La tierra tiene un diámetro de 12.756 kilómetros. Es mucho menos vasta de lo que parece. La vida sobre ella está cercada por el calentamiento global producido por un productivismo y consumismo descontrolado estimulado en especial por el capitalismo. Nadie con seriedad lo niega, pero tampoco se han movilizado las sociedades en la corrección del rumbo. El desafío es establecer un paradigma que difiera de la noción comunitaria que alberga a la civilización actual para que tenga la oportunidad de canalizar de modo menos destructivo la crucial certeza de finitud que condiciona la existencia de la especie.
Por Raúl Lemos*
(para La Tecl@ Eñe)
Poco conocido o inadvertido es que la distancia desde un punto a otro a través del centro de la tierra es de 12.756 kilómetros. Eso es, desde el Monte Everest a Ecuador, y de 12.730 kilómetros entre los Polos. Es decir su diámetro. Como se dice, el mundo es pequeño o lo que es lo mismo, la tierra no es tan grande.
Verosímil o no, se supo que Bill Gates está financiando un plan para lanzar toneladas de polvo de carbonato de calcio a 20.000 metros de altura y fabricar una “media sombra” en la atmósfera que proteja a la tierra de los rayos del sol y contrarreste el calentamiento global. Quién lo hubiera imaginado. Si no fuera por la agudización de los sentidos provocada por la pandemia que comienza a correr el velo sobre la situación real del planeta, pensaríamos que los creativos de Hollywood acaban de inventar el argumento para una nueva superproducción apocalíptica.
En el único lugar habitable que conocemos se están registrando eventos singulares, inéditos y trágicos que ya nadie se atreve ni puede negar, pero que tampoco han movilizado aún a las sociedades en la corrección del rumbo. El principal es el calentamiento global provocado por los gases de efecto invernadero (GEI) que emanan de las fábricas de bienes con que el capitalismo alimenta y estimula el consumismo. De ella dan cuenta dramática los polos y los icebergs que de ellos se desprenden cada vez más gigantescos. El último proveniente de la Antártida amenazó con embestir una isla y su colonia de focas antes de resquebrajarse.
Lo advierte reiteradamente y con una gravedad inusitada para el discurso calmo meduloso y reflexivo de alguien como Noam Chomsky.
Pero no todas las causas provienen de la innovación científica y tecnológica. Otras se vinculan con la dieta alimentaria y la maximización productiva en el capitalismo, además del crecimiento demográfico. Uno en apariencia inocuo o inofensivo pero de gran impacto es la cría de animales para consumo humano o ganadería y los GEI (gases de efecto invernadero) que según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), produce más gases de efecto invernadero que el transporte. Con motivo de ello, Paul McCartney le escribió recientemente a nuestro Presidente Alberto Fernández proponiéndole que sume a la Argentina a los Meat Free Monday (lunes sin carne). Pero este modelo productivo de escala que debería sufrir una metamorfosis para limitar las emisiones de los GEI, no existe aislado de la depredación avariciosa que caracteriza todo el entramado de intereses y negocios que rodea al consumismo humano y que alcanza su cenit con el desmonte en pleno desarrollo del principal pulmón del planeta localizado en la selva del Amazonas.
Ese no es el único peligro. Destaca la megaminería con destrucción de geografías montañosas y glaciares para luego de devastadas con voladuras extraerles con cianuro los metales preciosos o de uso industrial. Lo que antes se hacía mediante el socavón. Y con menos codicia. A continuación, queda el cianuro suelto en los cursos de los ríos envenenando peces y agua para el consumo de decenas de poblaciones que de ellos dependen, y la contaminación que las filtraciones ocasionan en las capas freáticas de los suelos.
También se incendian y se talan bosques, cuyos árboles mediante sus raíces son los responsables de conducir el agua de las lluvias a las reservas acuíferas de las profundidades, y con su sombra protegerlas de la evaporación. Se eliminan especies y se suprime el hábitat de pueblos originarios. Y toda esa producción de vida que a la naturaleza le llevó décadas o centenas crear, queda convertido en commodities progresivamente sojeros y en espacios exclusivos de un elitismo ignorante adrede del daño que se ocasiona. Siguen vertiéndose desechos industriales en cursos naturales de agua, de vieja data ya, y por supuesto el mucho más novedoso fracking que al tiempo que destruye se supone salva economías. En todo caso para el corto plazo.
