Mario Casalla visitó hace veinte años Tréveris, la ciudad natal de Carlos Marx, con una firme convicción filosófica: un sistema de ideas (una Filosofía), no sólo es inevitablemente hija de su tiempo, sino que es también inseparable de la vida personal de su creador, de su existencia.
Por Mario Casalla*
(para La Tecl@ Eñe)
Hace aproximadamente unos veinte años -estando en Köln para dar una conferencia- no puede resistir la tentación de ir a Tier (Tréveris) la ciudad natal de Carlos Marx, uno de los padres fundadores del pensamiento contemporáneo. No me animaba la mera curiosidad, ni el turismo, sino una firme convicción filosófica: que un sistema de ideas (una Filosofía), no sólo es inevitablemente hija de su tiempo, sino que es también inseparable de la vida personal de su creador, de su existencia. Para algunos esto va de suyo; no tanto para los filósofos de manual y mucho menos para aquellos sólidamente amurallados en el discurso universitario de la Filosofía. Una filosofía que –como decía Hegel- “pinta gris sobre gris” y que entonces “ha envejecido como formación vital (y) no se deja rejuvenecer, sino sólo reconocer”, diagnóstico crítico que Carlos Marx elevará a los extremos. Por eso mismo ese viaje a Tréveris se enmarcaba dentro de mi opción por una “lectura culturalmente situada” (en materia de Filosofía). Esto presupuso la necesidad de pensar la universalidad como situada y de proponer el concepto de “universal situado”, categoría no sólo epistemológica, sino también ontológica. Podría decirse entonces que aquélla vez iba a Tréveris con el propósito de ver y respirar –al menos por unos días- la atmósfera (geográfica y cultural) que rodearon los primeros 17 años de vida de Carlos Marx. Por cierto sabiendo perfectamente que un sistema de pensamiento no es sólo segregado por esa atmósfera física (como pretenderá luego ese “materialismo” burdo que Marx siempre criticó y que tantos errores cometió, no pocas veces en su nombre). Pero tampoco había que descartar esa materialidad (sin conocerla), error harto común del “idealismo abstracto” que el muchacho de Tréveris le criticará a Hegel desde sus años berlineses. Cuando hablo de “situación”, apunto a un concepto nacido de esa tensión y que ve en ésta no un problema, sino el inicio de otra manera de pensar y de actuar. Con esas ideas en la cabeza iba yo a Tréveris, para una suerte de trabajo in situ. Algo de eso pretendo compartir aquí.
ENTRE FRANCIA Y PRUSIA
El niño Karl Marx nació el 5 de mayo de 1818, en el número 10 de la calle Brückenstrasse en Tréveris, una ciudad situada en la provincia del Rin (antiguo Reino de Prusia) frente a Luxemburgo y a sólo 35 km de Francia. Enclavada así en el mismísimo punto de fricción (física y cultural) entre los dos modelos (políticos y sociales) que conmocionaron toda la Europa del siglo XIX y muy especialmente a la renacida Prusia (más tarde Alemania). Los valores de las Luces y de la Revolución Francesa -que tanto conmovieron a Kant, al Idealismo Alemán (Fichte, Schelling, Hegel)- y esa atmósfera contradictoria (de algunos alemanes admirando a los invasores de su propio territorio!) provenientes de la cercana Francia. Esa atmósfera es la que vivió aquél muchacho de Tréveris en cuya búsqueda vamos. Hasta tres años antes que naciera Carlos, Tréveris había estado bajo ocupación francesa (durante once consecutivos). Aquélla atmósfera burguesa y liberal de inspiración francesa, se tornaba ahora rígida y autoritaria bajo la cultura prusiana. Napoleón ya estaba desterrado en Santa Elena y en casi toda Europa terminaban los tiempos de la Revolución y nacían los de la Restauración. Los reyes volvían a sus tronos (después del Congreso de Viena de 1815) y en los territorios del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico nacía la Deutscher Bund (la “Confederación Alemana”) que agrupaba a 39 estados soberanos en una Confederación bajo la presidencia de la Casa de Austria. Tréveris es la ciudad más antigua de Alemania, había sido fundada en el año 16 a. C por el emperador Augusto, de allí su nombre de pila: Augusta Treverorum. De hecho en ella uno se encuentra ante un magnífico conglomerado de monumentos arquitectónicos romanos y tesoros artísticos. La propia casa natal de Carlos Marx estaba muy cerca de la famosa Porta Nigra, la Puerta de ciudad mejor conservada de la antigüedad y el actual emblema de Tréveris, erigida junto al río Mosela. Sin dudas que –políticamente hablando- el niño nacía culturalmente a contracorriente y contra ella habrá de luchar incansablemente.
