Con Bolsonaro asistimos a la consumación de la muerte del ciudadano autocentrado de la cultura occidental. La idiosincrasia bolsonarista augura un cierre cultural gravísimo en el país de Noel Rosa, Cartola y Chico Buarque, que se vincula con la defección trágica de los proyectos de ciudadanización de la pobreza y de la creación de nociones emancipatorias en la vida civil popular.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
1. La muerte del ciudadano clásico
Con Bolsonaro asistimos a la consumación de una muerte; la de un ser que ya anunciaba la misma agonía que permitía avizorar su extinción. Es la muerte del ciudadano autocentrado de la cultura occidental, sea el que con Hobbes debía acatar previamente un mandato de obediencia al soberano, sea el que con Saint Just debía descartarse de su bondad urbana y aceptar que solo el poder de la guillotina encumbraba una majestad en el interior de su propia conciencia. Bolsonaro no proviene del coaching como Macri, es su propio constructor de muecas frente al espejo. Sabe lo que es obedecer, pero no como acto ciudadano; sabe qué es la tortura, pero a través de su elegía al torturador. Así fue su voto contra Dilma, la apología del torturador de la presidenta, y aunque llamó bastante la atención, no se pensó que eso podía constituir una plataforma de gobierno, o por lo menos una plataforma electoral. Es sabido que progresivamente, una campaña electoral puede estar hoy totalmente alejada de los actos de gobierno. Se admite no solo que no sean una continuidad, sino su opuesto. “Si decía lo que pensaba no me votaba nadie”, profirió aquí en la Argentina el augur de este nuevo sistema.
Si Bolsonaro ganó con una glorificación de la tortura, es difícil que eso no signifique algo en su gobierno. Admitamos el beneficio de la metáfora, pero por lo menos habrá avances hacia un estado policial, refuerzo de controles y censuras en la vida cultural, persecución de las izquierdas y de partidarios de Lula, exhibiciones militaristas, recrudecimiento de arbitrariedades judiciales, servicios de inteligencia auscultando universidades y centros de estudios, culto al jefe patoteril del gobierno por parte de gavillas que recorrerán amenazantes las ciudades. Que irán desde la intimidación pública al aporreo de opositores, sin autolimitarse si se precisan acciones de palizas especializadas, bravatas contra contendientes o ejecución sumaria de personas seleccionadas por el nuevo orden reinante. Es posible preguntarse entonces cómo se llegó hasta allí, con un voto masivo que incluye porciones enormes de la vida popular que abandonaban el proceso de ciudadanización que impulsaba el PT por una opción rápida en torno a la profecía de una nación realizada por la caza del “enemigo interno”. ¿Acaso Brasil ha consagrado, por la importancia de su papel mundial, la declarada “décima economía global”, un paso casi concluyente en dirección al declive póstumo del ciudadano autocentrado, ese de la Revolución Francesa o el de la “teoría de la ciudadanía”, revisitada en los años 80 al son de los renacimientos democráticos luego de la ola de Terror con la que ahora Bolsonaro coquetea?
¿Esto es fascismo? No podemos apartar la pregunta ni darle un rápido tratamiento de descarte en nombre de diferencias que van asomado a las urgencias para pensar este grave período histórico. Por decir algo rápido, no hubo en Brasil algo parecido al “incendio del Reichstag”. Típica maniobra de imputación al otro pero no realizada por el “otro”. La excepcionalidad de la que surge el nazismo implica introducir el estado excepcional de miedo, revancha y oscuro sadismo ante las instituciones parlamentarias desvencijadas, pero a las que se les impide su auto reconstrucción. Más allá de la intencionalidad de aquel hecho, aunque nunca fue demostrada acabadamente, provocó sin embargo una habilitación especial para todas las disposiciones de Hitler, reciente primer ministro del gobierno, hacia la “totale moblimachtung” o el “totalen staat”. Haya sido o no fraguado el calamitoso incendio del parlamento alemán, sirvió de acto sacrificial primitivo sobre el cual se montó un exceso que se veía como imprescindible para suscitar la energía volkisch, el carácter esencial enraizado en el mito de la raza pura popular fecundando la nación elegida.
El golpe parlamentario contra Dilma y las distorsiones calamitosas de la justicia, presa del mismo mesianismo sobre la culpa no probada que llevó a Lula a una absurda prisión, con lo graves que fueron, no se equivalen al Volk und Rasse. Pero la teoría de la culpa intuida por jueces cuyo partidismo está protegido por un evangelismo judicial, está cerca del fuhrer prinzip. Se dirá que el papel de Sergio Moro no reviste el nivel de movimiento sísmico del propio sistema para hacer dos cosas: sacarse de encima sus “sobras étnicas” y justificar la Gran Represión. Pero su nombramiento por parte del nuevo gobierno con cuyo acceso colaboró directamente, aunque actuando como supuesto juez imparcial, tiene visos inequívocamente totalitarios.
