El nuevo préstamo acordado con el Fondo Monetario Internacional no hace más que profundizar una deuda aún más grave: la deuda interna.
Por Claudio Altamirano*
(para La Tecl@ Eñe)
El gobierno ultraderechista de Milei intenta cumplir con los vencimientos del Fondo Monetario Internacional. Mientras tanto, millones de argentinos siguen esperando que se salde la única deuda legítima: la de una vida digna. Ajuste, inflación y endeudamiento conforman una economía diseñada para satisfacer a unos pocos, mientras las grandes mayorías se desangran.
El nuevo préstamo acordado con el Fondo, de 20.000 millones de dólares, no hace más que profundizar una deuda aún más grave: la deuda interna. Una deuda que no se mide en divisas, sino en hambre, exclusión y derechos vulnerados. En los márgenes cada vez más amplios de la vida cotidiana, la Argentina sigue sangrando.
Este acuerdo con el FMI repite un patrón conocido: a cambio de dólares que apenas tapan agujeros, se imponen metas fiscales regresivas, se recorta el gasto público y se frena el desarrollo social. El resultado es ajuste estructural, deterioro productivo, empobrecimiento masivo y una democracia cada vez más condicionada.
En 2023, el país destinó más de 10.000 millones de dólares al pago de vencimientos. Al mismo tiempo, el 44,7% de la población, en el mismo año, vivía en la pobreza. Más de la mitad de los niños y adolescentes eran pobres. Más de un millón trabajaban desde edades tempranas. Los jubilados cobraban haberes por debajo de la canasta básica. En los barrios populares, la comida no alcanzaba: apenas se repartía.
Pero esos datos no figuran en los informes que se presentan en Washington. Tampoco en las escuelas sin gas, los hospitales colapsados ni las casas precarias donde miles sobreviven hacinados. Esos rostros quedan fuera de las planillas macroeconómicas, aunque son quienes sostienen el país día tras día.
La deuda interna, nominada en pesos, podría financiar políticas redistributivas. Sin embargo, hoy alimenta un esquema que beneficia a bancos y grandes inversores, que cobran tasas siderales por prestarle al Estado sin reinvertir en la economía real. Una parte sustancial del presupuesto termina así atrapada en un circuito financiero que extrae recursos del esfuerzo colectivo sin devolverlos a la sociedad.
A esto se suma una inflación persistente que pulveriza derechos. En marzo de 2025, el Índice de Precios al Consumidor (IPC ) subió un 3,7%, con una variación interanual del 55,9%. Los alimentos aumentaron un 5,9%; la educación, golpeada por la desinversión, un 21,6% en un solo mes. Mientras se ‘honran’ los compromisos externos, la vida cotidiana se torna insostenible. Sin horizonte alguno: precios fuera de control, sin referencias claras, y una economía real al borde del colapso especulativo.
La pregunta es urgente y profundamente política:
¿A quién se le paga primero?
¿A los acreedores financieros o a los millones de personas privadas del derecho a la salud, la educación y la vivienda? ¿A quién le debemos realmente?
Mientras la inflación se dispara y el consumo se desploma, el gobierno celebra el acuerdo con el Fondo como si fuera un triunfo. Pero hipotecar el futuro no es un éxito: es una rendición. Tras destruir jubilaciones y salarios, paralizar la obra pública y secuestrar los recursos de las provincias, el presidente presenta como logros lo que son, en realidad, catástrofes para el pueblo. Más deuda, más ajuste, más desigualdad, más represión. La farsa se repite, y también la tragedia.
No se trata solo de una mala política económica. Es una traición deliberada. El presidente no representa un proyecto de país, sino un dispositivo de saqueo. Mientras busca consolidar su estafa —celebrada por los mercados—, millones de argentinos son despojados de su presente. (Pero el futuro no le pertenece. El futuro es del pueblo.)
Lo que está en juego no es solo una estrategia económica, sino una ética pública. ¿Qué sentido tiene hablar de superávit fiscal si detrás hay hambre y desesperanza? ¿Qué valor tiene “cumplir compromisos” cuando se hace a costa de la dignidad colectiva?
Ni siquiera se lograron los resultados prometidos. Tras una devaluación del 118%, la pérdida de más de 14.000 pymes, el desplome del consumo y la paralización de la obra pública, las reservas crecieron apenas 1.641 millones. Las netas siguen en rojo por casi 12.000 millones. Aun así, se vuelve al Fondo por otros 20.000.
¿Para qué tanto sacrificio social si ni siquiera se fortalecieron las reservas? La respuesta es dolorosamente clara: para nada. Para subordinarse. Para blindar los intereses de una élite. Para cumplir un mandato que no proviene del pueblo, sino del capital financiero global.
La única deuda legítima es con el pueblo. Y esa —la más profunda, la más persistente— no se salda con reservas ni con superávit. Se paga con justicia social, con soberanía económica, con un Estado que no se arrodille ante los mercados, sino que se eleve junto a su pueblo.
Porque si el precio de cumplir con el Fondo es condenar a millones a la miseria, entonces no estamos pagando una deuda financiera: estamos convalidando una entrega.
Y la historia, que ya ha visto esta tragedia, sabrá distinguir a quienes fueron cómplices de quienes resistieron.
Buenos Aires, 12 de abril de 2025.
*Educador, escritor y documentalista argentino.