El negacionismo no es una opinión sobre exterminios y genocidios sino que es la continuidad de esos crímenes bajo otras formas. Es por ello que en los países donde esos hechos tuvieron lugar resulta plausible asumir por parte de las estatalidades la correlativa responsabilidad hacia la continuación del horror en sus neo formas embrionarias.
Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)
Contra lo que pretende el negacionismo de exterminios y genocidios, sus inquisiciones no son sobre el pasado sino sobre el futuro, son diatribas contra los Nunca más en procura de vulnerar las barreras levantadas contra la repetición. Esas barreras consisten en repertorios que no son idénticos en la posterioridad de cada uno de los exterminios y genocidios, sino que se configuran de maneras situadas, con sus singularidades. Determinar rasgos recurrentes en las diversas experiencias límite solo puede inferirse de referencias testimoniales e históricas que concurren a formular el acervo que documenta lo acontecido. En cada uno de los eventos paradigmáticos, por lo general, esos acervos se nutren de lo multitudinario de las masacres, que dejan atrás, también en forma multitudinaria, sobrevivientes, descendientes, vecindarios, tramas institucionales, estatales y de la vida civil, círculos concéntricos que culminan en el conjunto de cada una de las sociedades adonde tuvieron lugar los hechos. Esa inmensidad multitudinaria, siempre objeto de negación desde su propio origen, es lo que los actuales negacionismos quieren mantener en el silencio, la omisión y el consentimiento.
El negacionismo refiere al futuro y no al pasado porque no es posterior a los hechos sino que los precede, solo que en su momento no fue advertido, o no fue reconocido, o fue hasta habilitado como apetencia, de un modo u otro. Se da cuenta así, con tal formulación paradójica acerca de la temporalidad, de un rasgo decisivo de los exterminios y genocidios, que reside en que las masacres son metonímicas de las transfiguraciones histórico sociales que sus perpetradores proyectan y realizan. El trazado exterminador es una intervención sobre el tiempo histórico social que consiste en borrar el pasado y reescribirlo. La solución final consiste en crear una in-existencia a través de la aniquilación, en el presente, de todo rastro viviente histórico de lo exterminado. Decir que es para forjar un olvido es insuficiente porque no es el olvido lo que se busca, sino crear una realidad alterna en la cual ese colectivo social odiado, vilipendiado e inculpado nunca haya existido. En ese sentido el negacionismo precede a cada holocausto, no solo porque la condición de posibilidad de su materialización requiere primero un apartamiento simbólico, segregación y criminalización del objeto colectivo de desprecio y asco, sino porque la propia operación discursiva -esto es, cuando se exponen “opiniones”- anticipa, y reproduce, el modo originario del aniquilamiento.
Esta precedencia discursiva del aniquilamiento ha sido observada desde siempre, ya sea por quienes dieron aviso del incendio, antes, o después de los sucesos, cuando se elevaron los interrogantes sobre cómo fue posible. De todo ello emergieron bases ético políticas y jurídicas fundantes de las instituciones políticamente correctas de la segunda postguerra mundial, y que en términos abstractos están vigentes, aunque han sido objeto de un continuo deterioro y desmentidas por múltiples acontecimientos incompatibles con tales fundaciones. Cualquier lista que se borronee será interminable, y se podrá comenzar con la guerra fría y el terror nuclear para mantenerse abierta porque a cada instante algún nuevo horror, en algún lugar del mundo, se sumará a la serie. Sin embargo, esas fundaciones no han sido todavía sustituidas por otras, sino que por el contrario no han hecho más que, como tales, perfeccionarse y actualizarse.
Los devenires histórico político mundiales de las últimas ocho décadas -prontas a cumplirse- son heterogéneos y contradictorios. Mientras el repertorio fundacional de un orden internacional adecuado a los derechos humanos ha ido evolucionando, en muchas otras instancias vemos grandes retrocesos y emergencias de nuevas barbaries, así como desentendimientos en las propias luchas por los derechos humanos.
En nuestro país, justificadamente orgulloso por grandes realizaciones en favor de oponer a la dictadura del 76 un estado de derecho sostenido por la memoria, la justicia y los derechos humanos, con todas las idas y venidas que conocemos, no obstante, entre las diversas deudas y pendientes que nos aquejan se cuenta la actitud generalizada hacia el negacionismo, al que tratamos como si fuera una opinión, que es la forma que pretende y con que se presenta, y con la que consiente buena parte de nuestra sociedad.