No es el nazismo, con todo; es por ahora una militarización evangélica de la actividad social, un totalitarismo novedoso. El evangelismo militar, su contraparte, es también notoria. Geisel fue un general luterano, pero su figura era la de un seco patriarca que quería entregarle el poder a una clase política profesional que podríamos llamar, sí, “derecha moderna”. Lo encontraron en un punto del largo camino a Fernando Henrique, que venía también de una familia militar, con padre nacionalista, algo varguista. El grupo Tradición, Familia y Sociedad, surgido en Brasil en la década del sesenta se hacía fuerte en San Pablo y Rio -como aquí en la Argentina, ahora extinguido-, y realizaba exhibiciones coreográficas urbanas con sus banderas medievales. En vez de esos blasones ahora tenemos los melosos discursos de la Fe coactiva. Con un agregado. Bolsonaro inventó desenfadadas imágenes del acto de gatillar. Metáfora de Gobierno. Su estilo “antisistema” es más avanzado de lo que aparentemente le permiten las partes del sistema que lo apoyan, los grandes medios del pentecostalismo y otros evangelismos.
Los templos de Assembléia de Deus están sembrados en todo Brasil, donde se leen los más apocalípticos parágrafos de la Biblia, “vendrá Dios y destruirá todas las ciudades”, lo que permite suponer que el antisistema funciona a pleno, no fuera de lo que el pentecostalismo posee; grandes medios de comunicación; relaciones con evangelistas norteamericanos y suecos, además de una interrelación profunda con las fuerzas armadas, el asistencialismo popular, la inversiones financieras, el diezmo y todo el sistema de consolación simplificado que acompaña al trabajador pobre y sometido, a la manera de una ética protestante pasada por la pastoral mediática, y que considera al capitalismo no un espíritu weberiano, sino una empresa concreta que da molde a su propia organización. Tiende a ser relativamente multiétnico, su música consiste en corales que rebajan ostensiblemente las modalidades que dieron origen a los misales barrocos cristianos o al negro spiritual, convirtiéndose en melosas baladas de la industria cultural. Culto meritocrático donde cada rezo, suspiro o revelación, está tasado en el Excel de los acatamientos pastorales.
Evidentemente, Brasil es un país donde permanece en un plano soterrado la desconfianza racial y un fingido igualitarismo que la población blanca compensa con un listado de prevenciones que no es adecuado declamar, más si una pequeña porción intelectual y artística se siente atraída por Imenajá, Olodum y los Pretos Velhos. Al parecer, estos imaginativos sacerdotes en transe que inventaron un sincretismo que expresa docilización con las políticas dominantes tuvieron distintas coaliciones con militares o grupos de derecha tradicional. Incluso si se lleva al extremo la magia negra, el espiritismo milenarista y las danzas yorubas, también contemporáneos de la implantación del evangelismo en Brasil, y hoy menos importantes que ellos. Muchas décadas permanecieron prohibidos. Pero su africanidad y orientalismo y el sacrificio de animales hacen a su oscura gracia y los dificulta su integración al mundo financiero. Este ultimo sistema hace correr sangre con abstracciones numéricas y tasas de interés.
Cuando vino a Buenos Aires, Dilma Rousseff dijo que había nacido apenas 60 años después de la abolición de la esclavitud. Sugería que Brasil no era un país con una población enteramente manumitida desde el punto de vista político cultural o cívico democrático. (Florestan Fernandes, figura clave de la sociología brasileña insistió en sus libros e investigaciones en ese racismo encubierto). Exponer ahora tan solo este un punto de vista no parece adecuado para juzgar el giro a la derecha de la población electoral y la manifestación de racismo recrudecido a la luz de la prohibición de los cultos afrobrasileros sino de un anticomunismo escatológico. ¿No pasó nada en sesenta años? ¿Nada hubo que significó una fisura en el sistema de la Casa Grande y Senzala, que tan magníficamente había estudiado Gilberto Freyre en los años 30? Pasó una historia con hitos como Darcy Ribeyro festejando la miscigenación como nueva base social transformista, y la propia fundación del PT.
En 1889, año de la caída del Imperio, fue abolida la esclavitud, mucho después de que lo hiciera Alejandro II en Rusia, que treinta años antes había declarado el fin de la servidumbre. La insurrección de Canudos en Brasil ese mismo año de la abdicación de Pedro II -el emperador positivista-, revela que el poder imperial estaba totalmente ligado a la trama esclavocrática. Esa rebelión es conocida hoy por el magnífico relato de Euclydes Da Cunha. Podríamos decir que fue un proyecto comunitario milenarista que incluía la vuelta a África tras las huellas del Rey Sebastián, la construcción de viviendas, de iglesias, urbanización mística y amor libre, mesianismo militarizado y, como es sabido y muy estudiado, una guerra de posiciones durante cuatro años con las tropas mejor preparadas del Brasil, que menos de dos décadas antes habían vencido a Solano López en el Paraguay. Esos rebeldes santificados parecían atacar a la República recién proclamada, que exhibía su compromiso con las políticas de integración al mundo, por ejemplo, la adopción del sistema métrico decimal. Antonio Conselheiro, mesías de la revuelta atento a todo, rechaza el sistema de medidas que unifica el tráfico capitalista, y la guerrilla de Aragua ya en los años sesenta, un poco irónicamente, retoma ese tema.