En las planicies cerealeras se posiciona el glifosato y otros agrotóxicos. En nuestro continente, en Pergamino, Pcia. de Buenos Aires, centro de la zona núcleo sojera y área maicera por excelencia con tierras de las más fértiles del mundo, el consumo de agua corriente de la ciudad está contaminado con glifosato y en su extenso casco urbano de ciudad mayor a 100.000 habitantes, prácticamente solo se bebe el precioso líquido embotellado. En el río Salado, Pcia. de Santa Fe se detectó el insecticida clorpirifos en peces y en otra investigación se observaron cantidades aún mayores de este agrotóxico en el agua de las ciudades bonaerenses de Claromecó y Tres Arroyos. Según los investigadores “En febrero del 2020, la Unión Europea dejó sin efecto el permiso que habilitaba el uso de clorpirifos y metil clorpirifos, por considerarlo peligroso para la salud de la población y para el medio ambiente. En Estados Unidos también está prohibido”.
Qué decir de provincias como las del Norte el Centro o el Litoral en las que proliferan las malformaciones o la eliminación de la biodiversidad infinitamente tan necesaria como el aire que respiramos para el equilibrio del ecosistema, por hectolitros de pulverizaciones agrotóxicas excedidas en cientos de veces las regulaciones de la UE. En San Salvador, un pueblo de Entre Ríos, la mitad de sus habitantes padecen cáncer debido a fumigaciones con toneladas de glifosato de las que ni siquiera las escuelas se salvan, con un desprecio criminal absoluto por la vida disfrazada de necesidad productiva.
Causas
Declararse enemigo del Corona puede resultar inspirador para enfrentarlo, pero creérselo de verdad es desviar la atención de las graves consecuencias que negligencia mediante la especie se ha causado a sí misma y al resto que comparte con nosotros el ecosistema.
Más que declaración de guerra al virus es una al sentido del bien en beneficio de un sentido común que solo conoce la lógica expansiva e ilimitada de la depredación potenciada por el neoliberalismo. Nos excedimos con creces en manipular la naturaleza porque no hemos aprendido hasta ahora a concebirla sino a nuestra disposición, y no con nosotros dentro de ella con el mismo derecho que una hormiga a vivir en su seno. Fingimos que solamente es porque así son las reglas del mercado y no por las ansiedades de una creciente avidez consumista que nos devora desde nuestra propia angustia. El virus vino para avisarnos que si no podemos inteligir, tomar consciencia y comenzar a alejarnos del lugar de consumidores compulsivos al servicio del capital-neoliberalismo, la tierra en no tanto tiempo más va a dejar de ser habitable para nuestra especie, y otras. Algunos hablan de 30 años, otros de 100, y decirlo con tan inevitable y resignada liviandad puede parecer espejismo en lugar de inexorable verdad. Estamos ante una crisis civilizatoria.
Si bien hay un incipiente despertar, al menos el común de los millones que pueblan el hemisferio occidental no parecen alarmarse lo suficiente para actuar en consecuencia. Empero verificarse en las pantallas y especialmente en la filmografía una tendencia firme y creciente a alertar sobre el riesgo latente mediante la profusión de películas, y otras con pasajes temáticos convincentes, la respuesta social a estos estímulos demoran en mostrar resultados. Es que frente a algo que de ser creído de inmediato causaría pánico, el consciente primero niega y luego ante la harta evidencia se adapta. Por ello es primordial la masificación del mensaje de alerta para neutralizar la naturalización del riesgo y sobre todo su asunción por los estados de forma pluriactiva, con sus representantes en el rol de portadores centrales de un mensaje en lugar de comunicadores, pues ellos son la instancia conductiva y es a ellos a quienes se dirigen las miradas en una emergencia como la que la humanidad atraviesa ahora con el Coronavirus. Y no al mercado. Suya es la responsabilidad principal. De otro modo, la negación y la adaptación serán funcionales a nuestra propia extinción tal como sucede ahora. A despabilarnos sobre eso vino el virus.
Otra experiencia
Una luz de esperanza despierta la cultura e idiosincrasia de un país como China por su diferente historia, su cultura y organización social así como el rol del Estado, además del destacable proceso de auge económico y su repercusión e influencia en la hegemonía mundial. Es difícil trazar un paralelo con Occidente pero lo es más desconocer la velocidad y eficiencia con la que en un principio encauzaron en su geografía la crisis sanitaria global por el Coronavirus e inclusive la asistencia con insumos a otros en la emergencia.
Lo que no sabemos es si lo que tiene para ofrecerle al mundo como enseñanza o experiencia podría llegar antes del cataclismo al que sus humeantes chimeneas también contribuyen calentando la tierra en una proporción mayor inclusive que las de EEUU, lo que ya es mucho decir. Con sus propias características pero siempre en la línea de modelos alternativos al que rige de este lado del meridiano de Greenwich, Rusia también es parangonable. Y sin dejar de considerar que ambas naciones atravesaron por un proceso de aggiornamento político y cultural que les sirvió para acortar distancias con el Occidente y el capitalismo: las Reformas de Deng Xiaoping en los 80 y la Perestroika en 1985. Por el contrario, el ineditamente accidentado proceso electoral norteamericano con bandas armadas tomando el Capitolio incluidas, preanuncia o debería hacerlo para seguridad del mundo, una transición hacia algo diferente que sincere la crisis en la que el centro del imperio se debate desde hace tiempo.