UN PADRE Y SUS CIRCUNSTANCIAS
En casa de la familia Marx se vivía el tono delicado y armonioso del Biedermeier, ese singular movimiento literario y artístico –representativo de la cultura burguesa- reinante en Austria y Alemania durante los inicios del siglo XIX. Pero no se trataba de una burguesía revolucionaria (a la francesa), sino más bien conservadora y apolítica, cercana al poder de turno antes que a la oposición. El niño Karl Heinrich pudo en parte seguir disfrutando de aquél liberalismo prudente porque su padre Heinrich Marx (un abogado que gozaba de prestigio social, en esa pequeña ciudad de 15000 habitantes) supo adaptarse al “signo de los tiempos”: la Restauración monárquica e imperial. Sus antepasados maternos y paternos eran rabinos de varias generaciones, incluso en la misma Tréveris. Pero Heinrich no siguió la tradición judía de su familia sino que –el año anterior al nacimiento de su hijo Carlos- se convirtió al cristianismo y dentro de él optó por el protestantismo luterano, culto que consideraba más compatible con la “libertad de pensamiento”. Lector ávido de Voltaire, Rousseau y Kant, se fue alejando rápidamente de la sinagoga y de la cultura judía aunque no del deísmo. Siempre aconsejó a sus hijos “la pura creencia en Dios”, ese Dios de la Razón tan bien acogido por los sistemas de Locke, Newton y Leibniz, y bautizó a sus hijos como protestantes el 26 de agosto de 1824. En cambio su esposa, Henriette Pressburg, recién lo hizo al año siguiente, luego de la muerte de su padre que también era rabino. Henriette (la madre de Carlos) era una judía holandesa, semianalfabeta y provenía de una familia de prósperos negociantes (la que más tarde fundaría el emporio mundial Philips). Por cierto que ese bautismo luterano le implicó al padre la ruptura total con la familia, ya que su hermano Samuel era por entonces el rabino de Tréveris. No debería verse en esto sólo una postura acomodaticia con el nuevo poder que se avecinaba, Heinrich era -existencialmente hablando- un hombre de Luces, por tanto veía al cristianismo, igual que el poeta Heine, como “la puerta de ingreso en la cultura europea”. Pero le fue muy útil aquella conversión a la familia Marx-Pressburg: la restaurada cultura prusiana era decididamente antijudía y avanzaba a pura bota militar. Más aún, tras la caída de Napoleón los judíos fueron apartados de todos los cargos públicos y las cosas se pusieron mucho peor cuando (el 4 de mayo de 1816) un decreto del ministro del Interior colocó en esa categoría a los abogados y a los farmacéuticos, aun cuando ejercieran por fuera del empleo público (un verdadero atropello). Y tampoco hicieron caso a la recomendación de la Comisión Delegada de Justicia para que ese abogado prestigioso de Tréveris (el padre de Carlos) fuera excluido de tal decreto. En estas circunstancias el bautismo como protestante -además de una decisión teológica- fue una necesidad social casi inexcusable. Estaba entre la espada y la pared y el Dr. Heinrich se bautizó luterano. Esto sin embargo no lo alejó de las ideas liberales y hasta fue opositor al restaurado “espíritu prusiano” (como lo era entonces buena parte de la sociedad de Tréveris). Más aún, por haber participado como orador en un acto del Club Social (en cuyo final se cantó la Marsellesa y otras “canciones infames” según el régimen) fue denunciado a la Policía. Ésta lo investigó y fichó como uno de esos hombres “de cuyo comportamiento y compromiso nada cabía esperar”. En tanto su hijo Karl había cumplido 16 años y terminado el bachillerato en el colegio de los padres jesuitas (el Instituto Friedrich Wilhelm, también de orientación liberal