
Qué sucede con los jóvenes que se encuentran alojados en una institución a cargo de docentes, acompañantes y una psicóloga, que hacen lo posible por entrar en contacto con ellos y aliviar el padecimiento que cargan.
Luciano Rodríguez Costa*
(para La Tecl@ Eñe)
(Si no vio no lea, o “alerta spoiler”)
Ansiedad, incomodidad, tener que estar expuesto cuando se desea estar oculto, frialdad celeste de una mirada estática ante el inquieto calor del otro. Algunos de los sentimientos que vemos en la primera escena de Steve (Miélanos, 2025). Y es que se trata de las miradas y de lo que se sustrae a ellas: lo que más se anhela dar a ver es lo que más se afana en ocultar aquel que ha sido lastimado. Se muestra mucho, se dice menos, se oculta lo esencial.
Las violencias de las juventudes
Steve retoma la novela Shy (Porter, 2023), y trata sobre un grupo de jóvenes con diversas problemáticas, alojados en una institución a cargo de docentes, acompañantes y una psicóloga, que hacen lo posible por entrar en contacto con ellos y aliviar el padecimiento que cargan.
Pero ¿qué les sucede a los jóvenes que se encuentran alojados en esta novedosa institución? Las críticas cinematográficas cuando intentan describir el motivo de su residencia allí, hablan de jóvenes “violentos” con conductas “autodestructivas”, demostrando que no pudieron dejarse tocar por la película y que, en consecuencia, interpretan desde los códigos histórico-políticos de subjetivación propios de las violencias que nos habitan a todos.
Los jóvenes de Steve padecen las violencias transgeneracionales que sufrió el pueblo africano, los latinos emigrados, los pueblos originarios y los blancos desclasados, por el proyecto capitalista, blanco, colonial y patriarcal que cimentó las bases de los Estados nación modernos. Los dolores del genocidio, de los asesinatos, de la exclusión, de la explotación, no por olvidados y no historizados colectivamente son menos efectivos en su transmisión.
Como si trabajar con los efectos de estas violencias no fuera ya un trabajo desproporcionado para unos pocos cuerpos dispuestos a la tarea, además la película nos muestra, por un lado, las violencias de un morbo mediático más interesado en hurgar que en conocer al otro para volverlo semejante y conocerse entonces a sí mismo; y por otro lado, la violencia de las políticas del desamparo que con el rostro sonriente y bien educado del capitalismo anuncian que se pondrá fin al proyecto de la escuela. Cinco siglos igual.
Una institución experimental
Toda institución que realmente se proponga trabajar con el sufrimiento de jóvenes que han sufrido desamparo, es una institución experimental. Porque no hay recetas que nos digan cómo, porque las recetas de los “consumos problemáticos” y la de los “conflictos con la ley penal”, son las mentiras que nos decimos para acusarlos de drogadictos y delincuentes y no hablar de lo que realmente le pasa a los jóvenes; porque no se trata de “reeducar”, esto es, dar una nueva educación que civilice al bárbaro, como soñaba un salvaje como Sarmiento, que aún ensucia alguna plaza con su imagen y alguna calle con su infame nombre; y todo esto porque de lo que se trata en estas instituciones es de poder construir experiencia a través de contactos a veces efímeros como la luz de las luciérnagas en una noche sin luna, y otras de modo más sostenido cuando la confianza se ha podido construir ya como un puente, pero en todos los casos se trata de una mutua modificación que sufrirán el adulto y el joven en ese proceso, si es que hubo realmente un encuentro.
El acto, la escena y la palabra
La acción marca el ritmo frenético de la obra. La cámara no cesa tampoco de moverse en su forma de registrar el movimiento de los actos, reproduciéndolos. La acción como un empuje de expresividad de los cuerpos, tanto como de expulsión catártica de aquello que ya no pueden alojar.
Las acciones devienen escenas, particularmente cuando alguien está allí para configurarlas como tales. Steve se preocupa por el cuidado de las escenas: no permite que los camarógrafos suban a las habitaciones, encuentra a Shy bailando solo en el campo y se acerca a contemplar lo que se arma como escena en virtud de esa presencia, arma escenas de diálogo a cada conflicto que se sucede en la continuidad de las discontinuidades del ritmo del alojamiento. No sólo las instalaciones edilicias alojan, sino que las escenas de encuentro, desencuentro, discusiones, sufrimiento, devienen aquello que aloja el acto sin palabras.
