La antropóloga Estela Grassi sostiene que todas las vidas valen lo mismo y que no todos los casos de violencia son iguales, porque no son lo mismo los delincuentes y los femicidas que las instituciones que deben evitar la delincuencia y proteger la vida de todos, pero se vuelven peligrosas cuando son el instrumento del racismo, la aporofobia y el machismo.
Por Estela Grassi*
(para La Tecl@ Eñe)
Todas las vidas valen lo mismo: la de un padre, Roberto Sabo, el quiosquero de Ramos Mejía, cuyos hijos, saliendo recién de la adolescencia, aún lo necesitan y cuyo padre esperaría que ese hijo lo acompañe en sus últimos suspiros. La del viejo activista social de La Matanza, René Mendoza Parra, que con 78 años y pobres recursos quería proteger a los pibes de su barrio de los malditos narcos que los captan y los arman. La de pibes que sueñan, quizás, con parecerse a Messi, pero terminan acribillados por la maldita policía, como Lucas González. La de tantos, que no trascienden, que no conocemos, que no pudieron escapar de cualquier bala o de cualquier falsa acusación porque son pobres de todo recurso, porque ni siquiera pueden llamar a mamá o papá, para avisar que “los están asaltando” aunque terminan esposados (¿cuántas más tapas de Clarín
son falsas?). Las vidas de las más de 200 mujeres (en lo que va de este año), más la de travestis y transgéneros, cegadas por la barbarie machista -que dejan niños y niñas huérfanas, cuando no son asesinados juntos con sus madres- que alimentan los mismos “comunicadores” que fomentan el racismo y la aporofobia (el odio y el rechazo a los pobres).
Todas las vidas valen lo mismo. Los casos no son iguales. Porque no son lo mismo los delincuentes y los femicidas, que las instituciones que deben evitar la delincuencia y proteger la vida de todos, pero se vuelven peligrosas (o son peligrosas desde hace tiempo) cuando son el instrumento del racismo, la aporofobia y el machismo.
El delito nos indigna y nos asusta, más cuando va contra la vida. La violencia delictiva nos pone en riesgo a todos, aunque, en realidad, más a quienes viven en barrios pobres. Allí la inseguridad es mayor que en las zonas consolidadas de las ciudades, con calles iluminadas y cámaras, donde reside la clase media, a la que le dan miedo los pobres que cartonean o venden chucherías para sobrevivir. Y todos (pobres y clases medias), vivimos más inseguros que quienes residen en barrios supercustodiados. ¿O acaso hay muchas noticias de este tipo de asaltos en Recoleta, por ejemplo? Por allí los delitos son de otra naturaleza y no salen en los diarios ni los propalan los comunicadores racistas; y hasta algún femicidio amerita condolencias por la muerta y su esposo asesino suicidado, en los obituarios de La Nación.
Los casos no son iguales. Al dueño del kiosco (y a tantos otros), lo asesinó un ladrón despiadado. Adulto en este caso, dicho sea de paso; y abusador de una menor, de acuerdo a la ley, de modo que no se entiende por qué los comunicadores racistas salieron a pedir la baja de la edad de imputabilidad. Al viejo militante lo acribillaron de 14 tiros los esbirros de los narcotraficantes. A las mujeres las matan varones cobardes, pero brutales. Al pibe que volvía de jugar al fútbol lo asesinó -sí, lo asesinó- un grupo de policías. Es decir, “representantes de la ley y el orden”, de instituciones creadas para evitar que los narcos, los criminales comunes y los femicidas, maten, y maten con alevosía, como en los casos referidos en esta nota. Desde ya, no fue un caso de gatillo fácil, fue un asesinato con todas las letras, perpetrado por policías que no cumplían con ninguna regla de persecución policial y que, además mintieron, tal vez acostumbrados a que la estratagema les funcionara.
