Milei, un ser roto que llegó a la Casa Rosada con el fin de representar a una sociedad en descomposición, está realizando con suma eficacia su plan monstruoso de exterminio.
Por Juan Alonso*
El sujeto cumple años. Va por los 54. Necesita a su hermana como un dios sirviente del brazo. Una correa de cuero y piel que lo ate al mundo en reemplazo del cordón umbilical materno. El que no tuvo. Del que salió a la tierra para no crecer y desprenderse al fin del propio nacimiento. Ahí lejos en las sombras de las sombras de su niñez donde se estancaron sus anhelos y sueños de adolescente morboso, va andando en círculos entre viejos y flamantes fantasmas de su profundo soliloquio espectral. Sin luces de sol. Siempre vestido de negro, con botas de abrigo para la Patagonia, pero en primavera de 33 grados en Buenos Aires, de camisa y mangas largas con campera, y un rostro de lunático mal medicado, sin dormir durante las madrugadas que pasa en redes sociales y plataformas líquidas hasta el amanecer. Buscando lo que no existe ni existirá. Poseído por las voces que le llegan dentro de las puertas de su mente. Lejos de la sabiduría enciclopédica de Freud, sin la menor idea de las palabras de Lacan, por fuera de la filosofía moral de Arendt, aunque forme una parte insegura y frágil de esta nueva vertiente de la banalidad del mal.
Hubo un tiempo de balones de fútbol Pintier que dolían en su cuerpo. Los centros con rosca de un 10 zurdo –bien zurdo original rioplatense- y el pasto seco de los inviernos que le rasparon las costillas. Fue chocando tantos arcos que quedó sin alma.
Su alteración psicótica resalta por los bordes. Javier Gerardo Milei se parece a una maceta de raíces putrefactas, que, a pesar del riego en forma de lata mediática y consola de piropos para el ego, se desprende por los bordes en forma de estiércol que no nutre plantas ni genera vida. Y más: los bordes de Milei asesinan el lenguaje y descomponen las palabras. Todo lo que pasa por su boca de engendro se convierte en odio de película bizarra. Los indicadores de consumo no lo ayudan. Encabeza un gobierno que se basa en la fecundación del hambre. Amenaza a una mujer. Le dice que quiere clavar el último clavo de su tumba con ella dentro del ataúd. Esa mujer fue dos veces presidenta de la Argentina. Cierra los ojos. No escucha la conciencia lógica. Hablan las voces de su ira. Ataca a la prensa, a la hija de un periodista del Canal TN, surge la paranoia obsesiva como en Stalin o en Hitler. Se manifiesta a favor del acoso a los niños con capacidades diferentes en las escuelas y colegios, se excusa, pida disculpas como que sí, pero no. Fabrica frases de su mundo venenoso.
Milei, un ser roto que llegó a la Casa Rosada con el fin de representar a una sociedad en descomposición, está realizando con suma eficacia su plan monstruoso de exterminio
Entonces, llegan las acciones escenográficas, especialmente montadas sin lecturas, sin pasado, sin familia, sin raíces, sin historias nucleares de destino y siempre dentro del abismal vacío de las macetas podridas.
Para ello, cuenta con un relato amoral y una eficacia propia de descuartizador metodológico. Ni siquiera podría decirse que el presidente –en minúscula- sería un genial técnico economicista de la bastedad de la nada. El hombre que admira a la generación del ’80 no podría haber sido nunca socio honorario de la oligarquía en el Jockey Club de Buenos Aires donde sólo ingresan las familias de los primeros y segundos terratenientes.
Su obsesión de ser esclavo y lacayo de ese poder lo define. Cada día empodera a la clase alta que lo desprecia y lo vomitará más pronto que tarde como una aceituna con su carozo de baba.