El conocimiento
En el emblemático año 1969 el grupo de rock progresivo británico King Crimson, reflejo fino de ideales y sensibilidades de aquella década esperanzadora, y de quienes se puede afirmar que fueron al rock lo que Nietzsche a la filosofía, postularon en Epitafio que
“El conocimiento es un amigo mortal/Cuando nadie pone las reglas/
La suerte de toda la humanidad, lo veo/Está en manos de tontos../
Confusión será mi epitafio…/
Pero me temo que mañana estaré llorando”
La letra se refería de modo consciente al temor que en el contexto dramático de la guerra fría generaba la disputa geopolítica entre la URSS y EEUU con el telón de fondo de una amenaza nuclear en ciernes. Sin embargo, nada de eso aconteció y un par de décadas después se produjo la caída del muro de Berlín. Pero el conocimiento, que subyacía como causa fundante de la deletérea amenaza que consternaba al mundo, allí estaba premonitoriamente señalado.
Se cae de maduro que cualquier intento por limitar o reglamentar la evolución científica y en especial sus efectos sobre el medioambiente y la salud humana en un sistema capitalista apenas ilusoriamente pueden concebirse, so pena de ser tomadas como un rasgo de locura o esnobismo. En Occidente sólo en su parcialidad más desarrollada y con resultado dispar se aplican reglas de carácter preventivo sobre los efectos de la evolución científica, pero no así para su control y/o limitación cuyos efectos van a impactar tanto en los bolsillos de los países innovadores como en el deterioro del planeta. Efectivamente, como reza Epitafio la ausencia de reglas para el despliegue del conocimiento en el capitalismo no solo se ha mantenido sino que el mismo torbellino de transformación que había comenzado en el siglo XVIII con la Primera Revolución Industrial en Inglaterra, luego intensificada y diversificada en diversas disciplinas a partir del XIX con la consolidación del Positivismo, adquirió velocidad exponencial desde la Segunda Guerra Mundial en adelante y arrasa con la naturaleza desde distintos ángulos y facetas con un incremento significativo en los últimos 20 o 30 años. A lo que, según expresó el Papa Francisco recientemente, hay que agregar que las condiciones que hicieron posible un holocausto no habrían desaparecido del todo de la condición humana.
Todo lo cual podría resumirse en una secuencia: desarrollo del conocimiento y acumulación económica, deterioro ambiental y pauperización, reacción.
La humanidad no supo no quiso poner reglas para controlar las consecuencias sobre la tierra y su ecosistema de los procesos que se ponen en marcha con la investigación descubrimientos e invenciones. Tampoco se ha tenido en cuenta que aún con el más noble de ellos como son los avances en la medicina se pone en riesgo la suficiencia de los recursos del planeta al incrementarse ostensiblemente el promedio de vida, sin plantearse en paralelo acciones tendientes al control de la natalidad.
Es preciso contar con parámetros, tan o más indispensables que el “no matarás”, que prefiguren una evaluación de raíz del costo-beneficio entre el confort de las sociedades y enriquecimiento de corporaciones y el impacto de la actividad humana sobre el medioambiente con la sistematización de prácticas y costumbres que a esta altura constituyen los verdaderos dioses, sobre todo del orbe occidental. Quizá sea necesaria una fractura ambiental global de proporciones bíblicas que alerte a la especie del peligro que corre. Es difícil saberlo. Lo indiscutible es que asistimos a una autoaniquilación silenciosa constante y progresiva. A falta de reglas que precisen límites infranqueables en protección y defensa de la vida en todas sus formas, como especie hemos capitulado ante una no escrita que dice “no matarás a seres humanos, todo lo demás está permitido”. Hemos trocado la vida gregaria como aglutinador solidario frente a la adversidad que define lo humano, por la convivencia en núcleos tan especializados que lo que suceda fuera de ellos poco o nada importa. Como si nos hubiéramos sofisticado para desaparecernos.
Un ejemplo paradigmático de esa vocación por exceder los límites mismos que la naturaleza nos marca se verificó en Japón con el accidente en la planta nuclear de Fukushima. Qué explicación racional puede justificar que una nación del tamaño de la provincia de Bs. As posea 54 plantas nucleares en una región del planeta altamente sísmica en la que ellos mismos prevén cada 150 años un evento de la magnitud destructiva del que en 2011 involucró a esa usina nuclear. El cesio 137 radiactivo es altamente nocivo y tiene un período de 30 años para su semi desintegración a los 400 km que se calcula que llegó dentro del mar. Sobre el agua contaminada que se almacena constantemente en tanques especiales desde el accidente, Tepco, la compañía propietaria de la planta de Fukushima, ha manifestado que para el 2022 va a tener que verterla en el mar por falta de espacio.
