El individualismo neoliberal se convierte en un instructor implacable del cinismo de mercado deshumanizado, por ello es urgente ampliar el concepto de pobreza y entenderla también como pobreza intelectual, es decir, la negación explícita de la razón como herramienta para liberarse de formas de explotación.
Por José Luis Lanao*
(para La Tecl@ Eñe)
Nadie quiere escuchar de la situación del prójimo ni una pizca que le vaya a suponer una incomodidad psíquica o cognitiva con respecto a la validez de sus propias creencias, valores y conductas. Hay asentado un rechazo automático tanto a la crítica externa como al autoanálisis profundo para no amenazar la única certidumbre inequívoca de nuestro tiempo: el culto al individualismo neoliberal. Nada merece consideración si no se ajusta a las expectativas prefabricadas por el consumo o la ideología. Esa bruma indiferenciada que nos vuelve indiferentes al dolor ajeno y nos deja desprotegidos como ciudadanos. Una realidad que ni tan siquiera la pandemia logró transformar en una estructura robusta de sustento afectivo. El individualismo neoliberal como principio organizador de la vida anímica y económica, sin dudas, salió más fortalecido, convirtiéndose en una enfermedad más desafiante, sin que exista voluntad institucional por curarlo. El dogma enseña a negar que pueda haber alguna esperanza en utilizar la política como instrumento para el cambio social. Lo único que se legitima es trabajar a favor del egoísmo, “de lo mío”, coincidiendo que tal asunción representa la manera más efectiva de luchar contra el pensamiento transformador. Mediante este reduccionismo irracional todos los proyectos que aspiran a una sociedad no fundada en torno a la desigualdad y la explotación quedan redefinidos como vehículos sospechosos de volverse corruptos e incapacitados por naturaleza para ser coherentes con la visión teórica que defienden. El efecto secundario consiste en que la validez ética de los propósitos transformadores quede suspendida en un vacío “sine die”, de forma que hasta un hipotético intento quede abortado desde su misma aparición en el pensamiento.
El individualismo neoliberal se convierte en un instructor implacable, que enseña a responder sin complejos a una pregunta antagónica para cumplir con su mandato: ¿en qué medida me afecta personalmente la disminución de la pobreza en mi país? Una pregunta, que, en realidad, le tiene sin cuidado, ya que interpela al cinismo de un mercado deshumanizado. Cuando lo realmente necesario es la urgencia de ampliar el concepto de pobreza. Entender por pobreza también el dolor que genera una situación emocional y material de inestabilidad. La pobreza es la negación explícita de la libertad, y tirando de este hilo, la pobreza intelectual vendría a ser la negación explícita de la razón como herramienta para liberarse de formas de explotación. La promocionada resiliencia ante la desigualdad social no ha pasado de ser una moda engañosa dado que, en verdad, escasea, entre otros factores por una alarmante falta de atención y comprensión que exigen disciplina, preparación y esfuerzo intelectual y que son imprescindibles para entender las desigualdades del mundo.
Mientras les tiramos migas a las palomas no hemos convertidos en rehenes de la ola emocional que hoy domina la extrema derecha. Hablo del cambio que hemos vivido los ciudadanos, normalizando las falsedades y las medias verdades y no exigiendo honestidad y rigor. Será porque las medias verdades crean percepciones y eso, al final, es lo que queda: queremos que nuestras percepciones calen.
Cuando la clase política omite la valoración de la pedagogía cultural y la sustituye por la propaganda y por formas superficiales de explicar la realidad y prometiendo soluciones infantiles, estaría ensalzando el demonio del Narciso neoliberal, quien cae en un optimismo ciego para impedirse reconocer su propia complicidad con la perpetuación de la pobreza, incluida la suya.Kierkegaard aludió a este sujeto como aquel que “tiene ojos que no ven y oídos que no escuchan”, pues es alguien que ante la imposibilidad de deshacerse de lo que le resulta insoportable de sí mismo y del mundo, elige suprimir su miedo por esta obsesión. El narcisismo es tóxico porque te alienta a dirigir la rabia no contra uno sino contra cualquier objeto externo, al mismo tiempo que preservas todo lo que te supone un tormento para así poder repetir el sentimiento de odio y apela a que nadie necesita del perdón de una autoridad ética. Para funcionar le basta consigo mismo.
Debemos ser capaces de resetear las condiciones del debate ciudadano. Tal vez parezca un brindis al sol, pero si este tiempo ha sido colonizado casi inevitablemente por la lógica del neoliberalismo tribal, el que se abre hoy debe ser un tiempo de debate y valoración colectiva, el tiempo de pinchar por lo menos algunas de estas burbujas y aterrizar de nuevo en el mundo común. En esta nueva modernidad sin alma, sin venas, que ya no consuela, ni cobija, solo raspa y duele, transitando tiempos en que lo miramos todo con la indiferencia tumoral de lo naturalizado. Bajo la trampa de vivir para producir, consumir, para estar al día, para ser visible, para no desaparecer. Lamentablemente, no somos lo que somos, somos lo que nos dejan ser.
España, Logroño, 28 de julio de 2024.
*Periodista. Ex Jugador de Vélez Sarsfield, clubs de España y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.
2 Comments
Otra impecable columna que reafirma imprescindibles verdades. Un artículo imperdible. Te felicito José Luis.
El análisis está muy bueno pero se despega al usar conceptos tan neoliberales como «tóxico y resiliencia».