El documental La casa sin cortinas de Julián Troksberg tiene de extraordinario que no quiere informar de nada como no sea de cómo encarar la hechura sensible de un documento fílmico, que no es servil a ninguna historia sino a su propia maestría en la realización. Pero al mismo tiempo arroja una luz de sereno carácter incierto, sobre el conjunto de una historia política, la de Isabel Perón, la de todos los que hablan en el film y la del peronismo en su conjunto.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Hay una foto en Panamá, de Perón con Isabel, sentado con Cooke, y éste al lado de Alicia Eguren. Los cuatro juntos. Dos matrimonios. Es una pena que no esté en el documental sobre Isabel Perón de Julián Troksberg. Este documental hurga en los rincones despreciados de la historia, donde el vacío puede aturdir. La foto que menciono estalla por todos lados, tiene un insinuante juego de discordancias. Dos parejas. Los dos hombres son el jefe y su delegado en Argentina. Se está por firmar el pacto con Frondizi. En Panamá es la reunión cumbre donde el peronismo lo decide. Las dos mujeres son Isabel y Alicia. Sus destinos no podrían ser más diferentes, y es obvio que una diferencia son las formas de relacionarse con Perón que cada una eligió, Alicia siempre lo cuestionó, se sumó al peronismo revolucionario y luego a las izquierdas más enérgicas, enarbolando banderas antiburocráticas. En ellas Alicia no tuvo problemas en incluir a Perón, al pontifex maximum, al enigmático, al artista de sus propias modulaciones, ese Juan Domingo Perón con su sonreír hermético.
Pero… ¿Isabel? En el documental de Troksberg, que en sí mismo es una audaz enseñanza de cómo hacer documentales, Isabel aparece como una esfinge que, en su aparente inexpresividad, sobra, está demás, revela una falla insalvable del movimiento político que la rechaza, pero con imágenes que vistas hoy interrogan con un golpe intempestivo y fino a una figura pública que tiene varias vetas demasiado adormecidas, de ayer y de hoy, y que sigue despierta, evasiva en Madrid. Hubo multitudes gritando “Isabel, Isabel”. Y una impresionante aglomeración de funcionarios en la Chacarita frente a la bóveda con los restos de Perón. Así comienza el film, con la tensión detenida de cuerpos que se mueven, oleajes con una coreografía proveniente del fondo de un mar. ¿De dónde salieron esas imágenes? Corresponden a un sueño demasiado verdadero. Hay que filmar una aglomeración con su verdadera torsión en los cuerpos, empujones de todos contra todos, de modo que se forma una marea que es un gigantesco cuerpo vivo que va convulsionándose ante los túmulos.
En un claro, que de repente se abre entre el barroquismo de los cueros trajeados, aparecen los finos labios de Isabel. Casi sonrientes, pintados, nerviosos, algo estatuarios. Su figura está en el centro y esa sonrisa, si es tal, no impide que se halle tiesa en su papel de viuda y reciente presidenta. Están en la Chacarita, en esas estrechas callejuelas donde reposa Perón entre héroes y tumbas. El documental está concebido como una polémica, pero no advertida, donde cada entrevista propone algo que nunca se encadena con diversas facilidades con lo que dirá el que sigue, o buscando contrapuntos forzados. Nada de eso. Así como Isabel es lo que sobra, lo que está demás, lo que representaría una placa de la muerte en vida, un encumbramiento del silencio como extremo intenso de un significado inhallable, cada entrevistado muestra evidencias que casi siempre están más allá de lo que dicen. Una sombra los persigue y decir el nombre de esa sombra no nos es posible si queremos escapar de lo obvio.