Miguel Cané (1851/1905), todo un referente de la generación del ’80, hubiera calificado a Milei como parte de “la chusma ultramarina” que llegaba a Buenos Aires para ultrajar a “nuestras” mujeres criollas y “vírgenes”. No le alcanza con la idiota teoría de la evolución capitalista de las sociedades humanas del clan Benegas Lynch. Si fuese por ellos, privatizarían hasta los mares, los peces, y las ballenas. Alambrarían la memoria y fusilarían la poesía. Porque estos especímenes humanoides ni siquiera poseen la más sutil imaginación y el encanto de la seducción amorosa. La circularidad de Milei parece cuadrada. Aparatosa y turbia llena de vileza, carente de belleza y de verdad.
En la obra El Matadero de Esteban Echeverría la voz que narra se erige en una única visión de Dios. Estos malvados libertarios pretenden forjar un flamante dios macabro en nombre de la libertad de mercado y la fuga de capitales y llaman a su secta “fuerzas del cielo”. Quizá eso signifique un canto de cuna para el niño zángano. Pudo haber sido asesino en serie como El Petiso Orejudo, letra de novela, personaje de Jorge Luis Borges en algún arrabal de la cobardía bajo las tinieblas de la ceguera. Nada de eso es. Nada de eso será. Le espera el olvido como a todos nosotros algún día de alguna noche de algún punto desierto.
Ahora que no hay intelectuales comprometidos con las mayorías que sufren. Ahora que Corea del Centro se dio cuenta que Disney crea dibujos siniestros y que los malos son malos y que la bondad no crece de las macetas.
Con las horas de la muerte de la alegría, entre fragmentos de la fugacidad, ante el desprecio por el sufrimiento de los otros. Cuando los pibes no mueven el fulbito en los campos de potreros para comer basura de la clase media que se extingue. Ahora que marchan los estudiantes y docentes universitarios, con los jubilados y pensionados sin el guiso, sin agencia impositiva porque estos robots no creen en el Fisco, pero evaden y ganan millones de dólares con papelitos inventados por ellos.
A mis mejores amigos no los he visto nunca escribió Raymond Chandler, harto del espejismo suicida de Hollywood. Cambió de representante y unos días después se murió. La ejecución del cinismo en tono casi musical y la franqueza militante no le alcanzó para quedarse, pero está.
Los fantasmas toman por asalto el Río de La Plata. Las carabelas llegan de nuevo para el saqueo en ropaje cibernético. Manuel Belgrano predijo que los Martínez de Hoz y los Álzaga eran expertos en el pillaje. Lo dijo él que los conoció en la Aduana de Imperio de España en el siglo XIX.
En el segundo volumen del ensayo de David Viñas (1927/2011) sobre Literatura y Política Argentina, se traza una línea analítica entre Leopoldo Lugones y Rodolfo Walsh.
Viñas nota que Borges escribió poesía durante el radicalismo de Alvear e Yrigoyen. Luego, con la Década Infame que en verdad se extendió desde 1930 hasta 1943 (13 años), Borges publica su obra sobre Evaristo Carriego. En Fervor de Buenos Aires aparece la figura de su abuelo como soldado de la Independencia.
Beatriz Sarlo (1942) explica muy bien cómo Borges entiende el tiempo de los finales y el olvido. En la primera edición, el abuelo Francisco aparece en “la orilla del olvido” y su coraje se desvanece en el infinito. En la última versión de 1974, Borges lo rescata del ostracismo del olvido y pone un ladrillo en la palabra “gloria”.
Francisco Borges y Miguel Cané nacieron en Montevideo, República Oriental del Uruguay, pero ambos son símbolos de la argentinidad.
Viñas hubiera llenado dos horas de televisión con esos datos de fechas, nombres, espadas, lanzas, sangre, cañones, y cuchilladas con no poca inocencia para perecer.
A diferencia de Evita votando en 1951 en su lecho de muerte, Milei no será nunca “una imagen de Tolstoi”.
*Periodista.
Este texto fue publicado originalmente en Diario Red.