La experiencia postdictatorial argentina ha estado habitada por un paradigma punitivo de la memoria basado en el juicio y castigo a los culpables, con diversos logros, irradiaciones de índole diversa hacia otros aspectos de la vida en común, y omisiones, como ocurre con el negacionismo. Predomina una justificada aversión hacia toda censura, asociada con la dictadura genocida, así como se verifica la hegemonía de una ideología comunicacional amparada por una interpretación liberal de la primera enmienda arraigada en múltiples estratos sociales argentinos. Todo ello ha postergado la inquietud por el negacionismo hasta prácticamente la actualidad, en que su desenvolvimiento ha alcanzado tal magnitud que consiguió convertirse en un tema de preocupación más generalizado que hasta ahora.
De modo prevaleciente se ha instalado en la esfera pública, alentada por las formulaciones que rechazan problematizar jurídica e institucionalmente el negacionismo, una agenda binaria entre un supuesto punitivismo de opiniones, lindante con la censura o directamente censor, y una posición contraria favorable desde su punto de vista a la libertad de expresión. Según esta segunda actitud, el negacionismo es una opinión sobre el pasado y debe ser sometida solamente a debates con expertos sobre historia y memoria, sobre todo, sobre historia. Este punto de vista asimila el negacionismo del genocidio de la dictadura a otros discursos negadores de diversas realidades, algunos de ellos inocuos e inimputables, consintiendo de esta manera con lo que el negacionismo pretende ser: una opinión.
Desatiende esa posición, que por desgracia probablemente sea mayoritaria o al menos muy influyente, que pretenderse opinión es el ardid que la dictadura dejó a su paso, como esas minas o proyectiles que después de las violencias bélicas quedan sin estallar, latentes para hacerlo en cualquier momento: una amenaza sin plazo. El ardid consiste en simular un debate sobre la historia para encubrir la continuidad del dispositivo genocida, que no se limita a los acontecimientos del horror sino que comenzó bastante antes, a través del diseño del aniquilamiento simbólico precedente. Lo que se implica así es que el negacionista contumaz no es una conciencia libre que opina y juzga sino una agencia continuadora del proyecto genocida, y por lo tanto, mientras se limita todavía a “opinar”, una fuente de propaganda y acción encubierta del genocidio cuya consecuencia es deteriorar las barreras levantadas contra la repetición del horror. En nuestro país, un efecto adverso, o pendiente, del paradigma punitivo de la memoria es la premisa de que la punición de los horrores de la dictadura constituiría una condición decisiva del nunca más, sin advertir que la sucesión generacional de los perpetradores nos aproxima a dejarnos en un nuevo escenario en que tales juicios y castigos ya no tendrán efectos más que hacia el pasado, no sin un rédito simbólico valorable y hasta necesario en nuestra propia historia reciente, pero no suficiente en lo sucesivo.
Los acontecimientos del horror son la ejecución de una sentencia que prescribe la desaparición de un colectivo social definido por el agente perpetrador sin advertencia ni conocimiento inteligible por parte de la víctima. El suceso no se anuncia a las víctimas, que caen inermes y desprevenidas en la trampa letal. La sentencia es clandestina, y se la deniega en forma sistemática. Por otra parte no era creíble que tal suceso tuviera lugar. Con posterioridad al cese del exterminio en las distintas formas en que su interrupción ha ocurrido, se lo caracterizó y configuró en tanto verdad, memoria y justicia. Quienes sobrevivieron y sus descendencias encarnan el sustrato viviente de la memoria. Con mayor frecuencia se omite o no se explicita un aspecto decisivo de todo el asunto: la sentencia es irrevocable. Se le opone a la sentencia una contra sentencia: nunca más, fórmula orientada a impedir la repetición del horror. Fórmula necesaria que se presume eficaz, y que va acompañada de las múltiples tramas memoriales, jurídicas, culturales y sociales que conocemos. Sin embargo, la fórmula del nunca más contiene una omisión paradójica: elude el carácter irrevocable de la sentencia desaparecedora. Y esto es por su naturaleza clandestina, denegatoria de los hechos y adversa a toda juridicidad legítimamente instituida con posterioridad. Una vez impuesta la condena por la agencia perpetradora, y destituida tal agencia cuando se termina con la estatalidad criminal que le dio origen, en la nueva escena la condición perpetradora subsiste de manera transmutada en la civilidad resituada. Entonces, en magnitudes que no son idénticas a las originarias ni se pueden establecer con precisión, prosigue anhelando la formulación de la sentencia. En otras palabras, el colectivo social sentenciado a la desaparición, constituido por quienes sobrevivieron -de las distintas formas muy diversas en que ocurre la supervivencia-, llevan consigo por siempre el estigma de la condena. El olvido es la desmemoria o el descuido respecto de ese estigma, y el estigma, la razón decisiva por la cual el crimen del exterminio no tiene fin en este sentido que podríamos calificar como ontológico. Y es porque no tiene fin que hay que proseguir con el deber de memoria del nunca más, no porque se vaya a repetir algo que sucedió y ya no sucede, sino porque sigue sucediendo de modo irrevocable. Y el modo en que sigue sucediendo, en principio, consiste en volver al comienzo semiótico, a la exposición pública de la segregación y la estigmatización que van en procura de nuevas formas que resulten irreconocibles para el sentido común.
