CUENTO: LA ARDILLA – POR DIEGO TATIÁN

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CUENTO: LA ARDILLA – POR DIEGO TATIÁN

Obra: Pat Andrea

Con motivo de un reciente intercambio de trabajo con el pintor holandés Pat Andrea en París, Diego Tatián escribió un cuento sobre el artista en el que retoma de manera explícita algunos recursos borgeanos para reescribirlos como ofrenda de amistad. En exclusiva lo publicamos en La Tecl@ Eñe e inauguramos la sección cuentos de la revista.

Por Diego Tatián*

(para La Tecl@ Eñe)

Un sonido salió del cuadro. ¿Sería posible? Salió claramente de él. No me era desconocido, estaba seguro de haberlo escuchado antes pero no podía recordar cuando ni a qué correspondía. Eso sucedió esa mañana con las pinturas de Pat Andrea. Aunque parezca imposible, o increíble, de repente algo salía de la tela, al mismo tiempo extraño y familiar (existe una palabra alemana que todos usan para nombrar esa experiencia contradictoria, pero voy a abstenerme de escribirla aquí). Al principio atribuí esa intrusión del arte en el mundo a una sugestión producida por el cansancio; había viajado muchas horas hasta llegar a París y seguramente los sentidos estaban todavía un poco alterados.

Casi vacía, la Strouk Gallery de la Avenue Martignon había cerrado la muestra el día anterior, pero nos fue permitido recorrerla de todas formas por pedido del artista. Solo unas pocas personas deambulaban esperando que finalizáramos nuestra visita para descolgar por fin los cuadros. Al cruzarme con una de ellas me pareció que acababa de ver su rostro en una de las pinturas de la sala contigua, pero con una expresión diferente. No quise volver a corroborarlo, decidí mantenerme en la explicación por el cansancio -aunque una perturbación, al principio leve y poco a poco más intensa, me acompañó en lo que vería de aquí en más.

Pat hablaba de sus obras como un niño que acaba de hacer una travesura. Para protegerme de lo que, sin lograr descifrarlas, me inquietaba en esas imágenes; para no sentirme tan inerme y vulnerable frente a ellas; para mitigar la desorientación se me ocurrió el artilugio de descubrir en lo que veía citas de otros artistas: el erotismo incorrecto de Balthus, la caída de Ícaro bruegheliana en la precipitación de una muchacha sin que en tanto nadie interrumpa sus labores, algunos fotogramas de Alfred Hitchcock, el rostro melancólico de una campesina pintada por algún realista del siglo XIX (¿Millet?, ¿Courbet?) que había visto hacía poco en el Musée d’Orsay, una remisión oculta a Judith y Holofernes de Caravaggio, el perro semihundido de Goya… Pero nada volvía comprensible lo que había allí delante. ¿Qué era todo eso?

Pat dijo de pronto que la invención de la fotografía había liberado a los artistas de la responsabilidad de transmitir el mundo; que a partir de entonces pudieron expresar lo que el mundo más bien esconde e investigar lo que no se ve. Ese comentario ocasional en tono distraído me iluminó y permitió la revelación. La pintura de Pat Andrea no busca la belleza sino transmitir la humanidad a seres que ya no pertenecerán a ella (transmitirles la sombra que la humanidad proyecta hacia atrás y que la fotografía nunca podrá registrar).

Reliquias de un mundo extinto, algo en esas obras permitirá comprender qué era la humanidad cuando haya desaparecido. Estos cuadros, pensé, no estarán en museos o en galerías sino en gabinetes de estudio como si fueran viejos herbolarios, colecciones de escarabajos o series de mariposas recogidas por lepidopterólogos olvidados. Serán restos de un fresco fragmentario de las pasiones humanas legadas a quién sabe quién por esas figuras sin comunidad, absortas, cuyas miradas no se cruzan o solo lo hacen por accidente, fijadas en algo que nunca sabemos qué es. Casi siempre parecen advertir algo fuera del cuadro que se escamotea a quien lo observa, y tal vez también al pintor. La soledad, el horror, la apatía, la burla, la desconfianza, la tristeza, la melancolía, la vergüenza, el arrepentimiento, el egoísmo, la contrición, el espanto… Las mujeres que pinta Pat no son hadas ni sus cuadros son cuentos de hada. Son cuentos de terror que heredaron de los maestros antiguos el secreto de un viejo arte de narrar. O más bien cuentos de horror: el terror es el miedo intenso por algo que puede suceder; el horror es el terror una vez consumado, lo que el terror temía cuando ya se ha producido y se tiene ante sí (el capitán Kurz no dice “el terror, el terror”, dice “el horror, el horror”). Por eso no hay miedo en la pintura de Pat Andrea sino un tranquilo horror; una narrativa plástica en la que algo (no sabemos qué) acaba de suceder.