La vida del pibe Lucas no se recuperará (ni la de Sabo, ni la de Mendoza). La de sus amigos no volverá a seguir su normalidad. Es muy probable que los asesinos queden presos, pues ha habido demasiadas evidencias de su acto criminal y del lógico comportamiento de unos chicos que venían de jugar y se asustaron y pidieron ayuda a sus padres y a unas agentes “del orden” que, en lugar de protegerlos, los esposaron y los mandaron a la comisaría.
Pero la violencia en la sociedad y en las instituciones no empieza ni termina ni tiene a tres “malos” policías y a otros criminales y femicidas como únicos responsables. Cada uno de estos son la mano que empuña el arma, pero ahí no termina la responsabilidad, apenas es el último eslabón de cada acto criminal, en un campo minado de palabras irresponsables, propaladas por las redes sociales y los medios de comunicación, vertidas con alevosía por comunicadores y por horribles dirigentes políticas y políticos que resurgieron como hongos y se envalentonan, se dan aliento y compiten por superarse en brutalidad e ignorancia. No se inventaron ahora, algunos tienen micrófono y cámara desde hace años, como Etchecopar con su discurso rudimentario, pero brutal. Otros, aguardaban agazapados para presentarse tal cual, como José Luis Espert. La ex ministra de varias administraciones (Patricia Bullrich) había hecho méritos hace tiempo, pero se supera cada día. El ministro Berni quiere hacerle competencia. Y un nuevo personaje mediático, ganó adeptos con su postura de villano de comic, cuyas ideas parecen inspiradas por Boogie el Aceitoso, aquel tipejo despreciable que recreara con maestría Fontanarrosa. Pero hace tiempo otros muchos sujetos y sujetas que tienen voz pública, alimentan estos tiempos violentos: Alfredo Casero, Eduardo Feinmann, Viviana Canosa o los noticieros que repiten incansablemente las mismas brutales imágenes que, lejos de denunciar un hecho, desatan el miedo en la sociedad, incitan a actuar por propia mano y, tal vez, animan a quienes hallan en sus actos criminales, fama de bravura y la posibilidad de un minuto de fama.
La aparición de la pandemia del COVID-19 había entusiasmado a muchos con la posibilidad de que la humanidad saldría mejor: más solidaria, menos individualista, más dispuesta a salvar la nave en la que todos estamos subidos. No ocurrió nada de eso, sino que parece haber abierto la puerta para que este palabrerío iracundo que arma, justifica y demanda instituciones públicas más violentas, encuentre un lugar más destacado y más escuchas en el espacio y el debate públicos. No ocurre solo acá, sino en el mundo y a nuestro alrededor. Chile, hoy, no solamente es un problema de los chilenos si en su segunda vuelta electoral triunfa el ultraderechista José A. Kast.
Todas las vidas valen igual. Por eso, todas las vidas merecen ser cuidadas y protegidas por instituciones capaces y dispuestas a hacerlo con idoneidad. Las armas matan; si apuntan a los más desprotegidos y son empuñadas por el Estado, matan y destruyen y hacen invivible una vida en común. Quienes asesinaron a Lucas (y antes a otros pibes) no fueron tres “malos policías”. Son instituciones del Estado, que tiene el monopolio de la violencia legítima, pero la usa con alevosía y discriminando a sus blancos por su pertenencia social. Una parte del Estado (las policías y la no-justicia) que hace mucho tiempo es peligrosa y de temer. Pero por sobre esos policías y esas instituciones, la ideología racista, aporofóbica y misógina, puesta en palabras y gestos cada vez más altisonantes, arma las manos de quienes apretarán el gatillo, porque sí o por las dudas, porque el blanco “se parece” a quienes, se les dice, que hay que matar.
Las armas matan, pero las palabras también. Dejen de matar, dejen de instigar. Quienes profieren palabras que incitan a matar, aunque no aprieten el gatillo, son culpables.
Buenos Aires, 29 de noviembre de 2021.
*Dra. en Antropología. Profesora Consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Instituto Gino Germani.