Luis Bruschtein escribe esta semblanza/testimonio de cómo se vivió el Cordobazo en la ciudad de Buenos Aires.
Por Luis Bruschtein*
(para La Tecl@ Eñe)
Los años de dictadura habían generado una forma de hacer periodismo, una forma de ir a la escuela y andar por la calle, una forma de aceptar la autoridad. Esa Argentina estaba convencida que así era la única forma de ser. Era lo que se transmitía por la tele, lo que se absorbía en las conversaciones familiares y lo que educaba.
En ese mundo asfixiante, el Cordobazo fue una ráfaga de aire fresco, una forma de abrir las ventanas a otros mundos posibles. Yo había empezado a estudiar en Ciencias Exactas, deslumbrado por el despliegue, las aperturas y el juego de la inteligencia. El golpe del ‘66 destruyó ese ámbito de libertad: enviaron curas para exorcizar al demonio marxista de las aulas y pusieron celadores que nos vigilaban hasta cuando íbamos al baño.
Empecé a militar después del golpe de Onganía. Solamente quedaban ruinas de la Universidad que me había deslumbrado. Y entre esas ruinas estaba el futuro que había imaginado. Así que la militancia surgió como algo natural contra la dictadura a pesar de que sólo tenía 16 años. Al poco tiempo surgió la CGT de los Argentinos en la que se reunían las agrupaciones nacionales, en una de las cuales militaba.
Habíamos intrusado un departamento abandonado en la zona donde se iba a ensanchar la 9 de Julio. El edificio estaba impecable. Alguna rata que desalojamos y una que estaba trepada al cable del ascensor, que murió abrasada cuando alguien lo hizo funcionar. Así que cuando llamábamos al viejo ascensor jaula, el cadáver de la rata subía y bajaba con él. En un piso eran todos estudiantes de arquitectura y en el de abajo éramos estudiantes de biología y de ingeniería.
La dictadura parecía indestructible. Revolución Argentina. Decían que no tenían plazo para abandonar el poder, que primero tenían que reorganizar el país. Desde que teníamos memoria habíamos vivido en dictaduras, salvo algunos periodos de gobiernos civiles, condicionados de cerca por los militares. Los militares estaban siempre, asociados a la embajada norteamericana, a la Iglesia y a las grandes empresas, que les aseguraban un puesto en sus directorios cuando pasaban a retiro.
En Buenos Aires pasaba poca cosa. Hacíamos actos relámpago, volanteadas, poníamos alguna que otra bomba de estruendo, pero el activismo se circunscribía a pequeños grupos muy sectarizados. Gastábamos una energía enorme y la gente reaccionaba tipo zombi, algunos con simpatía, pero era un clima de sumisión y resignación a ese sistema de dictadura y falsa democracia.
Lo único verdaderamente importante era la CGT de los Argentinos, que tenía sus problemas también.
El Cordobazo pegó de lleno en esa tapa de cemento de “no tenemos plazos” que se habían puesto las Fuerzas Armadas. Pindonga no tenemos plazo. Nos había quedado libre una habitación. Recuerdo que allí habíamos puesto un televisor blanco y negro encima de una silla alta de dibujante que les había sobrado a los de Ingeniería.
No lo podíamos creer, esa manifestación hermosa de los obreros de IKA-Renault hacia la ciudad, la disputa en el centro cordobés con la policía, la toma del barrio Clínicas. Estaba Villarruel haciendo una cobertura de la rebelión y hablaba con los manifestantes. Increíble. Éramos cinco o seis sentados en el piso frente al televisor y alguno que había traído La Razón con las noticias y leía en voz alta.
Recuerdo el entusiasmo, la esperanza de vida que salía de esa vieja pantalla y nos llenaba de ganas. Me acuerdo que alguien dijo: “Tenemos que hacer algo acá”, por Buenos Aires. “Pero tiene que ser algo grande. No podemos bajar el nivel de Córdoba”. Alguno más realista comentó, “pero acá está todo dividido”.
Tenía razón. En Buenos Aires se hicieron dos actos, uno de la FUA, cerca del Obelisco y otro de las agrupaciones nacionales. Había 500 o 600 estudiantes en cada uno. Una lágrima. Pero eso daba cuenta del clima que se vivía en la ciudad.
Hicimos un acto relámpago sobre Avenida de Mayo y 9 de Julio y se tomó la sede de la Unión Industrial Argentina como objetivo. Las mesas del Hotel Castelar que estaban sobre la vereda, sirvieron para armar una barricada sobre la Avenida y otros lanzaron unas molo y bombas de alquitrán sobre la UIA, que tenía las persianas bajas. En medio de ese despelote, uno de nosotros, el Chufo Villarreal, rubio y flaquito, se subió a un buzón rojo que estaba en la esquina y se mandó un discurso cortito contra la dictadura. Ya se empezaban a escuchar las sirenas de los patrulleros en medio del despelote de bocinazos y gritos.
Eso fue el Cordobazo para los porteños. No lo vivimos realmente. Pero impactó en todo lo que vino después. Hasta ese momento, la mayoría de las agrupaciones de activistas era muy crítica de las propuestas guerrilleras y de la teoría del “foco”. Había una idea más insurreccional y de ganar a un sector de las Fuerzas Armadas.
Después del Cordobazo, esa discusión cambió. Se planteaba que las famosas vanguardias del proletariado habían estado detrás del espontaneísmo popular. Que el nivel de violencia de la confrontación que se había planteado en forma espontánea en la movilización cordobesa ponía una marca de la que no se podía bajar. Y empezó otra discusión sobre qué tipo de lucha armada. Chufo ya era biólogo y fue delegado de INTA en ATE. Murió en la contraofensiva montonera.
Buenos Aires, 29 de mayo de 2021.
*Periodista.