Martín Kohan aborda en este texto un tema común a la ficción y la realidad: el de la violencia y su administración social.
Por Martín Kohan*
(para La Tecl@ Eñe)
Es por asco, por asco ante su cobardía, es decir por puro desprecio, que en “Hombre de la esquina rosada” Francisco Real prescinde de matar a Rosendo Juárez. Lo desafió a pelear y el otro se negó. Ahora ya no quiere matarlo. No quiere, pero en verdad tampoco puede. Rosendo desistió tirando su cuchillo (el cuchillo que la Lujanera le había puesto en las manos, para que peleara) al arroyo Maldonado. En los códigos de coraje de este mundo tan admirado por Borges, no hay ningún valor (en ninguno de los sentidos de la palabra) en matar a un hombre desarmado. Y Rosendo Juárez está ahora desarmado, aunque por propia voluntad. Real entonces simplemente lo deja (y se lleva a la Lujanera). No se ataca a quien no puede defenderse.
Borges retoma conocidamente esta clave en el tramo final de “El sur”. A Dahlmann lo desafían a pelear en un almacén de campo. Pero él no puede aceptar ese desafío, y el otro además no puede sostenerlo, porque no lleva un arma consigo. Es el momento en el que, estremecedoramente, un viejo gaucho del sur que se acurrucaba en ese sitio le alcanza una daga. Se la alcanza para que pueda pelear. Pero también, en realidad, para que tenga que pelear. Porque el otro, una vez más, no iba a poder atacar a un hombre que estaba indefenso. Ahora que Dahlmann recibe la daga, ahora que la sostiene en su mano, sí puede hacerlo. Y va a hacerlo.
En el boxeo, que es la continuación del duelo por otros medios (o la continuación del duelo con menos medios; sin pistolas, sin cuchillos), rige una regla semejante: no se le puede pegar al que ha caído. Incluso antes de que existiesen medidas de protección como el rincón neutral y la cuenta de ocho segundos, había que esperar a que el otro se levantara para poder reanudar la pelea. Había que esperar a que se levantara y a que levantara a su vez la guardia. No se golpea a quien no está en condiciones de defenderse.
En la ficción y en la realidad, en la literatura y en el mundo, se trata de variaciones en torno de un mismo tema: el de la violencia y su administración social. Entre los asesinatos en riña que ahora vemos (los vemos porque alguna cámara de seguridad los registra o porque alguien, uno de los testigos o uno de los agresores, se ocupa de filmarlos con su teléfono), aparece con frecuencia esta circunstancia: al que matan lo matan porque le pegan cuando ya quedó tirado en el piso, incluso cuando yace inerte y sin reflejos defensivos. Le pegan a mansalva, una vez que ha caído, o bien lo hacen caer para poder pegarle a mansalva. A veces golpea uno solo (como en el reciente crimen cometido para robar una botella de sidra) y más a menudo golpean entre varios (como en las frecuentes grescas a la salida de los boliches, donde hay varios que se suman a la paliza solamente cuando la víctima queda a merced: en el suelo o desvanecido).
¿Será un signo de los tiempos? No lo sé. ¿Algo que, más relegado o inadvertido, cobra hoy preponderancia, se vuelve más ostensible? No lo sé. En la violencia cobarde del todos contra uno (la de “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy Casares, la de la versión opuesta de “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, la de la partida policial contra Martín Fierro, la de los federales contra el unitario en “El matadero”), ese uno no dejaba pese a todo de defenderse o de resistirse así fuera malamente (aun el unitario de “El matadero”, al que maniatan para tenerlo inmóvil, se resiste moviéndose por dentro, incluso hasta reventar). El tenor del asunto cambia cuando la violencia se descarga (se descarga y se goza) sobre aquel que ya no puede guarecerse o responder (y el goce radica precisamente en esa condición inerme). ¿Golpear hasta que ya no se defienda? No: golpear desde que no se defiende. ¿Golpear para que no se defienda más? No: golpear porque no se defiende más.
Se produce en cierta manera una inversión del gag del boxeador que cae noqueado por la bolsa de entrenamiento (y ya deja de ser un gag). El gag consiste en que el objeto inerte sólo está ahí para recibir los golpes, pero parece cobrar vida y de pronto los devuelve. Hoy parece derivar hacia la situación opuesta, el contrincante deja de devolver los golpes y está ahí solamente para recibirlos. ¿Será por eso que, para un paradigma perceptivo moldeado en el boxeo clásico, hay un momento de sorpresa y consternación, un trance de alarma y respingo, ante las cruentas peleas de UFC, en las que al caer a la lona un peleador. la golpiza del otro no sólo no se detiene sino que, por el contrario, se encarniza, recrudece, arrecia?
La violencia de las palabras no es igual que la de los cuerpos, pero es violencia también. ¿No se está verificando últimamente, también ahí, cierta tendencia análoga, un cambio en cierto modo semejante? Se ataca al que se ataca si no es interlocutor, si el agravio va a ser unidireccional; es decir, en resumen, si se supone que no va a contestar. Y si llega a contestar, por eso mismo, ¡es un escándalo! Algo, en fin, tan inaudito, como el caso de la bolsa-objeto que de pronto devuelve el golpe. Si contesta, si reacciona, si ya no queda a merced del agresor, el goce de esa violencia se acaba. Se prolonga como violencia, incluso se perpetúa, pero ya despojada de goce: cargada tan sólo de frustración y rencor.
Buenos Aires, 21 de febrero de 2022.
*Escritor. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires.
1 Comment
Muy buena reflexión, ágil el paso de lo explícito (Borges) a lo alusivo. ¿ES a buen entendedor? Por ahí sí pero también que lo explícito no ayuda: no ganamos nada con volver a que Carrió, Bullrich and. Co. atacan creyendo que sus objetos predilectos están caídos; al contrario, es más interesante que lo pensemos: el artículo va a eso. Bravo!