Y las escenas tienen, a su vez, la paradoja de que alojan las palabras mismas que arman las escenas: sin escenas, los diálogos no tendrían alojamiento posible; sin lenguaje sería difícil nombrar las escenas como tales. Pero acaso el camino que va de la pura acción, hacia la escena y finalmente hacia la palabra que nombra y así reformula actos y escenas, no sea sino el trabajo de volver a transitar el camino mismo de la constitución y desarrollo del psiquismo. Primero somos cuerpo y acción, luego descubrimos un mundo exterior y un puñado de adultos que con su gestualidad nos ayudan a armar escenas que dan sentido a la vivencia, para finalmente comenzar a simbolizar estas escenas compartidas mediante el lenguaje que les dará nombres, interrelaciones, sentidos y significados.
Sacar belleza de este caos es virtud
La escena de la reunión de equipo expresa de modo extraordinario el sentimiento de aquellos que hemos trabajado con jóvenes que han sufrido desamparo: la cámara parte de una reunión de equipo caótica, fragmentada, con un Steve que se esfuerza por disimular su dolor, con un grupo humano ávido de hablar sobre cada una de las cosas que les afectan a los jóvenes y que los afectaron a ellos; luego sale hacia un exterior donde se ve a casi el conjunto de los jóvenes jugando a la pelota en medio de una lluvia que embarra la cancha de alegría y caos; sobrevolándolos la perspectiva de la cámara se invierte y el cielo es el suelo y el suelo es el cielo (experiencia de la práctica tan frecuente), para terminar por ingresar nuevamente a la reunión de equipo, donde Steve trata de reponerse para continuar haciendo lo que se espera de su función.
Trabajar con jóvenes se parece a esa escena. La intensidad de las pasiones que atraviesan los cuerpos de los jóvenes y, en consecuencia, de los adultos que reaccionamos a ellos, nos sumergen en una dinámica que fragmenta el orden de los sentidos que organizan el cotidiano, aquel que nos permiten entender una pelea, que componen una melodía hecha no sólo de notas musicales sino del tan necesario e inaudible silencio a partir del cual aquellas se destacan al oído. Cada estallido que nos presenta Steve remite a fuentes sumamente singulares, silenciosas y muchas veces ignoradas por los propios jóvenes que no ven otra fuente de sufrimiento y conflicto que la pequeña acción molesta del compañero de alojamiento. Sobre la pantalla en blanco de la convivencia en la institución, se proyectan todas las películas ignoradas, si no desmentidas, del dolor que cargan.
Sacar belleza del caos es virtud, nos dijo Ceratti, lo cual en Steve nos permite aproximar el arte y el trabajo de la salud: podemos ver una sucesión de actos incomprensibles o ver el vuelo de una cámara que traza un círculo donde principio y final conectan en una totalidad con la virtud del sentido.

Los Steves de este mundo
Steve sufre como los jóvenes a quienes ayuda a apaciguar sus dolores. Sufre del mismo modo cuando le resulta intolerable hablar de lo que le sucede, ese pasado que no pasa y es siempre actual, pero sufre diferente de aquellos cuando busca limitar por todos los medios que esa explosión interior salga en forma de actos que se dejen ver por aquellos que entonces podrían socorrerlo. Steve elige implosionar para ayudar a los demás al tiempo de, en virtud de esa loable tarea, no dejarse ayudar. Convirtiendo a los jóvenes en personas más susceptibles de ayuda que el propio Steve.
La figura atormentada de aquel que dedica su vida al alojamiento y contención de los demás, es frecuente en el cine. El héroe martirizado por sus propios demonios, que es visto por los demás como un ángel dispuesto a arrancarse las alas para embarrarse los pies en la tierra junto a los que lo necesitan.
No todos los que trabajamos con jóvenes estamos sumidos en dolores sin representación, o necesitamos estarlo para disponernos a la tarea. Sin embargo, más allá del clisé cinematográfico, hay un elemento que quizás sí se preste a metaforizar: la condolencia.
En nuestra constitución subjetiva la condolencia está en el centro, porque supone que alguien no sólo nos amó sino que, fundamentalmente, en el centro de ese amor, fue capaz de preocuparse por nuestro dolor. La condolencia supone que el dolor del otro nos inquiete desde las tripas, nos con-mueva hacia la acción de evitarlo u ofrecer vías de apaciguamiento y resolución. Ese dolor de compartir el dolor del otro, sí es necesario para los steves de este mundo que nos disponemos a la tarea de entrar en contacto con el sufrimiento del semejante.
Desde luego, a nivel fílmico, y como el estigma que recae sobre estos jóvenes es tan efectivo en su tarea de fetichizar la mirada indignada del ciudadano promedio, el dolor de Steve permite abrir una vía de acceso hacia aquellos. Steve es varón, blanco, heterosexual, padre de familia, pero sensible al dolor de aquellos que muchos sólo pueden ver como “otros” y que él ve como semejantes.