Es cierto que los grandes puntos de concentración del campesinado en el nordeste sufrían las consecuencias periódicas de la sequía, las plantaciones brasileras eran mucho más duras que lo que imaginó Freyre en su maravilloso libro. Libro que Roland Barthes compara con el modo de hacer historia de Jules Michelet. Pero la idea freyriana, que era la de un hombre partidario de Vargas y de la cosmogonía pro-lusitana para interpretar Brasil, se basaba en el pacto lírico entre la ama de leche negra y el niño blanco hijo del fazendeiro, para animar la gran alegoría de la integración racial. Obviamente, desequilibrada, desigual, con una asimetría ontológica. Pero eso le era diferente a Freyre, ante lo que registraba como la superioridad intelectual de los negros esclavos que venían de la costa oriental de África -matemáticos, sacerdotes, alquimistas, magos, astrónomos, sexólogos- muy adelantados en conocimientos tan diversos ante el rudo propietario portugués, y para colmo, reinventores de la actual lengua brasileña, injertando en el idioma de Camoes toda clase de expresiones fundamentales en uso hoy -sin el cual no entenderíamos el habla de más de doscientos millones de personas-, comenzando por el esencial vocablo bunda, la eminente e inesquivable parte trasera del cuerpo cuando concluye la espalda.
Con el período del mismo Vargas no se podía decir que pertenecía al mismo pozo ciego de servidumbre mal resuelta en Brasil, opinión que hoy muchos repiten. Vargas, un ser taciturno y suicida -más parecido a Alem que a Perón-, comienza deslumbrado por el ascenso del fascismo. Ante la entrada de las tropas nazis en París, 1940, anuncia en un discurso que hace sobre la plataforma de un acorazado de la marina, el Minas Geraes, afirma que vienen tiempos nuevos, con naciones industriales y pueblos movilizados. Nada de todo esto le hace gracias a Roosevelt, que sin embargo tiene bien en cuenta a Brasil, con la paciencia necesaria como para negociar con Vargas un raro acuerdo, bases miliares en Natal -punto estratégico frente a África-, y financiamiento para construir Volta Redonda, que junto a Petrobrás y Electrobrás, son los signos varguistas entre la industrialización y los acuerdos con EEUU.
Hacia los años 40, las fuerzas armadas brasileñas estaban animadas, como en la Argentina, por una división entre germanófilos y aliadófilos. En principio, pesan los primeros, pero los pactos hechos a regañadientes por Vargas -a quien le entusiasmaba la idea corporativa, que plasma en su legislación laboral, copia de la Carta del lavoro mussoliniana, permanente reproche de las izquierdas retomado con énfasis por el PT desde su fundación-, lleva a una inusitada situación. Alemania hunde navíos brasileños, y se declara la guerra a los nazis cuando éstos se retiran de los países ocupados. Un destacamento brasileño, los “pracinhas”, es llevado a Italia bajo la dirección general de Vernon Walters, el encargado militar norteamericano de la “cuestión Brasil”, y entablan batalla contra el maltrecho ejército alemán en retirada. Es la batalla de Monte Castello, duro enfrentamiento de meses, donde queda hoy el testimonio de un cementerio de los soldados brasileños muertos en combate. Incluso debieron pelear contra los restos del Afrika Korps y un batallón de bersaglieris mussolinianos. Durante muchos años, las fuerzas armadas brasileñas estuvieron bajo la influencia del general norteamericano Walters. Los militares brasileños que fueron sus lugartenientes en la batalla europea -como auxiliares del ejército norteamericano-, cumplieron un papel fundamental en tomar la posición alemana. Los generales del Brasil que volvieron de las batallas de la Segunda Guerra Mundial, fueron los estrategas del golpe contra el varguismo, a pesar de que este había ordenado la misión militar a Italia. Pero no perdonaban sus aprestos nacionalistas. Ante el juicio que le entabla la aeronáutica en la sede del aeropuerto de Galeao, Vargas se había suicidado en 1954, evitando así el golpe que se postergó hasta 10 años después. Entonces, su víctima fue Jango Goulart, que había sido ministro de trabajo de Vargas- se lo llegó a llamar “el Perón brasileño”, y había acentuado un giro desarrollista de matices nacional autonomistas y obreristas, en gran medida por las influencias de Brizola, gobernador de Río Grande do Sul, cuyas tropas -el tercer cuerpo de ejército, el más poderoso de Brasil-, estaban dispuestas a resistir al generalato golpista. Brizola, entonces con fama de tercermundista de izquierda -diferente al social democratismo de su retorno a principios de los 80-, debe ceder ante la disparidad de fuerzas, y seguramente ante la prudencia de Goulart.
