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El Ensayo y la Universidad – Por Fernando Alfón

A propósito de Saberes de pasillos, de Horacio González

(A propósito de Saberes de pasillos, de Horacio González)

 Fernando Alfón*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Si por ensayo se entiende escribir algo sin énfasis de que sea definitorio, ni absoluto, ni divino; algo que admite ser corregido, mejorado o refutado; o bien algo que uno cree y defiende, pero no de manera dogmática: entonces ensayistas somos todos. Independientemente del género que adopte nuestro texto —diálogo, manifiesto, tesis, tratado— el carácter ensayístico subyace a todo tipo de texto orientado a la argumentación y el conocimiento. Ahora bien, no es este sentido tan general de ensayo el que campea por las universidades, sino algo cercano a la literatura, cuyas marcas más características serían la brevedad, el estilo, la subjetividad: el ensayo tal cual lo ejerció Montaigne y cuya popularidad terminó por devenir en un género literario. Este ensayo montaigneano —ámbito del boceto y lo diverso— se lo contrapone al ensayo académico —ámbito de lo acabado, lo riguroso y sistemático—.

Esta contraposición nos interesa, porque reconstruir el modo en que el ensayo se fue bifurcando en dos tendencias opuestas es también trazar una nueva historia de los avatares de la escritura argumentativa. Al ensayo montaigneano, efectivamente, hoy día lo vemos distanciado del tratado, ocupa un lugar periférico y se percibe como una desviación; pero para comprender esta bifurcación, deberíamos recordar que fue el tratado quien comenzó siendo un discurso periférico del ensayo y creció hasta convertirse en el género preferido por las instituciones del conocimiento. No son los Essais (1580) los que pretenden refutar al racionalismo cartesiano —como sugirió Adorno—, sino que es el Discours de la méthode (1637), más de medio siglo después, el que intentó refutar el escepticismo montaigneano. El ensayo no se define en contraposición al método cartesiano, sino que, a partir de Descartes, se presume que la inquisición constante del ensayismo podía ser fijada y convertida en regla. Los géneros que hoy colonizaron la universidad se perciben hijos lejanos de este cartesianismo, cuando en verdad son nietos díscolos de Montaigne, o cuanto menos de lo que este representa.

La universidad ha atravesado distintos momentos y han resonado en sus aulas escrituras, voces y gobiernos muy diversos. Pensamientos vanguardistas, religiosos, revolucionarios y artísticos la han dotado de una vitalidad cultural cuyos frutos no son equiparables a los de ninguna otra institución. Esa diversidad ha honrado su misión primigenia, que fue, fiel a su nombre, tender a la universalidad, entendida como anhelo de alojar los saberes más diversos de la humanidad, estudiarlos, sugerir y gestar otros tantos nuevos. Esos tiempos de politeísmo proteico se han apagado. La universidad, hoy día —intimidada por la exigencia del lucro y rendida ante el embrujo de cada innovación tecnológica— parece no tolerar sino el discurso sistemático, utilitario y comercial. A eso se llama ciencia y a todo lo demás —un todo lo demás que llega hasta los saberes esotéricos—, llama ensayo. La universidad se ha puesto imperativa y suspendió su antigua vocación dialoguista. De la universidad como el universo vasto de los saberes, se fue hacia la universidad del Uni-Verso, cuyo género escritural acorde es la Mono-grafía. Este Verso Único, al monologar, se retroalimenta y engorda a costa de olvidar sus lenguas más añejas; pero al contrastarse solo con sus propios textos se empobrece. Engorda y a la vez se desnutre. Crece en tamaño y se debilita. El aspecto de la universidad es inexpugnable, pero basta con recorrer sus pasillos para comprobar que, como quejidos de su más remota memoria, sus cimientos aún recuerdan sus fuentes renacentistas y, mucho más en lo profundo, sus antiguas escuelas clásicas, auténticamente ensayísticas.