En una primera aproximación se advierte la necesidad energética para el despliegue productivo que constituyó a Japón como segunda economía del mundo por años hasta su desplazamiento por China. Desde una perspectiva histórica de la nación nipona aparece su proverbial vocación imperial y hegemónica. Pero en ninguna de esas explicaciones se verifica un nexo de causalidad con el bienestar material y armonía de su pueblo. Ello fuerza una tercera mirada, más ontológica, que exhibe lo del Japón como un ejemplo de la capacidad de daño del ego humano y su pulsión de poder y finalmente de muerte. ¿Qué si no, puede ser capaz de conducir a una sociedad por el mismo camino de horror que paradójicamente ya transitaron con Hiroshima y Nagasaki?
Enrico Fermi, científico italiano que participó en la factura de la primer bomba atómica para luego retirarse en desacuerdo por no decir espantado, estableció una paradoja que preconiza que “toda civilización avanzada desarrolla su tecnología hasta alcanzar el potencial de exterminarse y después se destruye a sí misma” y si no hemos entrado en contacto con otras civilizaciones inteligentes tal como la Ecuación de Drake lo infiere, sí hemos alcanzado en la tierra aquel potencial destructivo. Por lo cual para él, el trágico final de la especie humana era inminente e inevitable. A diferencia de Fermi, otro grupo de investigadores piensan que la paradoja está dada por la limitación de recursos finitos de cualquier civilización, por lo que el resultado final de la extinción es el mismo.
Exploración
Una vía de exploración interesante, sobre todo para Occidente, es el desafío de establecer un paradigma que difiera en sustancia de la noción comunitaria que alberga a la civilización actual para que tenga la oportunidad de canalizar de modo menos destructivo la crucial certeza de finitud que condiciona la existencia de la especie. En donde el ego pueda y deba resignificar su gravitante pulsión de poder para que esta no se agote irremediablemente en la pulsión de muerte. Pues como dice el refrán, el hábito hace al monje, y si no se cambian las cosas de lugar el espíritu pena indefinidamente por la misma droga melancólica.
La democracia es irrenunciable pero nos ha costado verla más como punto de partida que línea de llegada en la búsqueda de un ser humano más integral y propenso al placer por lo asociativo y solidario que al consumo y la posesión. A la naturalización de una función de protector en lugar de apropiador de la naturaleza. En síntesis, menos materialista. Como la cultura oriental con la que, y en busca de su sabiduría, se enriqueció el rock progresivo de los idealistas a la vez que efímeros años 60 y 70.
Para ello son precisas más y renovadas especificidades que conduzcan al sistema organizacional hacia una completitud que ahogue la avidez la avaricia y la codicia que hasta acá han conducido los designios humanos esculpidos por el capitalismo más tarde devenido en neoliberalismo. Este modo de vida se está agotando y conduce al desastre si no lo cambiamos.
Aunque es posible que con la misma cortedad instintiva de la conservación mal entendida que domina nuestras pulsiones, la inmensa mayoría de humanos se desinterese por algo que sólo pueden imaginar para cuando ellos no estén más sobre la faz de la tierra. Habrán perdido entonces la oportunidad para entender que lo que se avizora y se prevé para el futuro es fundamental para la adaptación a este presente.
Las especulaciones y/o emprendimientos de científicos e innovadores emblemáticos como Bill Gates, o los escenarios que desde la escritura y la filmografía se atreven a imaginar ya no como posibles sino probables hacen recordar a Julio Verne y su “De la Terre à la Lune Trajet direct en 97 heures”. Lo que se habrán reído sus contemporáneos en 1865…
La Plata, 18 de febrero de 2021.
*Miembro fundador e integrante de la Mesa Provincial del Partido Solidaridad e Igualdad.
2 Comments
Muy buen análisis del contexto que nos rodea hace ya muchos años y que sigue agravándose…..
Cuando quiénes deberían preocuparse por el futuro del planeta y de todos los Ecosistemas (biotopo y biosfera), ya muy dañados, están lejos de una concientización……
Pero sí hay muchos/as que sí se ocupan para poder evitar o disminuir ésta problemática ambiental, ya no como posible…..sino como probable una inmediata solución.
Excelente exposición de la realidad qué nos acontece..muy ignoradas por el hombre de a pié..Todos los actores de los gobiernos tendrán que avanzar en las soluciones y la educación .., herramienta fundamental de los Pueblos,hacer lo suyo para comenzar a revertir tremendo daño al planeta