En estos episodios geopolíticos ligados a la guerra mundial, es sabido que Argentina se mantiene neutral hasta último momento y no envía tropas a Europa. El general Agustín P. Justo, que muere poco después, viaja a Brasil en 1942, disconforme con la posición de sus colegas miliares argentinos. Entrega su sable al Estado Mayor Brasileño, que estaba preparando la incursión en las batallas europeas con el nombre de FEB, fuerza expedicionaria brasilera. Quizás estos episodios de la Segunda Guerra Mundial marcan el destino de los dos países, hasta hoy. En su momento, estas posiciones divergentes de Vargas y Perón, impiden el insinuado acuerdo aduanero luego llamado Mercosur. En el discurso de defensa ante el Impeachment, Dilma se refirió a Vargas. La miraban atentos Lula y a su lado, Chico Buarque, hoy la figura más esencial de la cultura brasileña. Dilma procedía del partido brizolista, fuerte en Porto Alegre, luego de su incursión partisana. Esto plantea un problema. En el golpe parlamentario contra el PT, el diputado Bolsonaro elogió a su militar más admirado, el coronel Ustra, aunque Bolsonaro agregó un homenaje más.
¿Cuál era el nombre que había agregado Bolsonaro? Se trataba de la mención al Duque de Caxias. Este personaje, Caxias, es el emblema histórico mayor del Ejército brasilero, que reemplazó a Mitre como comandante general del ejército de la Triple Alianza, y que en toda su carrera defendió el modo de producción esclavista, en medio de las primeras discusiones en el Imperio para superar ese anacronismo histórico. El revisionismo historiográfico argentino, sobre todo José María Rosa, lo consideraban un enemigo jurado de la Argentina, pues fue el batallón de Caxias que entró a Buenos Aires luego de la batalla de Caseros, cuyo triunfo compartía con Urquiza. Su entrada con las tropas brasileñas en desfile por la calle Florida coincidió con el aniversario de Ituzaingó, la batalla en que en 1828, el ejército de Alvear había triunfado contra el del Imperio de Brasil. Caxias había tenido una participación secundaria en esa guerra. La marcha de Ituzaingó, al parecer, es una partitura brasileña adoptada como botín de guerra por el ejército argentino. Pueden valorarse así de un modo lóbrego los hitos de la carrera de Bolsonaro. Elogio inicial a un torturador y al protector del Ejército Brasilero, apuñalamiento fallido en Juiz de Fora en medio de la campaña, que confirmaba en sangrienta alegoría su autodesignación como “elegido de Dios”, lo que lo exime de la absurda necesidad de ser el más capaz.
¿Cómo es que de modo tan inhabitual aparecía la historia brasilera a propósito de la destitución de Dilma? El PT tenía de las grandes asambleas en San Bernardo do Campo, sede de la Volkswagen –“el auto del pueblo”, cuyas insignias eran a esta altura una suavización de la cruz gamada-, y el reciente secretario general, Luiz Inácio da Silva, Lula -cuyo nombre es igual al de otros miles y miles de brasileros-, ensayaba su ruda, pero convincente oratoria ante miles de operarios de la automotriz, la mayoría nordestinos como él. Llenaban los estadios de fútbol de las cercanías y hacían huelgas inconmensurables; era la fuerza social en marcha, al punto que Fernando Henrique se interesa por ella y quiere prohijarla, y varios profesores universitarios estaban atentos al llamado de esa novedosa movilización de masas, que Lula al principio rechaza. “Trabalhador no sindicato, estudante na Uiversidade”. Es claro que esto lo dice luego de salir de una de sus numerosas detenciones en el DOI-CODI, la policía política de San Pablo, pero no distaba mucho de su pensamiento político en esa época.
Lula creía en conciliaciones avanzadas, guiadas por su voz ronca, llena de sabiduría del migrante y contenida rabia del desplazado social, que no obstante había hecho su curso de tornero en las escuelas de la FIESP, la poderosa federación de industriales paulistas. Él solamente era el coordinador de fiestas del sindicato, cuando el secretario general, miembro del partido Arena, creado por los militares, creyó más importante ser concejal del distrito que secretario general del más grande sindicato del Brasil. Lula no dura mucho como apolítico, y se produce la ligazón con la diócesis del cardenal Arns, interesante figura de la izquierda católica -que el astuto Juan Pablo II logra desmembrar en varias sedes, restándole un punto de nucleamiento esencial a las nuevas izquierdas-, y arma su propio partido bajo la consigna, aprobada en su momento por la izquierda avanzada, que el trabajador debía votar por su propio partido y no por los partidos burgueses.