Curiosamente Isabel lo consigue con su sitial inesperado, etéreo pedestal, un tanto funesto y obligadamente mudo. No porque no hablase, sino porque cuando lo hacía, parecían palabras dictadas desde un abismo inaccesible, o, dicho de otro modo, leyendo a los gritos documentos escritos por otros. Recuerdo haber asistido al acto en Plaza de Mayo donde se anunció la “nacionalización de las estaciones de servicio”, acto que en aquel momento era un escalón bien inferior a la “nacionalización del petróleo”, pero que hoy resultaría excesivo, inadecuado, fuera de lugar. Se lo interpretó despectivamente como la estatización “de las mangueras”. Lo que en una época parece poco, en otra época parece mucho. O sea, Isabel intentó usar el balcón famoso, pero ya era un busto de mármol parlante que la historia posterior se encargaría de sacar de la historia, la historia común, la historia oficial y la historia de los mármoles que se convierten en representaciones, formas aleatorias de un rostro. No recuerdo si yo dije alguna vez “Isabel, Isabel”, creo que no, porque como muchos, percibía lo endeble, lo trágicamente caricaturesco del momento que vivíamos, falseado porque el presente consistía en la espera que develara pronto de qué tipo sería el golpe de los Comandantes. Todos estos pensamientos indeclarados obligan a sumergirnos en el film de Troksberg, porque él mismo se sumerge en ellos.
El documental La casa sin cortinas -hallazgo que pone en un plano doméstico el rasgido de los tiempos implacables-, tiene de extraordinario que no quiere informar de nada como no sea de cómo encarar la hechura sensible de un documento fílmico, que no es servil a ninguna historia sino a su propia maestría en la realización. Pero al mismo tiempo arroja una luz de sereno carácter incierto, sobre el conjunto de una historia política, la de Isabel Perón, la de todos los que hablan en el film, y la de muchos más, diría la del peronismo en su conjunto. Se nos brinda la idea de los acontecimientos llenos -la enhiesta leyenda de un nombre-, y la de un nombre vacío, que, en su momento, multitudes rodearon, escultores escupieron, militantes corearon, y hoy cultiva su discreción como si se guardara un gran secreto.
Las escenas de los entrevistados por Troksberg, estaban muy preparadas, pero sutilmente. Se nota y no se nota. Sin saberlo, todos van a ser un coro que no busca unidad ni coherencia alguna, pero aportarán su voz a una suerte de desierto político poblado de fantasmas. Parece un debate. Y es un debate político, pero quizás lo que importa es lo que lo excede. Esa Isabel que es una presencia sin lugar, sin voz y sin destino, pero se apellida de la manera que conocemos. Mencionarla en museos, salones institucionales, conversaciones políticas o reuniones partidarias, es producir un hueco o aludir a un objeto perdido, extraviado por propia voluntad o apartado por haberse ganado, o apropiado de su propia innecesaridad.
Es claro que tienen razón los que dicen que Isabel no estaba preparada para la función de gobierno. Es claro que también tienen razón los que ponen un necesario repertorio de dudas, para no decir directamente que Isabel dio con su aquiescencia, el paso inicial de la terrible y sangrienta represión que iniciaron los militares que siguieron a la finalización de su mandato. ¿Y los que eligen decir que en su prisión de varios años -no se ponen de acuerdo en cuantos fueron-, no aceptó renunciar formalmente a la Presidencia ni dejó ningún indicio colaboracionista hacia los que la aprisionaron? Siempre en ella silencio y extrañas amistades. Los peronistas de Estado la reprueban a pesar de haber sido la esposa de Perón. Algo superior al juicio normal sobre una presidenta de apellido Perón debe haber sucedido para que eso ocurra. Ella fue la antesala de la dictadura, y con la misma inocencia, pudo haber sido víctima y victimaria. Estas opciones flotan en el aire, el haber sido nombrada por Perón, hace que Perón esté en juego. Incluso uno de los entrevistados dice que se conocían antes del 55, que no fue fortuito el encuentro en Panamá, y que tuvieron un hijo que se frustró durante el embarazo.