El ensayo es uno de esos saberes que se ha retirado de la ciudadela universitaria, aunque aún mantiene misiva con algún jefe de familia o visita algún pariente que quedó del otro lado. Este tema no remite tanto al ensayo como a los dilemas de la universidad. Lo menciono por el vínculo que aún mantienen, y para decir que el ámbito público del ensayo no radica en la institucionalización. Quizá sea irremediable que el ensayo montaigneano no alcance la ciudadanía plena en la universidad, y quizá sea lo que a ambos mejor le convenga. La fuerza de uno y de la otra radica en su equidistancia. No en una mutua indiferencia, sino en una subrepticia relación epistolar. Esas misivas son las que se mandan a través de las revistas culturales, las editoriales pequeñas, las ferias de publicaciones, las querellas en la prensa, los grupos de estudio privados.

 

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La universidad se ha abroquelado, pero nunca al punto de sellarse por completo, porque vive de sus desajustes, respira en esas hendijas por donde se cuela aquello que llama «espontaneidad», «improvisación» y «espiritualismo». Combate sus desórdenes, pero nunca al punto de extinguirlos, como si sospechara que acallar ese ruido molesto equivaldría a silenciarse por completo. A menudo es desde la misma universidad de donde proviene el elogio al ensayismo, como forma de interpelarse a sí misma o como estrategia de legitimación de los docentes e investigadores que encuentran en el ensayo la fuerza y la efectividad que no hallan en los papers confinados a revistas departamentales.

No hay que temer la extinción del ensayo en la universidad, ni debemos esperar un futuro promisorio del mismo en esos claustros. No sucederá ni una cosa ni la otra. La una, porque la universidad no dejará de ser el lugar donde los pensamientos se manualizan y se replican abrumados por la pesadez del estilo. La otra, porque de aspirar a la hegemonía, el costo sería convertir el ensayo en una escritura estatal, muy poco ensayística. El ensayo se proyecta, en este panorama, como la posibilidad de un pensamiento más libre, mejor planteado y de mayor vocación persuasiva.

Ni extinción ni futuro deslumbrante, y acaso ambos se legitimen, en sus respectivos tribunales, como defensa ante la amenaza que representa el otro. No obstante puede que, por alguna desgracia, suceda más una cosa que otra. Lo único a lo que los ensayistas podemos aspirar es a que el ensayo no sea censurado. De esa pervivencia, siempre a manera de fuga, depende su buena salud, pero a la vez la buena salud de la universidad. Pues una universidad sin ensayismo en sus horizontes pedagógicos es como una democracia sin movilización callejera.

El ensayista —al menos en las universidades argentinas— no es solo el que escribe bajo el influjo anhelado de la buena literatura, como si su única distinción fuera un amaneramiento o un romanticismo anacrónico. Escribe distinto porque es aquel que aún lee de manera transversal el conocimiento y se embebe de las mejores tradiciones prosísticas; no es un especialista, porque se reúsa a convertirse en un instrumento del conocimiento. Su vocación temática abraza por igual esa dilatada región del conocimiento que aún conserva el nombre de humanismo. El ensayista comprende de manera oblicua. Es aquel que atesora en su casa una biblioteca —por modesta que sea— celosamente ordenada; es aquel que aún establece un diálogo vital con la tradición del libro, con el legado de la cultura escrita; que vislumbra atento el siglo XXI, pero hunde sus inquisiciones en las más recónditas escuelas de pensamiento. El ensayo en la universidad es la presencia de ese tipo de intelectual que, de extinguirse, la universidad perdería sus reflejos y avanzaría como un gigante de papel humedecido, ilegible y a la vez impotente. Puede que los ensayistas no ocupen los cargos de mayor relevancia o graviten alejados de las decisiones de gobierno, pero son los que sugieren una bibliografía espinosa, los que cada tanto publican un libro sorprendente o entusiasman al alumno recién venido. A través de ellos la universidad asume riesgos. Ese tipo de intelectual no es el que acrecienta los recursos económicos de la universidad; pero si aún hoy debemos defender que se sigan invirtiendo recursos públicos en ella es porque, permeable aún a esos mismos intelectuales, egresan vocaciones, no solo profesionales; humanistas, no solo técnicos; políticos, no solo gestores.

 

Buenos Aires, 15 de abril de 2018

*Ensayista

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