El paternalista Fernando Henrique queda descolocado, y pierde una elección fundamental antes de su posterior triunfo presidencial, porque el PT se presenta por primera vez en la Intendencia de San Pablo con candidato propio, el diputado Eduardo Suplicy, simpática figura que a partir de allí fue siempre un leal legislador lulista, y que recién ahora pierde su largo mandato ante el arrasador embate del “mito bolsonaro”. “FHC” no ganó en aquella oportunidad no solo por la incipiente votación de Suplicy que le restó los votos necesarios, sino porque ante una pregunta periodística sobre si creía en Dios dijo: “no es una respuesta que le competa al futuro Prefeito de Sao Paulo”. Allí pareció un despunte inesperado, pues el candidato a pesar de no declararse ateo, que no se haya dicho religioso acarreó una ola de rechazos contundentes. De ahí, el personaje aprendió la astucia del teólogo de último momento; el ilustrado agnóstico que es marcado por la vasta construcción de la religiosidad popular, reaprendiendo la señal de la cruz, lo que hasta ahora no necesitó hacer Macri. Lula es un delicado intérprete de las relaciones de tensión entre políticos de la misma orientación, y siempre buscó alianzas fuera de sus fronteras específicas, con gran desprejuicio. Su estilo es el de un hijo de la tierra profunda, que cuando alza la voz es porque lo indigna la pobreza, y cuando debe sostener un poder del pueblo llano, su espíritu sutil llama al diálogo con sobrio refinamiento.
La bandera roja con la correspondiente y sugestiva estrella, son el sello fortísimo de identidad bajo el cual nació el PT. El candidato Haddad, exigido por los términos cuantitativos bajo los que se presentara el balotaje, suspendió ese uso colorístico y la invocación a Lula. El gesto fue también lulístico, pues toda la gestión del PT se caracterizó por filiarse, en los hechos más irrecusables, con una socialdemocracia de fuerte contenido solidarista, una suerte de humanismo social bifronte, pues mientras cuidaba la integración nacional con su rostro geopolítico -Brics, sillón en el Consejo de Seguridad, plataformas petrolífera en el Atlántico, “Brasil Potencia”, submarino nuclear, etc., su otro rostro no rebajaba en ningún momento el trabajo con la población más desatendida, produciendo en los hechos una elevación masiva de las condiciones de alimentación, habitabilidad, estabilidad laboral, igualitarismo cultural y democratización general de la existencia colectiva. En un país-continente, no era poco; era mucho. Lula hoy atribuye a estas últimas circunstancias el plan maestro de su derrocamiento: golpe parlamentario y prisión ejecutada bajo las normas de una nueva juridicidad global que afecta a los líderes populares, guiada por tecnologías que ponen en una grave crisis los andamiajes judiciales heredados de los republicanismos sociales del siglo XIX y XX. Se modifica el carácter de la imputación, de la defensa, de la pena, de la prueba, se destroza por dentro la específica capacidad de juzgar.
Triunfa la delación premiada, es decir, los servicios de inteligencia y la idea bélica de la justicia. En las instancias específicas de la Justicia, se introduce entonces una jefatura de operaciones de los servicios de inteligencia, poderes financieros o comunicacionales, todos coaligados. Lula fue víctima de una acción de esa índole, cuyo precio fue desarmar también un sistema político que, sin ser precario, no estaba totalmente asentado en una tradición duradera. El vacío que eso produjo pudo ser más excesivo que lo que pensaron su planificación integral, pero de todos modos eso falsifica el resultado de las elecciones y nos obliga a preguntarnos nuevamente por el carácter del ciudadano elector del siglo XXI; por la pérdida total de su legitimidad.
Con razón Lula describió la catástrofe a la que lo sometieron como algo desmesurado, relleno de todas las arbitrariedades judiciales que se pudieran acumular en un largo plazo de tiempo, aquí utilizadas todas en un único punto de condensación. Todo por facilitar que las clases más desfavorecidas y el pueblo en su parte más desatendida tuvieran accesos a bienes antes inalcanzables, desde la comida hata los viajes en avión y el acceso a la Universidad. Aunque hay algo extraño en ese razonamiento. Literalmente, esas realizaciones normales de un gobierno democrático no deberían dar lugar a un golpe institucional muy elaborado en los gabinetes de una derecha política antigua y sin luces, pero atrapada por poderes novedosos que detentan el uso de superestructuras invisibles de creación de actos ilegales revestidos de legalidad. De lo contrario, Lula debería decir que lo destituyen -a través de Dilma-, por una paradoja que recién salía a luz. Un gobierno popular democrático dispuesto a alianzas y concesiones, incluida la más notoria, el nombramiento del ministro de finanzas neoliberal, el mismo que lo hubiera sido del candidato que perdió con Dilma, es interceptado por maniobras que parecerían dirigidas a un gobierno con aspiraciones más exigentes respecto a las mudanzas en la estructura social, bancaria, propietaria o comunicacional del país.
