A partir de la lectura del libro de María Negroni «La Anunciación», la autora reflexiona desde la ficción, sobre la relevante función de la literatura para la memoria.
Por Yael Noris Ferri*
(para La Tecl@ Eñe)
I
Vivo en una ciudad en la que, según creen sus habitantes, se caracteriza por la presencia de un calicanto que encierra un arroyo cruzando de sur a norte toda la urbe, La Cañada. Sin embargo, para mí, el lugar más representativo de esta isla mediterránea llamada Córdoba, es una plaza. La plaza San Martín es un cuadrilátero, pero por alguna distorsión geográfica mental siempre la vi redonda. No entendía el porqué de esta deformación hasta que hace unos días, cuando murió Hebe, volví a esta plaza. Un memento mori me atravesó como un hilo que sutura el cuerpo puntada tras puntada. Llegué consternada a sentarme una vez más en ese banco verde, ahora con la compañía de un libro de María Negroni, La Anunciación.
Mi mirada se clavó en San Martín. El memento trae lo circular de mi fijación con la plaza. Tengo cinco años. Es un día de calor como el de hoy, mi mamá me compra un helado de dos bochas, frutilla y chocolate. Entonces atravesamos la plaza tomada de la mano. Yo le pregunto por unas mujeres que caminan y por qué la gente se detiene para levantar unas fotos, y con ellas dan una vuelta a la plaza, las dejan en el piso y siguen caminando. Mi mamá me pregunta “¿vos querés?” Sí, le respondo y abro grandes mis ojos. Mi mamá me dice que no me suelte de su mano, pase lo que pase. Tomamos la foto de un chico. Lo recuerdo en blanco y negro, sonriente, menos de veinte años, lo miro, mi mamá levanta la pancarta entera, yo solo tomo el palo que la sostiene. Caminamos en ronda. Unas mujeres lloran. No entiendo lo que pasa. Se me cae el helado, no importa, camino. En la segunda vuelta mi mamá me dice si yo quiero llevarlo, le digo que sí. Me siento fuerte, la pancarta pesa mucho pero no digo nada, mi mamá llora, yo no pregunto.
Abro nuevamente los ojos grandes como para despabilarme, así, como cuando se vuelve de un recuerdo. La plaza ahora está vacía, no hay ronda. Me empieza a agarrar un dolor entre medio de esa juntura de las costillas. Busco el libro. Un hombre ciego con bastón vende figuritas truchas del mundial…
II
Abro el libro de Negroni, pienso que su escritura es una apuesta importante. Quisiera tener su contacto telefónico para decirle que su libro me sostiene en días como hoy. Intento buscar el teléfono de Negroni en Google e imagino que me lee el primer capítulo. Me arrepiento. Vuelvo a mi celular, googleo cuando fue la primera marcha de las Madres de plaza de Mayo. Intento descifrar de qué año es mi recuerdo, quiero saber de esas primeras rondas. Sí, fue un jueves, fue hace 45 años.
Hay un detalle persistente en mis pensamientos, si le pidiera a Negroni que me leyera su primer capítulo se me cocería un poco el alma. Otro detalle, las madres además de rondar los jueves, hicieron la ronda abierta. Google me dice: «Las marchas están abiertas a todos aquellos que quieran acompañar el reclamo». Pude rondar, puedo atestiguar que la invitación fue un vacío a transitar. Cruzo estas ideas con algunas de la escritora mexicana Ileana Diéguez que recuerdo de su libro Cuerpos sin duelo. ¿Qué hubiera pasado si esas mujeres no hubieran puesto sus cuerpos verticales para reclamar? Insiste ahora mi pregunta ¿qué hubiera sucedido si el miedo las hubiera enmudecido, las hubiese hecho retroceder?
Estimo que la memoria no se hubiera escrito. Imagino esas madres con miedo buscando una foto de sus hijos para pegarla en una pancarta. ¿Cuál elegir? ¿Cuál es más fidedigna de su último rostro?
Vuelvo al libro. En la página 13 leo «No sé cómo se cuenta una muerte, Humboldt. Y, menos, una muerte como la mía, que terminó volviéndose vida». Así abre La anunciación, María. Esta Anunciación es una nueva edición, la tengo subrayada. Me gusta hundirme en la memoria de Negroni, en esos soliloquios, en su estética de hablar sola y hacernos sentir acompañados. Porque eso hace, nos hace testigos de su dolor de su exilio, el tiempo en que la dictadura la quebró y tuvo que irse. Nunca sabremos si fue ella o la protagonista de la novela, pero un lector nunca se pregunta eso.