Al lado de los que se expresan desde la lógica política, hay un extraño cortejo de videntes, costureras, abogados, representantes, amigas de su juventud -como, sorprendentemente, Haydee Padilla-, que contribuyen a aportar palabras esenciales -no de algo que no se supiera-, sino palabras que serían más familiares al mundo de Isabel que aquellas a las que la obligó la vida pública. La videncia astrológica, el espiritismo, el franquismo, su iniciación en compañías de baile, al parecer, flamenco. Eso no puede asombrar, pero el documental lo expresa de un modo específico, con un borde ficcional. Es lo más que puede resistir la palabra “documental” antes de ser una ficción. Porque todas sus escenas tienen una demasía que le otorga la voracidad etnográfica del director. Lógicamente, esta avidez puede expresarse más fácilmente cuando Troskberg se la entrega a Marcia Schvartz, con su gracia ramificante y su imaginación pictórica, una forma burlona del expresionismo y objetos humanoides que contienen vida, pero un tanto infernal. Aunque cambia totalmente la cuestión cuando habla Carlos Corach. La gran pintora no puede hablar sin construir imágenes embrujadas sobre Isabel, mientras Corach -Carlos Vladimiro Corach-, figura central del círculo de Menem, dice todo lo de imprescindible debe decir un político ducho de realidades, entendido de relaciones de fuerzas reales, ante el espectáculo ininterpretable que significa Isabel. Aun así, el pragmático Corach, en las antípodas de Schvartz, intenta visitarla en Madrid, en tiempos recientes, y solo obtiene como respuesta ese vacío -ese significante anonadado, diría algún intérprete-, que es lo primero que se presenta ante quien deseara saber qué es hoy Isabel a sus casi 90 años.
El documental se interesa por detalles, como los que un arqueólogo hubiera excavado en las napas subterráneas de un neolítico argentino. Jugar a que esos detalles siguen vivos, sin decirlo en ningún momento, es la fuerza del film. Cualquier historiador de la época debería envidiar estas escenas, o detenerse a comprobar las minucias que salen de los trasfondos y ocupan el primer plano. La intercalación de voces con las imágenes, que no procuran ser coincidentes, el empalme junto al desempalme como dialéctica interna del documental, las escenas habitacionales de los entrevistados, son tan importantes o a veces, más de lo que dicen. Por momentos, es quizás la única crítica que nos animábamos a hacer, el entrevistador se permite hacer preguntas que se acercan un poco a la pregunta televisiva, hecha para que el que responda se enrede con lo obvio o lo reidero.
Pero en lo sustancial, el director de Casa sin cortinas tiene conciencia absoluta de la gravedad, del peso inusitado de lo que está grabando. Tienen especial importancia los archivos caseros, las revistas de época que varios entrevistados guardan, en recortes encarpetados, sobre Isabel, sus venidas al país en nombre del ariete político en que la convierte Perón, o cuando retorna en el período de Alfonsín, muy brevemente, para escuchar otra vez el “Isabel, Isabel”, al lado de Ubaldini, y con una marcha peronista resonante que todos cantan, menos ella. Creo que la gran crítica-ensayo sobre el documental que escribió Martín Rodríguez menciona este hecho. No recuerdo bien ahora cómo lo interpreta, pero es evidente que Isabel estaba habilitada para no cantar la marcha. Por ser Isabel, por ser en ese momento la presidenta del partido Justicialista y por portar el nombre del vacío, de un más allá, que, como el último tranvía a Finisterre, si cantara lo que todos cantaban, la retiraría de ese sitial ensoñado, de alguna manera superior, ya despojada de López Rega. En el misterio de sus inescrutables pensamientos, aun para ella misma. Tampoco nadie escuchó a Perón cantar la marcha peronista, que yo sepa. Era una forma de resguardar su estado de excepción.