Había algo más que excedía este razonamiento e iba también más allá, y las razones no son fácilmente discernibles. Macri había triunfado en la argentina gracias a una reposición de la idea de lo popular en tanto atenazado por estímulos multiplicados de simbologías que facilitaban una supuesta libertad, pero bajo una hipnótica servidumbre. Todo ello homologado a una hipótesis sobre la “psicología profunda” de los ciudadanos, que en un declive espiritual de carácter letárgico, cambiaban la facultad del entendimiento por la del goce de una ignorancia que se ignora a sí misma. Ya no estaba vigente la idea del ciudadano que opta a partir de su razón ilustrada, su educación cívica y su convicción argumental, sino a partir del trabajo sobre fuerzas anímicas soterradas que pertenecen a un orden que es portador de tecnologías del yo. No aquellas a las que precisamente se refería décadas antes un reconocido filósofo francés (que presuponían un uso de las disciplinas societales de control para auto cincelarse como individuo, entre una estética de parciales libertades y un cumplimiento inconsciente con una voz que decide desde la nada los destinos de un ser), sino a un trabajo profesional con imágenes cargadas de implícitas reprimendas y posibilidades, de potenciales logros individuales y amenazas de una peste colectiva. El ciudadano ya no pertenecía a los usos públicos anteriores del compromiso con el lenguaje, la escolaridad y la estructura de preferencias y deseos más o menos autogobernados, sino a una creencia de autocontrol fraguada con la argamasa de una ilusión beatífica de depuración y transparencia moral.
Entonces, ahí, en ese momento crucial, Dilma estaba ante su Torturador y Lula bajo el fantasma de Vargas. Un ciclo, en efecto, concluía. Evidentemente, tampoco el Ejército que había elaborado un meticuloso plan de “apertura política” ya no era el mismo; de lo contrario no hubieran emergido los Bolsonaro y el general Vilas Boas hubiera callado. Por eso, no puede ser un argumento de primer grado de eficacia, el que esgrimió Dilma respecto a que aun estaba vivo en Brasil el espíritu de servidumbre que había creado un sistema social de producción esclavista que duró a lo menos tres siglos, además de las ceremonias de subalternidad propias del Imperio, que aún se notaban, es cierto, en el trato entre los poderosos, pero también en la gente común. ¿Hubiera cambiado algo si Lula hubiese sido el candidato? No podemos saberlo, ya el cóctel de las denuncias de corrupción estaba preparado en las antecámaras de la Inquisición que había diseminado la delación en toda la sociedad, como hipótesis evangélica de conjuro del Mal. El mensalao y otras negligentes acciones en la que había incurrido el PT -lo que había costado la prisión de dos de sus más importantes dirigentes históricos-, advertían el modo en que se comenzaba a concebir la política por parte de las derechas: la purificación en el Jordán y los políticos rebautizándose con el nombre de Mesías.
La salvación por la pureza, cuerda punitiva que tenía su paralelo en la Argentina con denuncias que podían tener una correlación judicial válida, pero no era esa la que interesaba, sino su repercusión en la conciencia de la ciudadanía, volcada masivamente a un puritanismo gozoso de ser llamada a la plaza pública mediática para ver la incineración de los cuerpos malditos. El problema era ontológico y no tenía que ver con las rutinas del enjuiciamiento en los grises estrados clásicos. Estaba en disputa una contrapuesta interpretación del conjunto de la historia brasilera, allá, y argentina, acá.
El PT es un núcleo de procedimientos negociadores regidos por una guía emancipatoria. Era una conciencia que no estaba en su origen, pero ahora predominaba. Quienes dirigían los asuntos globales de una potencia, eran personas salidas de las izquierdas, de las democracias avanzadas, de institutos sociológicos modernizadores con lenguajes basados en la razón crítica, filosofas que sostenían invectivas conta los saberes tecnocráticos, predicadores sobre la mala división de la tierra, tal como había escrito Joao Cabral de Melo Neto en los años 60, en su gran poema Vida y muerte Severina, que cantó Chico Buarque con el nombre de Funeral de labrador. Paradójicamente, de este vasto conjunto progresista salió el slogan petista de Brasil Potencia, que décadas antes había merecido las críticas de los antimperialistas de entonces, cuando Perón volvió con la “Argentina Potencia” en sus alforjas. ¿Hubiera nombrado Lula a Levy como Ministro de Economía de su gobierno? Pero fue Dilma la que escogió a este hombre ligado a las finanzas que preparaba su rival Neves en caso de triunfar.
Aécio Neves era el nieto de Tancredo Neves, símbolo y expresión cabal de la política de “cancillería”, del tanteo basado en finos cálculos posibilistas, yendo de las simpatías de Tancredo por Vargas en su juventud, hasta la fundación de su estilo moderador entre las facciones del régimen, fuerzas armadas, grandes corporaciones, medios de comunicación, tribunales. Lula también era un moderador, pero su simbología era la del Brasil migrante, obrero y campesino, y de una intelectualidad progresista que asustaba tanto como si aún fueran los hombres y mujeres de izquierda que habían intentado las insurrecciones de aquella hora, no hacía tanto tiempo transcurrida. Dilma no se enfrentaba a cualquier cosa, porque cuando Bolsonaro no era todavía un problema, ante sí tenía toda una escuela política que bebía en el fantasma positivista de Pedro II, que se expresaba con Ulises Guimarães, Cardoso o Sarney (presidente luego que el nominado Tancredo fallece sin poder asumir, contraparte de Alfonsín en Argentina), y su intento de canje de política petista con economía dirigida por un hombre de los Neves, era una trágica muestra de debilidad.