El negacionismo no es una opinión sobre unos hechos, sino que es la continuidad de esos mismos hechos bajo otras formas. Es por ello que en los países donde esos hechos tuvieron lugar resulta natural asumir por parte de las estatalidades la correlativa responsabilidad hacia la continuación del horror en sus neo formas embrionarias. Si el Imperio puede ostentosamente agitar su primera enmienda para oponerse a tales reconocimientos, no es porque los Estados Unidos sean más democráticos que países europeos, sino porque en estos últimos es donde radican poblaciones agentes del exterminio, como sucede asimismo con nuestro país. En la escena europea, al terminar la Segunda Guerra Mundial, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se llevó a cabo la denominada desnazificación, fácil de olvidar su carácter coactivo mientras mantuvo una eficacia relativa -motivo de interés de la crítica cultural- durante un cierto lapso que vemos ahora caducar.
Susurros son estas líneas que abogan por profundizar advertencias y reflexiones. El propósito es calibrar la patente tragicidad que atraviesa el respectivo debate frente a banalidades y simplezas que se le oponen. No es un debate sobre punitivismo ni sobre libertad de expresión, sino una apelación a mirar de frente la prosecución de los hechos, situados por cronología en el pasado, pero manifiestos semióticamente en el presente como amenaza letal. Será otra vez el testimonio el que elevará la voz frente al vacío de lo real extenuado por la perpetración, pero será también la estatalidad quien deba asumir sus responsabilidades tan indelegables como irrevocable es el estigma que el horror instala para siempre, en el orden de lo imperdonable y lo imprescriptible. Son estas dos categorías que van más allá del presente las que el negacionismo lesiona, la condición de lo imperdonable y de lo imprescriptible, devenidas trivial habilitación del olvido. La sociedad y el estado no lo deben permitir. Imperdonables e imprescriptibles como son los hechos del pasado, transfieren la condición que los define a los enunciados que los invocan, como si no lo estuvieran haciendo, como si estuvieran hablando de otra cosa, como si de las duchas fuera a salir agua para el baño o como si los traslados fueran cambios de domicilio. No es sencillo instruir desde semejantes enunciados causas incriminatorias, no lo es jurídicamente, pero tampoco lo es en el dominio de la mera convivencia civil. Objeto de debate tiene que ser la instrucción de las causas como sucede con todos los crímenes, tanto en sede jurídica como en sede societal civil. Ningún crimen, ni desde el punto de vista jurídico, ni desde el punto de vista ético político, cae definido por su propio peso, ni es obvio, ni es transparente, ni lleva en la frente su determinación. Por desconocer esta dificultad inherente a toda razón práctica es que se profieren tantas banalidades y anécdotas inocuas cuando se pretende con tanta extraña persistencia cuestionar el verdadero debate que sociedades como las nuestras deberán emprender, tarde o temprano.
Establecer responsabilidades jurídicas y políticas acerca de los negacionismos es ineludible, o debería serlo, por la gravitación que tales actos de habla ocasionan, del mismo modo que sucede con iniciativas homólogas en cuestiones de género y de racialización, entre otras, que solo inician un largo camino, un camino de conciencia, educación y responsabilidad, no necesariamente de censura ni de imposición arbitraria. Censuras y arbitrariedades son riesgos inherentes a la vida social, no susceptibles de prevenirse mediante simplificaciones y negligencias. Todo ello sin embargo atravesado de dificultades que no son mayores que las esperables de la insistencia en enfoques ingenuos y bien pensantes (en el mejor de los casos) ante el horror que congela el alma y no nos da tregua.
Buenos Aires, 25 de abril de 2022.
*Profesor universitario, crítico cultural y ensayista. Es profesor titular regular en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, dependiente de la Facultad de Ciencias Sociales.