y algunas veces allanado por la Policía). Al año siguiente se iría de Tréveris para estudiar en Berlín, pero la figura de ese padre siguió siendo rectora por el resto de su vida. Se escribían muy a menudo y si bien resistió sus dos mandatos básicos (estudiar Derecho y ser un hombre de racional fe religiosa), sí heredará de papá Heinrich su ideal por los valores libertarios de la razón moderna, sus contradicciones con la cultura judía y su firme voluntad de lucha social en pos de la justicia y el mejoramiento de la vida humana en todos los órdenes. En cambio, no tuvo esa misma relación con su madre (Henriette). Si bien en alguna esporádica correspondencia la trata de “madrecita” y hasta de “madre angelical”, a la muerte de su padre los lazos familiares se rompieron y sólo mantuvo contacto con su hermana mayor (Sophie), acaso porque a través de ella conoció y se relacionó con su futura esposa: Jenny von Westphalen, una baronesa de la clase dirigente prusiana que rompió su compromiso con un joven alférez aristocrático para estar con él. Así, su suegro fue el barón Ludwig von Westphalen (consejero privado del Gobierno, pero hombre también de orientación liberal como su padre). Esta fue la segunda gran influencia que tuvo Marx en aquellos años juveniles. Con el barón Westphalen leía los líricos griegos y a Shakespeare y de esas lecturas encontraremos profundas huellas en su obra posterior. Años más tarde Marx le dedicará su tesis doctoral Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro (1841) y se casará con la hija Jenny en la Iglesia de San Pablo (en Bad Kreuznach), siete años más tarde. Jenny será su compañera de vida y según la correspondencia, toda la familia fue muy feliz al lado de “Mohr”, apodo con que se llamaba a Karl Mark en la intimidad del hogar (a raíz de su piel morena y su barba crecida, de un negro casi azabache). Algo como se sabe poco común en tierra germánica, donde predominaban hombres y mujeres de tez muy blanca, cabellos rubios y ojos celestes. Ese apelativo significa en alemán “moro” o “negro” y hoy –en Europa- sería absolutamente despectivo y “políticamente incorrecto”. Entre nosotros no tanto, pero está lejos de mí sugerirle amigo lector que Mohr (quien sabía algo de español, entre muchos otros idiomas) se sonreiría de la cariñosa expresión “cabecita negra”. Aunque me temo que -con su muy conocido sentido del humor- Marx entendería muy bien de qué se trata.
Buenos Aires, 11 de mayo de 2021.
* Doctor en Filosofía y Letras por la UBA.
2 Comments
Muy interesante la perspectiva cultural!!
Muy bueno, me hubiera gustado leer más. Conozco mucho Köln, es la ciudad de mi familia paterna. También la región del Rein alli se exilio mi hermana hasta su fallecimiento en 1989, en la semana de la caida de El Muro. La paradoje es que mi hermana falleció en la misma ciudad de la que uyo mi padre para salvar su vida en 1933 trabajaba en una fabrica de calzado en Tier se la quedó el portero nazi después de que sus propietarios se suicidaran para no ir a un campo de concentración. Mi papá era su ahijado y unico heredero. Eso es el Imperio Austro-Húngaro; Prusia el vals, el Palacio de la Seccesion en Viena y los campos de concentración ….
Siempre me resultó incomprensible como la misma sociedad puede producir pensadores, músicos, escritores, como Marx, Göte y contemporáneos, modermos y del otro lado tipos como Hitler, funcionalmente crueles utiles y de contexto! Si es un tema de contexto sin duda, pero hay también lo otro permanentes invasiones, unas fronteras que aún hoy cambian de lugar. Los explotados de Europa que son requeridos y a la vez expulsados con las crisis.