María Pía López sostiene que vivimos un tiempo de sacrificios altruistas, una época que esconde que el sacrificio lo debe hacer el que sufre. La autora afirma que el clima actual de necropolítica refleja el índice del oscurecimiento general del mundo, la afirmación cotidiana de que no queda otra cosa que matar o morir.
Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
Lo hice por tu bien. La maté para que no sufra. Ahora la pasan mal, pero ya verán que les conviene. Tiempos de muerte. Estos. A pura intuición de lectora de prensa gráfica: crímenes y suicidios. En las últimas semanas, familias diezmadas por mano de uno de sus integrantes. Ella o él deciden salvar a todxs del dolor. Me impresiona el modo en que se narra en los medios: asesinatos altruistas. Por su bien, para evitarles dolor, para salvarlos.
Eso ocurre en una época que si es de muerte es porque también planea en el aire la retórica del sacrificio. Se dice: es necesario que muchas personas sean sacrificadas para el bien común. Como ocurre en las guerras. Quizás porque este tiempo es de guerra. Una guerra declarada contra las poblaciones. Por acá, a vecen lo dicen a los gritos: contra los zurdos, socialistas, feministas, putos. Otras, queda implícita en las políticas para evitar el déficit fiscal, entonces una serie de sujetos cuya vida puede alterar los números es anotada en el renglón del sacrificio: jubiladxs, científicas, docentes, personas con discapacidad. A caminar derechito hacia el altar altruista. Porque se trata de una inmolación en el sendero de una patria reconstruida. Algo así están diciendo.
Dicen guerra y dicen sacrificio. Y no los tomamos del todo en serio en el plano de la conversación política. Pero quizás sí se esté tomando en serio, como acta labrada en la piel por una máquina infernal que condena a muerte, en una secuencia de decisiones que ponen la muerte personal en el centro. El suicidio, con su halo de soberanía sobre la propia existencia, también es hechura de esa otra condena. Salpicado de noticias: un comerciante se quiso matar -y no es exceso retórico- porque tuvo que cerrar el negocio, una jubilada se quitó la vida porque no podía comprar remedios, otro incendió la casa y luego intentó el suicidio. Otras personas, para no ser cargas para sus familias, despojadas de la posibilidad de vivir con sus propios ingresos. Esa guerra declarada, pero también la implícita, cosechan víctimas. Cuando pesa la amenaza de muerte sobre una población entera, cuando la vida está en riesgo, muchas vidas efectivamente cesan.
Emile Durkheim escribió páginas memorables sobre el suicidio, comprendiéndolo desde una incipiente y osada sociología. Uno de los tipos de suicidio que analizó fue el altruista: aquel que se lleva adelante por el bien común. Una vida se entrega, como sacrificio de sí, para que lo colectivo se preserve. El altruismo sería hacer un bien por otras vidas, aun a costa de los propios intereses. Si Durkheim encuentra ese tipo de suicidio en las sociedades más tenaces en sostener las tradiciones; esa idea no dejó de aparecer en las luchas políticas emancipatorias. No porque implicaran suicidio sino porque suponen la puesta en riesgo de sí para afirmar una posibilidad revolucionaria.
Pero en esta época aparece otra idea: el altruismo es invocado como deber de otros, no como disposición personal. O de otro modo: el sacrificio es propuesto como destino ajeno. Sacrificio altruista se pide a las personas que trabajan y cada vez ganan menos porque las paritarias están estaqueadas. Altruismo de la espera y no lucha con premura, se solicita a quienes cobran jubilaciones congeladas. Renuncia altruista se reclama a las personas jóvenes que no tienen trabajos con derechos y cuya posibilidad de seguir carreras universitarias se ve opacada por el ataque brutal al sistema educativo. Lo piden los que cada vez acumulan más y consumen más, sobre la expropiación diaria de esas posibilidades de vivir dignamente. Porque si algo recuerda a los suicidios colectivos de algunas sectas apocalípticas, por aquí el apocalipsis es buscado por quienes pretenden que sean otrxs los que marchen al paredón.
Tiempo de sacrificio, entonces. Pero el sacrificio de los otros. Una diputada que gana millones puede señalarle a una médica residente del Hospital pediátrico más importante del país que debería vivir con menos de cuatrocientos mil pesos. Habrá pensado: que sacrifique algunos gustitos. Que no coma seguido. Otra legisladora, igualmente bien remunerada, dijo que si estudiaban medicina que se joroben. Podría haber dicho: eligieron el sacrificio altruista, ahora no se quejen. Antes de las elecciones me contaron una discusión: una investigadora del Conicet trataba de convencer a su madre de que no votara al candidato que prometía cortar la institución con una motosierra. Acción que podría dejarla sin trabajo. La madre, irreductible, le señaló que lo hacía por su bien: si quedaba desempleada tendría que buscar una chamba en el sector privado y de ese modo ver florecer el dinero en sus bolsillos. Escarmiento altruista: vos desconoces lo que te conviene.
La época es necropolítica y la conversación pública está salpicada de esas imágenes. Hay cadáveres. En las vías de los trenes y en los bordes de las rutas y en las casas y en las calles. Cuando se nombran algunos hechos como asesinatos altruistas, eso tiene un estatuto de síntoma. Alguien toma al pie de la letra (¿la literalidad, la falta de metáforas, no es la enfermedad mental de esta época?) algo que está en el aire. Lo hago por vos, por ustedes. ¿O no está en el aire del llamado a ese sacrificio de otras personas la idea de que se puede decidir sobre ellas? ¡Cómo resuena el gesto colonial largamente conocido, ese que estaba presente en el holocausto de pueblos enteros, que serían sacrificados para que lleguen a la verdad, a la salvación o a la civilización! ¡No nos aturde el grito hoy que justifica los bombardeos contra las poblaciones no occidentales ni blancas!
Este tiempo de muerte actualiza esos territorios simbólicos que nunca dejamos de habitar, porque están inscriptos en las experiencias personales y colectivas. Los actualiza y expande la amenaza. Corroe y angustia. Al ritmo de la minería de criptomonedas y con la velocidad de la inteligencia artificial, se derrama como un ácido disolvente. Entonces, alguien puede morir o matar por altruismo. Entendiendo al pie de la letra, llevando al acto, lo que otres tomamos como metáforas o enunciados que se postulan a cierta distancia de los hechos a los que se supone que aluden. Como sucedió con la banda de los Copitos, cuando un tal Montiel leyó todos los llamados a cometer un asesinato altruista y no pensó que eran sólo retóricas del odio sino la oportunidad de convertirse en un héroe. Actuó lo que otros decían, a los gritos, que había que hacer.
No es lo mismo, claro, el acto de una persona que inmola a sus seres más amados, transida en una desesperación sin fisuras y horizonte, sumida en la enfermedad mental, pero algo se esparce como posibilidad de muerte. ¿La falta de un horizonte abierto? ¿La imposibilidad de encontrar salidas, de imaginar algo más que el sacrificio inmediato que además se vive como inútil? Porque quizás todo esto, que olfateamos como síntomas, esté revelando que hay un saber al que no nos atrevemos del todo a enfrentar: que ese llamado al sacrificio es el índice del oscurecimiento general del mundo, la afirmación cotidiana de que no queda otra cosa que matar o morir. Eso es el fascismo. No importa que se presente con otros ropajes que en su historia anterior. Confrontarlo es defender la vida. O defender la vida exige confrontarlo: construir una hospitalidad para nuestras fragilidades y pensar modos no sacrificiales de la vida en común.
Buenos Aires, 24 de junio de 2025.
*Socióloga, ensayista, investigadora y docente.