Cortázar y las ciudades invisibles – Por Mario Goloboff

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Cortázar y las ciudades invisibles – Por Mario Goloboff

Julio Cortázar durante toda su vida sintió, pensó y escribió entre dos ciudades, Buenos Aires/París. Mario Goloboff sostiene que esta idea de la fusión de ciudades obedece a cierta estética “metafísica” de Cortázar sobre simultaneidad de tiempos y de espacios.

Por Mario Goloboff*

(para La Tecl@ Eñe)

Entre los varios títulos posibles que se me aparecieron, me gustó éste (claro que tomado en préstamo a Italo Calvino, por otra parte muy amigo de Julio Cortázar y traducido al español casi enteramente por Aurora Bernárdez).

¿Qué quiero decir con él o, mejor dicho, qué me permite decir él? Creo que varias cosas, pero fundamentalmente una: durante toda su vida, Cortázar (criado en Banfield) estuvo sintiendo y pensando otra ciudad, que era y no era la que entonces habitaba, y esas dos ciudades, entre muchas otras que recorrió, no dejaron de ser, casi nunca, Buenos Aires y París. Como para Horacio Oliveira, el célebre protagonista de Rayuela, “En París todo le era Buenos Aires y viceversa; en lo más ahincado del amor padecía y acataba la pérdida y el olvido” (Rayuela, p. 23, Capítulo 3).

Desde chico, extrañó la vida europea, seguramente por haber nacido en Bruselas y por haber sentido vital y epidérmicamente el contexto europeo, y también por haber sido inicialmente bilingüe, gracias a su abuela materna, hija de Gabel (francés) y de Dresler (alemana): “Abuelita y mamá -cuenta su hermana Memé- hablaban francés con nosotros, mientras estuvimos en Europa, cuando éramos chiquitos”. Y, al volver: “Cuando llegamos de Europa, no sabíamos castellano. Éramos dos franceses que causábamos gracia a todo el mundo”. Por eso, porque “toda su vida arrastró las erres” (Memé) y por estar culturalmente adherido a lo francés, desde las lecturas maternas de Julio Verne, las adolescentes “de un tal Jean Cocteau” y las juveniles de los poetas simbolistas y del Parnaso que enseñaría luego en Mendoza, deseó vivir en París y, a medida que el tiempo de su primera juventud pasaba, se le fue haciendo más urgente esta necesidad. Es probable que en todo ello haya incidido, como en muchos de nosotros, el pueblo de infancia y de la primera juventud, para sentir que “Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado”.

Pero, como en nosotros, el sitio de la infancia y de la adolescencia, es algo que está demasiado pegado a nuestro origen y a nuestra sangre como para creer que lo dejamos cuando partimos. Ya Hermann Broch, el gran novelista alemán de La muerte de Virgilio, escribió alguna vez: “En el fondo de toda lejanía, se alza tu casa”. Cuando digo “nosotros”, pienso en mis amigos de infancia del pueblo, Carlos Casares, Oscar Terán entre los principales, con quien hablábamos sobre por qué nos fuimos y, sin embargo, por qué quedamos tan amarrados a él, y pienso también en el “nosotros” de Pavese y en el mismo Cesare Pavese, tan pegado a su Piamonte natal y a su paese.

De ahí, en Julio Cortázar, la permanente nostalgia: “Argentina (Buenos Aires) era simplemente los rostros de las estampillas: San Martín, Rivadavia, pero esos nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde los esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino” (“Cartas de mamá”).

Y, ya fuera de la ficción, la extrañeza del hecho de volver, lo que el trasterramiento (como llamaba el gran paraguayo trasterrado en Buenos Aires, Augusto Roa Bastos, a esta circunstancia de estar para siempre fuera del país por los motivos que sea) produce en uno cuando vuelve a estar frente a la gente. Y ante el idioma, tratándose nada menos que de un escritor: “Prefiero caminar solo por los barrios de Buenos Aires, donde nadie me conoce; detenerme en los barcitos para tomar un café y oír hablar a la gente, recomponer mi idioma, respirarlo de nuevo” /…/ como un fantasma entre los vivos, lo que es horrible; o como un vivo entre los fantasmas, lo que es todavía peor” (Tomás Eloy Martínez, “La Argentina que despierta lejos”, Primera Plana, Buenos Aires, nº 103, 27 de octubre de 1964).

Años después, confesará: “Todo el mundo me decía que Buenos Aires estaba cambiado. Pero por lo poco que he andado por la calle no veo la ciudad nada cambiada: me siento como si mañana tuviera que ir a dar examen en el Mariano Acosta, igual que cuando era estudiante. Es exactamente igual, no han pasado treinta años. A lo mejor es porque mi sentimiento de tiempo es un tanto anormal; yo vivo en un tiempo que es evidentemente distinto”. (Francisco Urondo, “Julio Cortázar: las armas políticas”, Panorama, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1970).

Es lo que le hace poner en la cabeza de Oliveira, al volver: “Se dio cuenta de que la vuelta era realmente la ida en más de un sentido” (Rayuela, p. 190, Capítulo 40). Esta confusión o superposición o fusión de espacios y de tiempos, hasta hacerlos intercambiables e indistintos, era muy frecuente en Cortázar, y hacía probablemente a la esencia más íntima de su personalidad, hasta para su propia historia, como lo revela en uno de los poemas de Salvo el crepúsculo: “¿Un antes, un después? Sí, en los calendarios, no en esa misma lapicera que seguía escribiendo desde la misma mano”.

