorno.
Se siente esa soledad de desierto, de maldición y fobias, de obsesiones y simetrías. Al otro lado de nuestros párpados secos está la desolación, la incertidumbre, el horror, el miedo, el aislamiento, la muerte, la historia colectiva y la intrahistoria personal, el ansia de infinitud y la conciencia de caducidad.
De aquel mundo extraviado muchos recuerdos se han ido definitivamente con la huida, con el mito de desaparecer y reaparecer siendo otros, en otros lugares del tiempo y del espacio.
Entre soles y lunas, buscando bajo los escombros el brillo de las luciérnagas, saldrá el sol, y sus destellos bailaran sobre los muertos helados, y el mar de todos los azules declinará la mirada.
En el alféizar de la ventana amaneció una paloma muerta. Es la poesía que nos atraviesa, dulce, como el rocío de la madrugada.
Logroño, España, 19 de febrero de 2022.
*Periodista y ex jugador de fútbol. Campeón mundial juvenil Tokio 1979.