Dilma, que también nació en el Estado de Minas, donde como muestra de la gravedad que adquiere el “factor Bolsonaro”, no obtuvo resultados positivos con su candidatura a senadora, había tenido una vida de agitación política, preparación académica en varias universidades, compromiso con los grupos armados de los 70, e interés por la literatura brasileña. En una de sus visitas a Buenos Aires se lució citando con pertinencia a una de las cumbres de la literatura de su país, la obra del también mineiro Joao Guimarães Rosa, autor de Grande Sertao, veredas, una novela extraordinaria que renueva la lengua brasilera y que, como tantas grandes obras de arte brasileras, su única mención alcanzaría ahora como forma de resistencia contra el bolsonarismo, que traza una virulenta raya de separación con todo lo que en Brasil haya sido producto de actos de una estética fecunda y renovadora.
Muchos piensan que una cosa son las campañas, y otra el gobierno efectivo. Es así, y la cada vez más distanciada relación entre lo que dice el aspirante “couchueado” a algún cargo y lo que hace después si es electo, es cada vez mayor. Lo anticipó Menem diciendo que si decía lo que que iba a hacer nadie lo votaría. Tal desfachatez, cada vez que es festejada, aniquila aun más la relación entre dos incertezas: la del discurso y la de la historia. Una cosa es eso, y otra provocar la distancia en un juego calculado que arruina toda creencia o pacto entre horizontes de expectativas y tensiones del presente. ¿Ese fue el caso de Bolsonaro? Algunos enemigos del PT, que hacen excesivas críticas a un fenómeno social y político extraordinario, observando las concesiones y los ámbitos negociadores que construyó en sus gobiernos, además de los casos de financiamiento oscuros del sistema político, creen que Bolsonaro acentuó en la campaña sus rasgos de “bonapartismo fóbico” y del mesías con fusil, a los efectos de dar cauce a la hipótesis de que los pueblos desean hombres fuertes, decididos, incorruptibles y héroes contra la delincuencia. Luego, su política económica será neoliberal y aunque no cejará en sus frases tan insistentes en bombardear el buen gusto, moderará las pasiones de cocoliche pseudo fascista. Será apenas -se conjetura-, una pieza amenazadora de un autoritarismo que esgrimirá la amenaza latente de la represión militar, pero apostando a no aplicarla. Pueden escucharse argumentos en ese sentido, de quienes perciben que ya mismo, que en los últimos tramos de la campaña aparecía con un guardaespaldas negro, mujeres de su familia y al lado una traductora al idioma de los sordomudos, que, en efecto, realizaba su oficio con un énfasis desmedido, un poco traslación del “estilo bolsonaro”, aplicable a todos los signos comunicantes, y por tanto con vigencia en toda la vida social.
No compartimos esta idea, que no habrá que dejar de observar, pero la idiosincrasia bolsonarista, al involucrar mesianismo, patriarcalismo y evangelismo regimentado de conciencias, augura un cierre cultural gravísimo en el país de Noel Rosa, Cartola y Chico Buarque, que va más allá de un simple fastidio con las deficiencias del PT, sino que se vincula a lo que venimos llamando la defección trágica de los proyectos de ciudadanización de la pobreza y de crear nociones emancipatorias en la vida civil popular.
Hace mucho en Brasil, un importante coreógrafo de las más conocidas Escolas de Samba, “Joazinho Trinta”, con su imaginación basada en el lujo de las cortes y las viejas leyendas de imperios y pitonisas, lanzó una frase que quedó instalada como un flechazo en el interior de la cuestión cultural brasilera. “Al pueblo le gusta el lujo; son los intelectuales los que adoran la miseria”. Acá tuvimos frases parecidas, pero esta ponía en juego la lógica fastuosa y decorativista del Carnaval. Glauber Rocha, a ese mismo Carnaval lo enjuiciaba adustamente como remedo cortesano inventado “por la Marquesa de Santos”, amante de Pedro I. Nadie se animó a tanto. Darcy Ribeyro, un glauberiano, construyó finalmente el sambódromo de Rio, junto a Brizola. Darcy se movió como portabandera de su sambódromo imaginario en el medio de esas fraseologías que alertaban sobre un desajuste de la cultura brasileña, navegando a varias aguas, lo carnavalesco, lo espiritista, lo dinástico, la nobleza ilustrada. Como también lo hizo el PT, o por lo menos Lula, pues Darcy siempre corrió el riesgo de ser visto como populista, tanto por la derecha intelectual dinástica, el seráfico fingidor Fernando Henrique Cardoso, como por parte de la intelectualidad paulista, aún la más atenta a Levi-Strauss, Roger Bastide y George Bataille, pero luego con mejor oído hacia Deleuze y Foucault.