Aporto otro recuerdo que el documental no contiene (no tendría por qué hacerlo, pues su secreto es ahondar sobre un abismo), pero creo que algo tendría que ver con lo que está planteando como pregunta, algo así como quién era Isabel, si inepta, su calculadora, si cariñosa, si culpable, si irresponsable, si falsaria, si sacrificada, si atormentada o aturdida. Cuando la elección que consagró a “Perón-Perón” -fórmula imbatible, duplicándose en espejo el mismo nombre-, en una gran cartelería esparcida por toda la ciudad y todo el país, estaba escrita una frase de Perón que, exigiéndole mucho a mi memoria, creo que decía así. Isabel puede ser tomada como una fiel representante mía, o como si fuera yo, pues yo la he instruido y es fruto de una pedagogía que yo mismo me encargue de dirigir hacia ella. Escribo una glosa, es cierto. Pero si la pasamos al estilo de Perón esta frase es verdadera y cruda. El mando y la delegación del mando es un tema esencial en Perón. La confianza en los alcances de su pedagogía, otro. Algo parecido dijo de Evita, pero allí no queda claro cuántos gestos del cincel de Perón se dieron en el vacío, debido a las libertades que poseía Evita en sus discursos, aunque el tema fueran las virtudes exclusivas del que, en su decir, le había enseñado todo. Si hay una tragedia en Evita (todos sabríamos definirla a poco que pensamos en ella), la hay de otro modo que en Isabel. En Eva los golpes de aquel cincel no lograban quedar excesivamente ritualizados o directamente no daban en el blanco. Pero la cuestión de la delegación y de la creación de alteres femeninos no se le escapaba a Perón, y quizás puso estas delicadas cuestiones a cuenta del “arte de la conducción”. Si Isabel era la falla de ese método y Evita el modo de esquivarlo, no es porque lo digan muchos en el film de Julián Troksberg sino porque hay modos de comprobación directamente historiográficos.
No obstante, el modo en que lo comprueba Troksberg no es “detectivesco”, como dicen algunas críticas, obviamente aprobatorias del film, pues lo que hace es volver a las fuentes antropológicas del documental, donde cualquier vida política se halla inmersa en su profunda perplejidad. Deja rastros ocultos para todos, en especial para quien los produce, y desentrañarlos exige ver la minucia donde parecería importante un panorama completo, o ver cómo pesa la historia por todos conocida sobre un pormenor en el cual la cámara cinematográfica entra con una comodidad gracias a que sabe hurgar en lo que los hechos resonantes le roban a la menudencia, que a su vez le había sido substraído a los acontecimientos grandiosos y sin embargo estaba a la vista. Nada de lo que se ve en Casa sin cortinas menoscaba al drama nacional. Al contrario, le da profundidad histórica. Primero porque los que hablan han envejecido, como toldos lo hacemos, pero cuando hablan, lo hacen a partir de su pasado, que de repente revive. Algunos con precisa ironía casi solemne, como Abal Medina, cuyo gesto de meditación el día del regreso de Perón queda relatado, señalado por él mismo distraídamente, como si perdurara hasta hoy. Otros con la idolatría repleta de ingenuidad y gracia de Eva Gatica.
Esa rara comunidad imaginada por el film son voces fundamentales y narraciones imprescindibles de la historia. Quizás el aspecto que algunos denominaron “detectivesco” del film es haber intentado entrevistar a la propia Isabel. Por suerte el cineasta no logró su propósito porque arruinaría todo lo que había hecho hasta ese momento. No obstante, logra algo importantísimo. Una pequeña misiva de Isabel diciendo que no da entrevistas y que el juicio hacia ella le corresponde a la historia. Eso es cierto en todos los casos, pero lo más interesante, de este más que interesante documental, es que no deja hablar a la historia, sino a las inauditas esquirlas que la historia deja a nuestro alrededor. Hay un momento crucial pero conocido, que Troksberg apunta al pasar. La casa de Perón en Madrid, la célebre Puerta de Hierro, demolida, hoy es un complejo de departamentos de una suerte de clase media alta madrileña, “distinguidos y de calidad”. Así lo anuncia el edificio en su fachada aún en construcción cuando el film lo enfoca. Así es el documental de Troksberg, de calidad, y el espectador está obligado a distinguirlo -como pieza cinematográfica e historiográfica en perfecto equilibrio-, y, además, como una muestra metodológica de los cimientos de su laboriosa construcción cinematográfica.
Buenos Aires, 16 de abril de 2021.
*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional.