Hay discursos que transforman las cosas. Entre los discursos que construyen las condiciones de posibilidad para que algo así ocurra, el alegato de CFK, no sólo en la Argentina moderna sino en el Occidente contemporáneo, es uno de ellos. Un discurso, una oratoria, una palabra, que sólo podrá transformarse en algo más y transformarlo todo, o algo, si los destinatarios de su discurso se “despabilan”.
Por Sebastián Russo*
(para La Tecl@ Eñe)
Una palabra, articulada en un discurso, un tono, una corporalidad, asume en acto una singular y única fuerza y expresión. Habló CFK, que como cuando no lo hace, moviliza los terrores, los amores de una nación. La oratoria fue históricamente un arma. La retórica como una de las grandes ramas del conocimiento. Se sabe, no vinculado a la verdad sino al convencimiento. Un arte político, el arte de la política, lograr que otros no sólo me crean sino que actúen en consecuencia. Y es que la oratoria tiene un carácter performático, ligado a la acción. Algo pasa, algo se crea, algo se funda, emerge al momento que el orador toma la palabra. Incluso el mal orador, puede fundar su propia fundición, su ruina. La aparición de los tecnócratas recluyó al orador al terreno del mentiroso, el lenguaraz. Ellos, los técnicos, saben de cálculos, y éstos no tienen mayor vuelo retórico. No vuelan, ni siquiera son terrenales, son mecánicos, responden a una razón técnica. “Dos más dos”, dice la verba popular. “Cuatro”, su versión extendida. Y allí claro, no hay (no habría) ideología, interpretación, política. No se juega (aparentemente) el convencimiento. Las cosas son claras como el agua, transparentes. La lengua tecnócrata es (se muestra como) transparente. Pero diremos que no, como ya se ha dicho, que esconde (incluso para el que enuncia) sus propios preceptos, los de la tecnificación de la vida humana, la barbarización de la cultura, según el Walter de Benjamin.
En cambio la política, la retórica, la oratoria, asumen un punto de vista, un cuerpo se asume como el que sustenta lo dicho, y lo contrario, el que puede ser castigado, si la interpretación del que juzga, así lo entiende. El reino de lo humano es el de la diferencia, es decir, el de la subjetividad, el de la interpretación. Por ello cuando la tecnocracia vence, lo que triunfa es lo inhumano, lo “barbárico”, ya no asignado a un grupo social, sino a lo que expresa o tiende al exterminio del propio sujeto, de la humanidad. Cómo se puede llamar sino al arrasamiento de bosques o la contaminación de ríos, sino actos barbáricos, en tanto ponen en riesgo a la humanidad toda. Decir que el indio, el africano, el conurbanense, es bárbaro, es en sí mismo, un barbarismo, que habla más del que enuncia que del designado, claro está. El tecnócrata no habla, actúa. El político que maneja el arte de la oratoria, habla, y se construye, y construye a otros, una nación, una era. Que un tecnócrata haya llegado a gobernar países expresa la derrota de la cultura de la palabra, de la interpretación, del vínculo con el otro. Y si bien toda intervención oral funda un estado de cosas, o al menos las tensiona más que la inacción (que como se sabe, también es una acción política), hay intervenciones que son “mojones”, “parte aguas”, un “antes y un después”. Metáforas todas que expresan una circunstancia excepcional, que deja una marca histórica (que hace e irradia historia), que modifica, transforma drásticamente lo que se venía diciendo, cómo se venía viviendo, o al menos crea las condiciones para que una tal mutación advenga. Y allí otra revelación no sólo no tecnócrata, sino ni siquiera dialéctica. De algún modo, el dialéctico, el germen del pensamiento racional, de deducción lógica, tal Nietzsche señalaba al socratismo, como el pensamiento vencedor por sobre el trágico, metamorfósico, corporal, sensorial. En ese triunfo, de lo Apolíneo por sobre lo Dionisíaco, Nietzsche veía la decadencia (la barbarie) de Occidente.
Hay, dijimos, discursos que transforman las cosas. Como los hay los que (por enunciación o silencio) sostienen el statu quo, que en el capitalismo es el de la desigualdad, es decir, decisiones políticas, con consecuencias políticas, sociales. Entre los discursos que cambian/trastocan la historia, o que construyen las condiciones de posibilidad para que algo así ocurra, el alegato de CFK, no sólo en la Argentina moderna, sino en el Occidente contemporáneo, es/puede ser uno de ellos. Y no sólo por una capacidad retórica poco igualable en nuestro medio y en la política planetaria actual. Sino porque en su arco argumentativo, no sólo desarmó una causa floja de papeles, endilgando/acusando que aquellos que la acusaban eran los verdaderos culpables. Sino que en ese mismo movimiento, desarma/crea las condiciones para desarmar un entramado abigarrado, entre políticos, jueces y medios de comunicación. Es decir, se mete con uno de los mecanismos contemporáneos más poderosos para la toma del poder por otros medios (no electorales) Lo dijo, se sabe, incluso de un modo que recuerda a Umberto Eco: hoy no se necesitan las fuerzas militares para derrocar gobiernos. Eco hablaba de los medios, pero ella, y hoy día (Eco escribía a fines de los 70), menta un entente aún mayor. Y si bien sabido, mencionado, aludido, el lawfare, circulando como palabreja/latiguillo para denostadores o acusadores, es precisamente un modo de decirlo, un lugar y un tiempo (histórico, pero también de reloj) precisos, un cierto sujeto/sujeta de enunciación, lo que “hace la diferencia”. Y es que el poder de la oratoria, se expresa en toda su dimensión cuando tales/todas las variables son consideradas. Una oratoria transformadora es, debe asumirse como un acto total. Que convoca a todos los sentidos, los públicos, las historias, la historia. Oyendo en su voz lúcida, firme, pero emotiva, quebrada, las voces de los grandes alegatos de la historia, de Emile Zola a Fidel Castro, del Yo acuso a La Historia me absolverá, las voces de aquellxs que perseguidos, y sabiéndose en inferioridad de condiciones ante el denunciante. Algo que hace aún más preocupante al llamado lawfare: CFK es vicepresidenta en funciones, y no sólo no tiene el poder real (algo que la democracia prevee para evitar la suma del poder público) sino que lejos de eso, está en inferioridad de condiciones ante un “clima” (como lo nombró) generado por ésta tríada gobernante en las sombras (medios/políticos/jueces -todos respondiendo a un fantasma mayor, el empresariado apátrida) Un clima, la expansión invisible, gaseosa de una culpabilidad que ya no requiere de pruebas, una culpabilidad genética, peronista (como de algún modo lo denominó el Ministro de gobierno de la PBA) Ante ello, un discurso, una oratoria, una palabra. Que sólo podrá transformarse en algo más y transformarlo todo, o algo, si lxs otrxs (fundamentales) destinatarios de su discurso se “despabilan” (según sus palabras): lxs argentinxs. Podríamos decir, si toman la palabra, alzan la voz, la entienden un arma, la más elevada, la que expresa amor e injusticias, la que engaña o emancipa. Según la ocasión, según el orador. U oradora.
Buenos Aires, 5 de marzo de 2021.
*Sociólogo UBA. Docente UNPAZ/UNGS/UBA.