¿En qué consiste su dolor? Entre líneas, de modo tangencial, como se alude a dolores y culpas demasiado insondables, se dice que en un accidente de tránsito habría matado a un niño. Steve ha perdido a un niño. Ha fracasado como adulto. Y ese dolor puede entenderlo en aquellos jóvenes cuyos adultos no encontraron más respuestas para alojarlos o acaso nunca tuvieron esa inquietud. Los jóvenes de Steve también han sido asesinados como niños a manos de adultos accidentados.
Shy, sin embargo, recorta los límites de la metáfora cuando en una escena confronta a Steve y le pregunta por qué un viejo como él está tan preocupado por ayudarlo. Le pregunta cuál es su motivo. Y lo deja sin palabras. Porque una cosa es ser condolientes con el otro porque adquirimos esa capacidad a partir de que alguien lo fue con nosotros en nuestros primeros tiempos de vida, y otra cosa es preocuparse por el otro porque se espera de esa tarea poder reparar una historia que no tiene que ver con los jóvenes sino con la culpa del propio adulto. En este último caso, el adulto cae de su lugar, porque invierte el orden de la intergeneracionalidad del cuidado, esperando del joven la resolución de su padecimiento y no a la inversa.
Hasta que no quede un vidrio sano
De entre todos los jóvenes, Shy es aquel que más interpela a Steve. Shy es un hijo que se perdió. Esta pérdida se terminó de confirmar en una charla telefónica donde la madre le dice que ya no tiene más esperanzas en él y que decide renunciar a todo vínculo filial. Lo deja como a una pareja cuya expectativa de amor fracasó. Shy guarda esa devastación en su interior.
Cuando Steve quiere hablar con él, le inquiere agresivamente por sus motivos para querer ayudarlo. Como quien pone a prueba por qué, si sus propios adultos no quisieron alojarlo, este extraño, extranjero familiar, viene a querer proponerle justamente eso. Los jóvenes que sufrieron desamparo con frecuencia nos escupen, irritados, “vos no sos mi papá”, “vos no sos mi mamá”, “nadie nunca me dijo qué hacer, siempre hice lo que quise”. Y ahí aparecen estos adultos alienígenas preguntándoles cómo están, ofreciéndoles un lugar que enerva porque no proviene de la instancia de la que se lo hubiera deseado ni el tiempo en que se lo esperaba.
Steve no puede responder la pregunta de Shy, porque toca su propio silente dolor y la parte absurda de su búsqueda: salvar a aquel niño salvando a los niños lastimados que residen en el interior de estos jóvenes. Queda sin palabras. Eso que no pudo alojar, deja a Shy desolado ante el dolor.
Shy lo piensa detenidamente. Primero deja su mochila llena de piedras. Luego, una noche, cuando todos duermen, sale con su mochila, aquella que cargó durante toda su vida y que ahora se dispone a dejar que su peso ya no encuentre más resistencias y definitivamente lo hunda. Pasa enfrente del ventanal donde se encuentra Steve, dormido, tras haberse alcoholizado y haber consumido calmantes para el dolor, en un intento vano de anestesiar el alma. Desde ese ventanal nadie le devuelve una mirada.
Como suele suceder, el mundo adulto llega tarde. Se da una búsqueda frenética de Shy. Pero ya está con el agua al cuello. Y es en este punto que debe tomarse una decisión con relación a las piedras que se cargan. Una piedra puede ser muchas cosas, aunque a veces solo reparemos en su peso y su impiadosa dureza.
La piedra hace estallar el vidrio de aquel ventanal que se negó a verlo. Una tras otra, como cada dolor, salen de la mochila y hacen explotar hacia afuera cada indiferencia, cada desilusión, cada silencio, cada desamor. La vuelve rabia dispuesta a despertar al otro.
Sus compañeros devienen amigos cuando un abrazo aplastante como montaña, le hace saber que su existencia no es indiferente ni prescindible. Ahora está hundido, pero no en la desolada penumbra silente del lago, sino bajo el griterío de aligerante alegría de sus compañeros.
Steve finalmente aparece, cubierto de barro, agotado pero aliviado y serenamente feliz de reencontrarlo. Y en ese acto demuestra dos cosas: por un lado, que, si fue falible como adulto, nunca desistió del vínculo, metiéndose en el barro hasta las narices como aquel lo hizo sobre el agua del lago, y que, por otro lado, recibió el mensaje.
Hasta que no quede ni un vidrio de indiferencia, todas las piedras todas.
Domingo, 16 de noviembre de 2025.
*Psicólogo (UNR). Magíster en Salud Mental Comunitaria (UNR). Psicoanalista. Escritor e investigador. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Lugar, 2021), Los procesos de subjetivación en psicoanálisis (Topía, 2023) y Juventudes no adolescentes (Topía, 2025).

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