Cuando salimos de la galería, París ya no era la ciudad que habíamos dejado afuera al entrar en ella. Se había convertido en un cuadro de Pat Andrea. El garçon de la brasserie donde nos detuvimos a beber, las personas que atestaban el métro, los cuerpos ensimismados, yo mismo y también Pat Andrea habíamos quedado dentro de una pintura de Pat Andrea. Por hechicería del tiempo o sortilegio del arte ya nada era lo que era. O tal vez se trataba de una nueva creación del mundo mientras estábamos dentro de la galería Strouk. Me explico. Existe una muy antigua idea teológica que se conoce como “creación continua del mundo”. Según ella, debido a razones filosóficas estrictas que no vienen al caso, no es posible admitir que Dios creó al mundo de una vez para luego librarlo a su propia deriva de acontecimientos. Es necesario pensar que Dios crea al mundo cada instante. En cada instante el mundo es nuevo, recién creado. Estamos siempre en el comienzo de todo; nunca en otra parte que no sea el origen. La memoria, la experiencia del tiempo perdido, la sensación del pasado, el conocimiento acumulado, son creados a cada instante con el mundo. Dios crea al mundo infinitas veces con la alucinación del pasado como parte de él. Somos creados incesantemente con dos piernas, con dos ojos, con un cuerpo que nos resulta familiar, y también con los recuerdos de una vida pasada, con la experiencia psicológica de la continuidad del tiempo, incluso con un cansancio del mundo que acaba de ser creado…, pero en rigor no hay tal continuidad, sólo existe el instante de la creación, que es cada instante. En un mundo completamente nuevo, el poder de Dios es capaz de crearnos viejos. Viejos recién nacidos. Viejos recién creados. Viejos en el comienzo del mundo.

¿Sería posible que, mientras mirábamos con Pat Andrea las pinturas de la galería Strouk, Dios hubiera creado al mundo como lo hace a cada instante pero esta vez con recuerdos de un mundo distinto? ¿Una inconcebible imperfección en la armonía preestablecida entre los recuerdos y las cosas? ¿Se habría distraído Dios con la memoria de todos? ¿O bien serían solo mis recuerdos la única falla en todo lo que acababa de ser creado? Tal vez así era. Pat, en cambio, parecía estar en ese mundo patandreano como si hubiera siempre pertenecido a él. Se movía como una ardilla entre todas las cosas: en la feria donde le gustaba ir de compras por los colores de las frutas; en la pescadería, donde se detuvo a mirar de frente la cabeza de un gran pez que juro haber visto esa misma mañana en uno de sus cuadros… Caminaba por lugares desaconsejados, cruzaba las esquinas en momentos prohibidos, pasaba los dedos por la rugosidad de un muro, cortaba hojas de una planta para frotarlas con las manos y sentir su olor… La realidad toda acababa de ser creada como una pintura de Pat Andrea y Pat Andrea había sido creado dentro de ella como una ardilla a la que cada cosa le parece nueva. También yo formaba parte de ese mundo, pero con recuerdos de haber vivido en otro. ¿Habría quedado atrapado en él para siempre? Me resultaba imposible saber si era una figura en un cuadro de Pat Andrea habitada por recuerdos de un mundo ilusorio, o era el que había sido siempre capturado en una interminable alucinación. El dilema parecía irresoluble, hasta que acudió en mi ayuda la conocida página donde Coleridge escribió: “Si un hombre atravesara el paraíso en un sueño y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?”. Pensé si no habría algo que probara la existencia del mundo anterior, algo que Pat no hubiera podido pintar y se hubiera introducido de manera subrepticia en lo que estaba viviendo. Recordé que había puesto en el bolsillo de mi saco el billete de avión que me devolvería a la Argentina. Lo busqué y allí estaba, exactamente donde lo había guardado antes de que el mundo se convirtiera en una inmensa pintura de Pat Andrea.

Tiempo –tempus– y tempestad tienen el mismo origen. Cada ser humano y cada instante es una tempestad (un estallido) atesorada por el tiempo –tal vez por todo el tiempo. En medio de mis rutinas de siempre, siento gratitud por haber vuelto a ellas, a la infinita secuencia de los seres conocidos que se conserva en el fondo de cada instante y en cada una de las sucesivas creaciones del mundo. A veces pienso con nostalgia que existe un lugar donde Pat Andrea se asombra de todas las cosas como si las viera por primera vez y anda de aquí para allá, como una ardilla sin cansancio.

Cada tanto cae en el mundo de siempre algo que no pertenece a él, desde otra parte, desde un lugar desconocido, para hacer un hueco en todo lo que ocurre. Cuando eso sucede siento un pequeño estremecimiento, pero no le concedo importancia y no interrumpo lo que estaba haciendo.

Córdoba, 10 de julio de 2023.

*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.

1 Comment

  1. Silvana Isabel Zárate dice:

    Que placer leerte Diego Tatian! Tu narración y descripción de los sentidos se vuelven reales para quienes te leemos, hay una magia implícita y sutil en todo el texto. Gracias por llevarme a París, a la galería Strouk, y disfrutar la obra de Pat Andrea sin pagar boleto aéreo, sólo desde mí cuarto