Pero también, durante toda su vida, fue muy fuerte el deseo del descubrimiento y del reconocimiento de París, al punto de estar tan relacionado con sus primeros cuentos y con sus textos mayores, intensificándose probablemente a partir de “El perseguidor”, el relato en el que reconoce haber descubierto y haberse acercado al prójimo: “París fue un poco mi camino de Damasco, la gran sacudida existencial. (Creo que aquí se puede utilizar muy bien esa palabra.) Eso puede explicar por qué, de golpe me intereso en mi prójimo del que había estado bastante separado en la Argentina, un poco por razones de defensa propia, de protección de una soledad que cultivaba con fines culturales, para tener más tiempo para leer, para mis proyectos de escritor. Aquí todo esto queda barrido por una especie de presencia física del hombre como prójimo” (Ernesto González Bermejo, Conversaciones con Cortázar, Barcelona, Edhasa, 1978, p.14).

Foto: Dani Yako
Foto: Dani Yako 

Y es también en su libro más famoso, Rayuela, donde intenta plasmar la siempre querida simbiosis, hasta la fusión. Cuando, en el Cuaderno de bitácora de Rayuela, que llevó durante buena parte de la redacción de la novela y desde antes también, uno observa la curiosa génesis de Rayuela, descubre que en el origen de la misma hay un sueño y que en ese sueño, realmente soñado por Cortázar, hay una reunión de dos espacios: el de la Argentina, en la casa de Banfield, y el de París, en el departamento que ocupaba en ese momento con Aurora Bernárdez. Ese sueño, que luego aparece, ya reescrito, en el Capítulo 123, y que está en la página 23 del Cuaderno…original, tuvo lugar, como se asienta, el 7 de noviembre de 1958, y es impresionante ver hasta qué punto ese sueño influye en la concepción de la novela toda. Como para hacer de ella, con los “lados”, “Del lado de allá”, “Del lado de acá”, “De otros lados”, y los saltos, los traslados, los viajes, las recorridas por los dos espacios primordiales, el tema esencial de la novela. Y como para haber incidido en el mismo autor, al extremo de que una de las ideas proyectadas (y desechadas después por considerarla demasiado fantástica o inverosímil en el régimen general del texto) fuese la construcción de un puente, real, entre París y Buenos Aires.

También en la lectura del Cuaderno… se advierten los continuos titubeos y dudas sobre si comenzar en Buenos Aires o en París, así como las determinaciones finales y, en general, cómo el binomio de ciudades es esencial para la construcción del texto. Bien lo señalaba Ana María Barrenechea, a quien Cortázar regaló el Cuaderno… y quien, a su vez, en octubre de 2000, lo donó a la Biblioteca Nacional, en un acto en el que participé, junto a ella y a Manuel Antín, donde está guardado y conservado hoy. A esa interpenetración querida de los espacios alude varias veces Ana María Barrenechea: “El trabajo de la escritura va delineando los espacios Buenos Aires-París, luego invertidos París-Buenos Aires, y paralelamente se desarrolla la idea de estructurar un libro con estrategias de escritura-lectura: con intercalaciones de aventuras que sin dejar de pertenecer a un espacio se incluyen en el otro bloque, con repeticiones de símbolos que señalan líneas de pasaje y extrapolaciones cada vez más insistentes, con dos modos (entre otros posibles) de lectura” (Juio Cortázar. Ana María Barrenechea, Cuadernos de Bitácora de Rayuela, Buenos Aires, Sudamericana, 1983, p. 30). Por otra parte, el Cuaderno… es receptáculo de lo que Barrenechea llama “imaginaciones topológicas”: “El puente”, “Siempre la idea del pasaje”, “El hombre en la esquina”, “La esquina que es también una esquina de París”, etc., (anotaciones de puño y letra de Cortázar).

Esta idea de la fusión de ciudades (en este caso, tan fuerte, de París-Buenos Aires) obedece sin embargo a cierta estética o, mejor, “metafísica” de Cortázar, sobre simultaneidad de tiempos y de espacios. En lo que respecta al tiempo, algo que podría llamarse “formas tempo-espaciales”: acciones concentradas en un instante de tiempo que, si bien pueden percibirse simultáneamente, no pueden contarse simultáneamente. Y, en lo que respecta a estos últimos, que es lo que aquí más me interesa señalar, la idea de los espacios superpuestos que aparece en relatos diversos, como, entre otros, “La noche boca arriba”, “Continuidad de los parques”, “Siestas”, “El río”, “Todos los fuegos el fuego”, “Las puertas del cielo”, “La isla a mediodía”, “El otro cielo”, etc..

Algo parecido le pasaba, probablemente, en la vida cotidiana, con París, al que descubrió en los cincuenta. Recorría físicamente y con la memoria sus callejuelas y sus plazas y sus puentes, y en muchos cuentos, y especialmente en Rayuela, están el Quartier latin (el Barrio latino) y el Sena, y el Pont Neuf y el Carrefour de l’Odéon, y seguramente en su interior el barrio menos céntrico y más humilde que alguna vez compartimos, el 10ème arrondissement, donde tuvo el departamento de la rue Martel (que nace en 16, Petites-Écuries y termina en 17, rue de Paradis (métro Château-d’Eau), departamento en el que vivió con Carol y donde están también los hospitales del final, el St. Louis (40, rue Bichat), donde falleció Carol, y el St. Lazare (107, rue du Faubourg St. Denis), donde falleció Julio, y el hermoso Canal Saint Martin, uno de los que vincula el Sena con el canal del río Ourc, ese canal de nombre de evocación tan argentina, el San Martín, donde pudimos cruzarnos alguna vez, sin que quedara registrado en ningún relato, en ningún cuento, en ningún verso. O como hombres invisibles para ciudades invisibles.

Buenos Aires, 4 de mayo de 2023.

*El autor es escritor y docente universitario.

1 Comment

  1. Marcelo dice:

    Excelente nota!!!
    La vanguardia argentina,siempre tan cipaya!!