El proyecto libertario no elimina el Estado: lo reconfigura. El ajuste no es solo contable, sino una arquitectura política que vacía la democracia, transfiere recursos al poder económico y desarma los vínculos colectivos. Frente al caos planificado, la clave es disputar sentido, y reconstruir comunidad.
Por Claudio Altamirano*
(para La Tecl@ Eñe)
No se trata solo de un programa económico. Lo que está en curso es una demolición sistemática de los lazos que sostienen la vida colectiva. En nombre de una supuesta libertad, se consolidan nuevas formas de sometimiento. El modelo libertario establece un orden funcional a una élite privilegiada. El Estado ya no garantiza derechos: castiga. El mercado ya no produce bienestar: impone crueldad.
Esa violencia organizada no es fruto de la improvisación: es una miseria planificada. Una política oficial que despliega con eficacia una ofensiva cultural, jurídica, económica y comunicacional, vacía de derechos a las mayorías y fortalece privilegios para unos pocos. Es una pedagogía del despojo que arrasa con recursos y servicios públicos, pero también con subjetividades, sentidos comunes y afectividades.
Desde el Estado se impulsa un discurso que patologiza la solidaridad, criminaliza la protesta y convierte el odio en objeto estético. Es un experimento reaccionario que combina neoliberalismo con pulsiones fascistas: ajuste económico, polarización afectiva, persecución política y espectáculo permanente.
El derecho ha sido vaciado por el poder: ya no limita al gobierno, lo legitima. Lo común se entrega al mercado. Lo público se privatiza. Los lazos colectivos se rompen. No hay ausencia estatal: hay un Estado presente que vigila, castiga y reprime. En este escenario, decir el derecho —es decir, ejercer la justicia con autonomía y coraje— se ha convertido en un acto de resistencia. Porque defender el derecho hoy es defender la vida democrática.
Mientras se reducen las retenciones al agro —soja, maíz, carne, girasol— por 2 billones de pesos, se proclama que “no hay plata” para jubilaciones, universidades, salud, discapacidad o emergencias como la de Bahía Blanca. No se trata de ajustar, sino de transferir recursos desde los sectores populares hacia los concentrados. El sufrimiento social financia privilegios. No es eficiencia: es una política deliberada de daño estructural.
Esa lógica no se agota en lo fiscal: se extiende al vaciamiento estatal. Se acelera la privatización de empresas públicas, se bloquean mejoras populares y el endeudamiento se instala como única vía de financiamiento. No hay austeridad responsable: hay desmantelamiento del Estado y subordinación financiera.
Los números lo evidencian. El ajuste no es neutro: tiene beneficiarios y víctimas. La baja de retenciones al agro implica una pérdida fiscal del 0,22% del PBI. Medidas como bonos para jubilados —que representarían menos del 1%— son rechazadas. Así se construye el superávit: transfiriendo recursos a quienes más tienen y negándolos a quienes más los necesitan.
El ajuste ya produjo consecuencias devastadoras —caída del salario real, aumento de la indigencia al 18% y más de 260.000 empleos formales perdidos entre diciembre y julio—. El experimento no es solo ideológico: es material y profundamente destructivo.
La arquitectura del despojo no se limita a lo económico: también se sostiene en la manipulación digital. El odio se transforma en mercancía viral, y la política se disputa en el algoritmo. Afectos inducidos reemplazan argumentos, influencers desplazan a periodistas, memes suplantan argumentos. La crueldad se convierte en sentido común, y en ese ecosistema, la realidad ya no importa: solo la eficacia emocional del discurso.
Milei no inventó el odio. Lo interpretó, lo amplificó y lo condujo políticamente. Las pulsiones fascistas —el desprecio por los pobres, la glorificación de la violencia punitiva, el ataque a los derechos humanos— ya habitaban nuestro tejido social. La novedad no es su existencia, sino su validación estatal. Y eso exige una respuesta a la altura: no solo crítica, sino también creadora.
Las consecuencias son visibles y devastadoras. Se celebra el despido como castigo, se justifica el tarifazo como mérito, y se desprecia a los pobres en nombre de la eficiencia. La moral se invierte: ya no es culpable quien oprime, sino quien resiste. La rentabilidad sustituye el valor humano, y se naturaliza el descarte de quienes no encajan.
Se persigue la memoria, se banaliza el terrorismo de Estado, se atacan referentes de derechos humanos y se vacía de contenido la educación. Donde hubo conciencia, hoy hay miedo. Donde hubo organización, se siembra cinismo. Donde hubo comunidad, ahora hay atomización.
La educación pública se ha vuelto blanco principal. El paradigma neoliberal busca colonizarla con lógica de mercado, precarizando el trabajo docente y volviéndolo solitario. Bajo esta cultura individualista y meritocrática, la tarea pedagógica pierde su sentido colectivo, ético y transformador. Se disciplina a quienes enseñan y se debilitan los lazos que sostienen a la escuela como institución democrática.
Se desmantela lo común. No solo se destruyen estructuras materiales: también se erosionan vínculos, memorias, identidades compartidas. Es una operación de desposesión que fractura el “nosotros” y reduce la vida colectiva a mera supervivencia individual.
Frente a esta ofensiva, la denuncia ya no alcanza. Es necesario ofrecer una respuesta política y cultural que recupere el lazo, convoque a la esperanza y afirme lo común como horizonte. No enfrentamos una crisis más: vivimos una mutación del orden social que demanda nuevos lenguajes, alianzas y una ética inquebrantable del compromiso.
Urge recrear esperanzas colectivas. Construir una narrativa utópica que convoque a nuevas generaciones, que represente sus deseos, sus miedos y sus sueños desde un lugar vital, político y ético. Defender derechos conquistados y apostar por otra sociedad: fundada en la solidaridad, el cuidado, la comunidad. No se trata de nostalgia, sino de creación. Una lógica cultural que conecte las urgencias populares con el sentir profundo de quienes más lo necesitan.
Frente a este presente, no basta con resistir. Se trata de crear lo que falta: una contraofensiva democrática que reconstruya sentido, sensibilidad y proyecto. Porque la libertad sin comunidad es privilegio. Y la política sin solidaridad, apenas simulacro.
Lo que está en juego no es solo el presente. Es la posibilidad misma de un futuro común. El derecho de imaginar un mañana que nos incluya a todos.
Jueves, 30 de julio de 2025.
*Educador, escritor y documentalista argentino.
La Tecl@ Eñe viene sosteniendo desde su creación en 2001, la idea de hacer periodismo de calidad entendiendo la información y la comunicación como un derecho público, y por ello todas las notas de la revista se encuentarn abiertas, siempre accesibles para quien quiera leerlas. Para poder seguir sosteniendo el sitio y crecer les pedimos, a quienes puedan, que contribuyan con La Tecl@ Eñe.Pueden colaborar con $5.000 o $10.000. Si estos montos no se adecuan a sus posiblidades, consideren el aporte que puedan realizar.
Alias de CBU: Lateclaenerevista