III
El exilio. Otro desgarro en la memoria. Cuando estaba en la facultad conocí una amiga cuyos padres debieron exiliarse en Marruecos. Su madre había estado presa en una celda de la cárcel San Martín. Cuando iba a su casa miraba una biblioteca con un escritorio empotrado en un placard. Allí se sentaba y leía. Mi amiga decía que era el único lugar de la casa en el que podía leer su mamá. Que, aún estando en otro país, permaneció encerrada por miedo. “Mi madre teme al mundo”, solía decir mi amiga.
Sigo con el libro en mis manos. Marqué varias páginas. Creo, con todas mis fuerzas, que cada vez que lo leo algo de la memoria se escribe en mí. La voz del personaje es de una mujer que escribe desde lo más íntimo, de lo privado a lo público, y así narra el horror. Leo lo que marqué en la página quince, un dicho a Humboldt: “Las palabras hacen ruido como si fueran manzanas. Un mordisco y otro mordisco y, a último momento, nos dejarán con hambre. El fracaso, Humboldt, se parece al desarraigo, uno cree que algo terminó pero en verdad no hizo más que empezar y durará para siempre, como una noche estrellada, llena de fantasmas. Así fue que morí y resucité, morí y seguí luchando, y cansada y tuya para siempre, te borré de mi vida”. Sigo en la otra página donde la protagonista habla con Humboldt: “¿Te parece muy loco lo que digo, Humboldt? ¿Entendés mis palabras demasiado huérfanas? Ahora estoy en Roma. Ahora la casa de las paredes verdes está lejos. Tan lejos que parece una isla cubierta por la nieve. Me pregunto si fui feliz en ella, si lo fui sola o con vos, cuánto duró. Quisiera que llegaras, en este mismo instante, para aclarar mis dudas. Pero no hay nadie aquí, salvo mi vida privada y mi dolor. Es como si alguien hubiera abierto una herida, y después otra, y otra más, y después hubiera encerrado allí a una golondrina”.
María se debate entre su vida privada y el exilio. La novela tiene siete capítulos. Se mece la memoria en ella. Prevalece en mí la aguja del coraje clavado, allí, en la escritura novelada. Mientras leo la novela recordé a Daniel Moyano. En una entrevista que le hacen contaba que el exilio era para él una marca irreversible, una rotura en los cordones umbilicales, un dolor que se hace sentir como un desarraigo constante. Al final de la entrevista Daniel decía que el triunfo de la ética es algo que está en la memoria genética de la humanidad, eso se llama esperanza…
En las páginas siguientes la novela cuenta de Humboldt: “El 11 de marzo de 1976, tiene 22 años. No fuma. No sabe jugar al ajedrez. Partir de viaje es un hecho que no figura en sus planes, como no figuran los siete cielos del Islam, ni censorius de Smyrna que puso la nota de las estrellas fijas a una octava de la tierra.
Para la SIDE, que lo tiene fichado, es un sujeto peligroso, un subversivo al servicio de intereses apátridas. La foja policial agrega: nivel de instrucción, secundaria; nivel militar, muy bueno; actitud frente a la realidad, denegatoria.
¿Hubiera tenido hijos? Puede ser. También puede ser que no.
En cualquier caso nunca los hubiera llamado Albano Jorge, Hermes José, Reynaldo Benito, Cesario Ángel, Jorge Rafael, Luciano Benjamín, Emilio Eduardo, Orlando Ramón, Leopoldo Fortunato.
Difícil establecer con certezas cualquier cronología de sus tristezas.
Carece de nombre de pila.
Todo lo que tiene es un alias: “Humboldt”.
Cierro por un rato el libro, respiro. ¿Y… si el pibe de la foto en blanco y negro, el de la ronda, el que encontré y levanté era Humboldt?
Vivir adentro de una novela, eso me pasa con esta, lean…
Córdoba, 21 de enero de 2023.
*Psicoanalista en la ciudad de Córdoba. Adherente al C.I.E.C, asociado al Campo Freudiano. Escribe y publica en revistas literarias y de Cultura.
1 Comment
A mi parecer, la autora ubica muy bien la operación de la memoria, que no es la impresión de lo que fue, sino una vuelta por lo pasado desde una pregunta siempre presente.
Hermoso texto.
Saludos