Bolsonaro es nombrado como “o Mito”. Pero su mito no es aquel que como sombra indescifrada acompañó toda la historia brasilera, esos pensamientos salvajes de los que hablaron el pernambucano Gilberto Freyre, el “brasilero” Levi Strauss, o el irredento Glauber Rocha, maestro a la distancia de Martín Scorcese, cuatro años menor que el gran bahiano. Para resumir, hay un sentimiento en una parte de los nuevos críticos de los anteriores gobiernos democráticos en desgracia, que se basa en lo real popular cuyo secreto gozante esos gobiernos no habrían sabido descifrar. Basados en sondeos sociológicos diversos, consideran facilongo renegar del ingenuo progresismo que nada sabe de narcotráfico, de policías, de bandas diversamente ilegales que atraviesan las vidas populares y sus creencias evangélicas o no, y sus recovecos de santidad, apócrifa, real, o adquirida por correspondencia.
No obstante, no podemos convertirnos en monjes que abandonan su púlpito inmutable para sumergirnos en el bandolerismo rural o en la fascinación de los mitos improvisados de una derecha que busca su resarcimiento de sangre, y que -gran paradoja- ataca al periódico Folha de Sao Paulo como ésta había meticulosamente atacado a Lula. No somos Joazinho Trinta, por más simpático que haya sido este personaje. Marilena Chauí, la filósofa brasilera de mayor influencia, más allá de las fronteras del país, encabezó las discusiones sobre el avance del neofascismo en Brasil, fincado en las clases medias de Sao Paulo y Rio. Debatió el tema en la Universidad y en la cola de las panaderías. Pero su tesis más importantes -aparte de sus grandes libros filosóficos-, consistieron en interpretar toda la historia brasilera como un mito no propicio, esto es, una invención -a tono con los estudios culturales-, donde operaban las clases dominantes, patriarcales, los fazendeiros del azúcar y el café, los esclavócratas. Ellos dominaron en un largo ciclo del “modo de producción colonial” bajo el magma del mito de la nación sin fisuras, incapaz de ver las vetas internas que fracturan lo social en clases y provocan las luchas consiguientes por la distribución de riquezas y condición es de vida. Estas ideas son habituales en la intelectualidad progresista brasilera, pero no podemos calificarlas de inexactas, aunque sí de insuficientes. Pero aquí anotamos un error. En la amplia concepción de mito paralizante se incluyen obras y voces como las de Glauber Rocha, lo que efectivamente entraña un problema, pero no de la índole del que plantea Marilena. Allí hay una disputa artística por la interpretación no convencional de la “vita activa” brasilera.
Glauber Rocha cuestionaba el horizonte orgánico de la intelectualidad brasilera (Cebrap, USP, bibliografías lukacsianas, gramscianas, sociologías oficiales, etc.), en un gesto atrevido y limítrofe. Sus bases morales y espirituales eran las novelas de Jorge Amado, la literatura inalcanzable de Guimarães Rosa, la reinvención de la lengua brasilera (Glauber lo hace escribiendo artículos a la manera de Xul Solar), y proponiendo una cinematografía barroca, mitológica y política. Es la vanguardia brasilera, el mesianismo estético y la religiosidad poderosa en tanto alienante y luego recobrada como arte redentista. Las simpatías de Glauber hacia los militares “aperturistas”, a fines de los 70, le quitaron su público progresista, al que había ilusionado con un sujeto popular revolucionario y campesino, con una alegoría de Dios contra el Diablo capitalista, y luego volcó ese alegorismo, que no fue igualado por el cine tercermundista (véase la escena del duelo en Antonio das Mortes), hacia una expectativa favorable ante los militares que dejaban paso a gobiernos civiles encargados de continuar las mismas políticas anteriores, pero con presidentes civiles. Se equivocó él y se equivocaron quienes se apartaron de él.
En esta hora, ya para terminar esta larga nota, creo que el debate en torno al “aparejo intelectual” sobre el que se recostó el PT -a la que Glauber le oponía el cine gozante y surrealista y la empresa nacional de films Embrafilme-, es recrear la vida intelectual brasilera con todos sus difíciles escorzos contra el experimento represivo de Bolsonaro. Este hombre insustentable trae una represión asistida por una pastoral que disfraza su idea de coerción y disciplinamiento de almas en el horizonte más pobre de las religiones de salvación. La obtusa terrenalidad de esa salvación, mantiene a la población en su hemiplejía cultural, oprimida por la conversión de lo sagrado en un trámite comercial y el altar en una comandancia de órdenes de una milicia biolsonarista.
De ahí que la cuestión, además de la lucha por la libertad de Lula, es afinar la reflexión sobre una compleja cultura en peligro. No es que clausuren el Carnaval -siempre un terreno de disputas no solo entre maneras de desfilar y sambar-, sino que esta trama popular de espesura histórica puede ser reemplazada por un devocionario servil hacia corroídos jefes políticos y un matonaje que significaría el retorno al primer plano institucional de aquellos que Chico Buarque fue a buscar a Lapa pero ya no existían más, porque habían sido reemplazados por “a malandragem de gravata e capital”.
Buenos Aires, 13 de Noviembre de 2018
*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional