En este tercer capítulo de Los latidos de la patria plebeya, Claudio Véliz se dedica a problematizar la tensión entre los conceptos teóricos y las realidades históricas de los pueblos de Nuestra América. Desde ya, el concepto de populismo sobrevolará todo este apartado, y se evaluarán las ventajas y desventajas de su utilización para definir ciertas experiencias populares aún vigentes en la región.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
El kirchnerismo y la razón populista
Tal como hemos insinuado en capítulos anteriores, la experiencia kirchnerista, además de promover movilizaciones (hasta entonces) inesperadas, celebraciones poco frecuentes y pasiones enfrentadas, también provocó un enorme revuelo en los ámbitos académicos y en los meandros del debate político. Las ciencias sociales vieron emerger innumerables abordajes de este fenómeno anómalo que exigió revisar las categorías con las que veníamos analizando nuestra historia. Ciertamente, ya desde mediados de los años 80, las nociones utilizadas por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe para definir a la “operación populista” habían tomado distancia tanto del liberalismo político como del marxismo clásico. Conceptos tales como: discurso, antagonismo, significante vacío, demandas, diferencias, equivalencias, hegemonía, etc., resultaron muy útiles para abordar ese particular momento histórico protagonizado por varios pueblos de nuestra región (sin desconocer las singularidades irreductibles de cada geografía nacional); y no dejaremos de recurrir a ellas cuando nos resulten adecuadas y productivas para examinar los años kirchneristas.
Desde entonces, Laclau y Mouffe habían entendido que era necesario re-crear una “política de izquierda” por entonces impotente y anquilosada, corolario tanto de las fantasías dogmáticas e idealistas del marxismo tradicional, como de las sucesivas traiciones socialdemócratas enmascaradas tras las consignas de “racionalidad”, “modernización”, “tercera vía” y “consensos centristas”. Resultaba imprescindible repensar la idea de revolución, combatir el esencialismo de clase y desarticular la postulación de un sujeto histórico preconstituido y predestinado para liderar la transformación. Sin necesidad de enterrar estas categorías (la idea de posmarxismo –creemos– puede resultar, en este sentido, un tanto peligrosa), había que renovar las herramientas teóricas como condición para descifrar un tiempo signado por las vertiginosas mutaciones socio-culturales de los años 70 y 80: nuevos actores, ampliación del conflicto social, formas originales de manifestación y acción colectiva, una inédita multiplicidad de motivos/temas (etnias, géneros, factores ambientales, migrantes, diversidad, etc.) como disparadores de las nuevas luchas que brotaban de las distintas formas de dominación. Así, para intentar reparar semejantes desacoples y comenzar a diseñar una democracia radical y plural, la hegemonía gramsciana debía conectarse con el significante vacío lacaniano, con la sobredeterminación althusseriana y con la deconstrucción derridiana. El proyecto consistía en establecer una cadena de equivalencias capaz de articular las demandas con el fin de constituir una “hegemonía expansiva” (Gramsci). Para intervenir en la más o menos alicaída consensualidad (pospolítica) neoliberal, era preciso –sostienen ambos autores– constituir una frontera política transversal entre el pueblo y la oligarquía. Construir un pueblo como voluntad colectiva resultante de la movilización de afectos comunes atravesados por la defensa de la democracia, la igualdad y la justicia social. He aquí la lógica política por ellos denominada populismo de izquierda.
Hasta aquí, sobran las razones para examinar los años kirchneristas a la luz de estas consistentes elaboraciones teóricas. Sin embargo, una observación muy atenta de la contradictoria y cambiante dialéctica entre las experiencias históricas y los conceptos con los que son pensadas, nos invita a poner algunos reparos respecto de ciertas modalidades de la categorización/conceptualización. Por consiguiente, creemos necesario sugerir algunas reticencias tanto frente a la postulación de arquitecturas formales que luego se llenarían de contenidos (en virtud de cada experiencia concreta); como ante la preexistencia de una “caja de herramientas” siempre disponible para explorar una realidad situada. Preferimos, por lo tanto, evitar el riesgo de subsumir la complejidad de una intervención política (como la kirchnerista) tan persistente en su orientación como permeable a nuevos aportes, planteos estratégicos y alianzas sorpresivas, en el esquema formal-teórico de una lógica que habría de soportar contenidos disímiles e incluso opuestos.
Si en las experiencias que Laclau denomina populistas, lo que efectivamente articula el significante “pueblo” son las demandas postergadas, silenciadas (o incluso, no constituidas discursivamente como tales) de los sectores más vulnerables y de las clases medias empobrecidas, debiéramos, como mínimo, relativizar la existencia de populismos de derecha. Si analizamos los casos de Donald Trump o de Jair Bolsonaro (cuyos gobiernos suelen ser incluidos en esta dudosa categoría) nos toparemos con dos ejemplos de gestiones centradas en liderazgos convocantes que si bien interpelan discursivamente a un sector muy amplio de la población (e incluso a la plebe), no dudan en gerenciar los intereses del capital concentrado, en perseguir a los más débiles, expulsar a los migrantes, discriminar a las minorías y reprimir a los rebeldes. Para ambas expresiones de esta nueva derecha punitivista preferimos la designación de: neofascismo neoliberal ya que en aquellas se conjugan ciertas modalidades de la violencia persecutoria, del prejuicio xenófobo y clasista y del estado de excepción (suspensión de las garantías del Estado de derecho) con las exigencias del gran capital (poco importa aquí si se trata de la alta burguesía local o de las finanzas globales).
Por todas las razones que acabamos de exponer, no consentiremos en subsumir, sin más, la inagotable riqueza del kirchnerismo en la lógica populista de Laclau (algo de lo que, por otra parte, ya se han ocupado muchos académicos). No obstante, sí ponderaremos la intervención de este destacado teórico argentino para rescatar la pertinencia de algunas categorías sobre las que gira su novedosa propuesta. Desde ya, esta elección no es en absoluto arbitraria ya que cada una de ellas nos sumerge en los debates y desacuerdos que han signado aquella etapa y que aún continúan ocupándonos, tanto al interior de los movimientos populares como en las críticas delirantes de nuestra derecha que ve en el Estado un dispositivo de confiscación, asume al pueblo (en tanto plebe) como una horda salvaje de vagos y planeros, y entiende a la construcción hegemónica como una maquinaria de adoctrinamiento que restringe las libertades individuales.
Dar en el blanco
El concepto de populismo tiene origen europeo y toda la información circulante nos lleva a reconocer su primer antecedente en un movimiento ruso del siglo XIX: los narodniki cuyas intervenciones fueron traducidas como “populistas”. De ningún modo suscribimos la idea de que, para pensar la organización social de Nuestra América, deberíamos desembarazarnos de todas las herramientas teóricas y conceptuales elaboradas en latitudes ajenas a nuestra geografía. Sí reafirmamos que no estamos condenados a copiar modelos, a trasladar mecánicamente categorías, a sacralizar, de un modo acrítico, los legados teóricos de las academias europeas. Por estas tierras hemos sabido diseñar, con singular originalidad, una gran variedad de mestizajes, mixturas, hibridaciones, antropofagias, experimentaciones barrocas, epistemologías regionales y modalidades del estar en el mundo. En honor de todas estas prácticas, no podemos dejar de problematizar la utilización de un significante (populismo) que ha soportado/sedimentado una diversidad de sentidos desde tiempos decimonónicos. A nuestro criterio, esta designación tiene varios inconvenientes y una ventaja. En primer lugar, sus orígenes europeos nos obligan a encender algunas alarmas a la hora de definir a ciertos gobiernos locales como populistas. Por otra parte, tanto las oligarquías como los poderes fácticos de la región (los principales afectados por sus políticas) se han ocupado obsesivamente de que los líderes considerados populistas permanezcan asociados con el autoritarismo, la demagogia, la corrupción y el desafecto por las libertades democráticas. Finalmente, el populismo fue leído por propios y extraños como una mera lógica/fórmula política que podría ser “llenada” tanto de contenidos conservadores como nacional-populares (razón por la cual, podrían ser agrupados indistintamente, bajo esta denominación, gobiernos como los de Lula y Bolsonaro, por ejemplo). Todas estas dificultades a la hora de enarbolar este concepto polémico parecen invitarnos a descartarlo más que a reivindicar su utilización. Sin embargo, hay un motivo de peso que nos impulsa en un sentido contrario: las elites, los dueños de la tierra, el capital concentrado y la patria financiera lo consideran el hecho maldito, el enemigo más temible, el único espectro capaz de amenazar sus negocios y de poner en peligro sus intereses, beneficios y prerrogativas. Y en absoluta coherencia con dichas apreciaciones, nos invitan a erradicarlo, aniquilarlo, defenestrarlo, tirarlo por la ventanilla del tren o despacharlo en un cohete a la luna. Por consiguiente, si los saqueadores, apropiadores, fugadores y explotadores de nuestros pueblos consideran al populismo y a sus líderes como la verdadera (y única) amenaza para sus negociados y privilegios, como el temible fantasma que hoy recorre el mundo, deberíamos concluir que la senda adoptada por los gobiernos llamados populistas no solo resultó acertada, sino que, además, logró producir el impacto esperado en el corazón mismo de la puja distributiva.
Resulta absolutamente indubitable que, desde principios del siglo XXI, el populismo devino un problema para los sectores dominantes, en el momento mismo en que trascendió los ámbitos académicos (donde solía ser pensado como una rareza regional) para instalarse en el escenario más terrenal/territorial de las experiencias populares de Nuestra América. En líneas generales, los gobiernos considerados populistas se caracterizaban por: implementar políticas económicas heterodoxas, defender la soberanía de los recursos naturales y también de las decisiones políticas, apostar a la integración regional como única alternativa de sortear la condena al “patio trasero”, promover la redistribución de la riqueza, y confrontar abiertamente con los poderes fácticos que, hasta entonces, venían imponiendo sus exigencias a gobiernos débiles, cómplices o títeres. De este modo, los líderes de estos movimientos transformadores lograron una comunicación directa con los sectores populares que los apoyaron decididamente tanto en las calles como en las urnas, al menos hasta que los dispositivos mediáticos, jurídicos y financieros (la nueva guerra de la triple alianza) se encargaron de instalarlos públicamente como autoritarios, soberbios, demagogos y corruptos. Si tenemos en cuenta este ataque feroz e impiadoso (que incluyó golpes, encarcelamientos, persecuciones, espionaje, tráfico de armas, etc.), las limitaciones, los errores y las inconsistencias de las gestiones populistas constituyen un detalle muy menor a la hora de efectuar un balance y/o un siempre saludable ejercicio autocrítico.
El populismo como espectro de la democracia (liberal)
La politóloga Paula Biglieri –que sí se hubo ocupado de desentrañar las especificidades de la razón populista y de analizar con enorme agudeza el “caso argentino”– ha publicado, junto a su colega Gloria Perelló, una muy interesante reseña de los trabajos clásicos sobre populismo (1). Además del enfoque ineludible de Ernesto Laclau, se destacan aquí los trabajos de autores como Margaret Canovan, Peter Worsley o Benjamín Arditi. Worsley recupera la dimensión participativa del populismo como el espacio político negado/reprimido por la democracia representativa liberal, o bien canalizado en virtud de un procedimiento meramente institucional. De este modo, la participación popular a la que apela el populismo, sin anular (y ni siquiera obstaculizar) en absoluto, los canales institucionales republicanos, operaría sobre su rígida estructura produciendo ampliaciones sustantivas del “formato liberal”. Canovan, por su parte, retoma y traslada al terreno de la democracia, dos conceptos que Michael Oakeshott le había atribuido a la práctica política: el de la fe (al que identifica con la cararedentora de la democracia) y el del escepticismo (es decir, el de su rostro pragmático). Ninguno de estos momentos tiene una existencia independiente, y no hay posibilidad alguna de reconciliación entre ellos, de modo que la tensión resulta insuperable. Es la instancia redentora (momento emancipatorio) la que moviliza a la plebe, propicia la constitución de identidades colectivas y promueve la acción política. Y, sin embargo, sin el soporte institucional-representativo, el implacable impulso redencional deviene puro testimonio impotente del inconformismo. Según Canovan, el populismo emerge en esa brecha como crítica a los excesos de pragmatismo, y de ese modo, se constituye como sombra inseparable de la democracia, como su pliegue interno, su forma necesaria.
Finalmente, Arditi retoma los conceptos canovianos de brecha y sombra pero con el objeto de plantear algunas diferencias semánticas. Si la brecha constituye una falla estructural –dice Arditi– no existe ninguna garantía de que por allí se filtre una experiencia populista, ya que cualquier otro movimiento emancipatorio podría emerger en y desde esa rendija. Así, propone reemplazar el concepto de sombra (populista) por el de espectro (derridiano). Es esta última figura la que le permite afirmar la indecibilidad del fenómeno populista: el espectro puede constituirse como esperada visita, como peligro inminente (desafío a la armonía pragmática) o como amenaza de disolución del sistema democrático. He aquí lo que Arditi denomina (siguiendo a Derrida, una vez más) las “tres iteraciones del populismo”. En el primer caso, nos hallaríamos ante una visita complaciente y perfectamente compatible con las actuales “democracias de audiencia”; en el segundo, el espectro populista le genera una gran inquietud al sistema representativo, se constituye como su síntoma, como un desafío para las elites ya que fuerza los límites del esquema liberal al propiciar la movilización popular; la tercera iteración es aquella en que el populismo representa una amenaza para el sistema democrático, en virtud de su absoluto desapego a las formas institucionales y su llamado a la “fantasía del pueblo uno”.
Si el kirchnerismo pudiera ser asociado con alguna forma de populismo (ya hemos establecido reparos respecto de esta correspondencia, sin más), seguramente no podría ser pensado ni como una inerte complacencia con el statuo quo, ni como una fuerza reactiva de esa normatividad institucional que (por el contrario) constituye su pre-supuesto. El kirchnerismo es –ya lo hemos sugerido– el hecho maldito que ha venido a inquietar, a conmocionar, a desvelar a todos aquellos “distinguidos emprendedores” (un eufemismo para nombrar a evasores, fugadores, financistas, buitres, agroexportadores, banqueros, etc.) cuyos tradicionales privilegios jamás habían sido cuestionados desde el golpe de 1976. El kirchnerismo es una impaciencia que exige la inclusión de los vulnerados, un síntoma que perturba la paz de los cementerios, un espectro que asedia a la república posible, el murmullo reprimido de la plebe que vuelve por sus fueros, el subsuelo sublevado, indecible e indecidible, que desquicia, desajusta, impide la sutura tranquilizadora de un orden injusto y desigual. Por consiguiente, cuando el intocable e intocado “pacto conservador” se encuentra, por fin, amenazado, en absoluto debería extrañarnos que, a poco de andar, el kirchnerismo se haya topado con una extrema hostilidad hacia sus mentores y simpatizantes, haya concitado tantos odios y temores, y se haya convertido en acreedor de una persistente catarata de insultos, injurias y difamaciones. Pero lo verdaderamente paradójico es que un puñado de influyentes multimillonarios solo interesados por la defensa a ultranza de sus oscuros negociados haya logrado contagiar, con sus diatribas envenenadas, a quienes sí se beneficiaban ampliamente con las políticas que aplicaron los gobiernos kirchneristas. Y en esto reside el triunfo cultural de una derecha cada vez más conservadora y desenfadada.
Referencias bibliográficas:
(1) Biglieri, P, Perelló, G. (2007): En el nombre del pueblo. La emergencia del populismo kirchnerista, UNSAM, Bs. As.
Avellaneda, 18 de julio de 2022.
*Sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /[email protected]