Claudio Véliz afirma en este artículo que durante los últimos cuatro años de saqueo, nuestro país se convirtió en un gran laboratorio de las prácticas, eslóganes, retóricas y estereotipos posverdaderos, dispositivos eficaces del semiocapitalismo que se ha valido de un nuevo y original régimen de veridicción sostenido por las violencias del poder, la legitimidad que les brinda la normalización del no-saber y la inédita, en virtud de su eficacia invasiva, artillería mediática.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Pereza, cobardía y régimen
Creemos pertinente aclarar que el objeto de este artículo no es ensayar una reflexión sobre el problema (científico y filosófico) de la verdad, un concepto que ha sido abordado de los modos más diversos: como fundamento, origen, meta, correspondencia, adecuación, acontecimiento, corolario del poder, coherencia, utilidad, chispa, roce, relámpago que “hace justicia”, fantasía exacta. Muchísimo menos quisiéramos realizar un recorrido por la inabarcable multiplicidad de tradiciones que han teorizado infatigablemente al respecto. Sin duda alguna, dichas polémicas han constituido la gran obsesión del pensamiento filosófico desde la emergencia de nuestro lenguaje verbal-simbólico. Lo que aquí sí nos interesa es detenernos en dos hallazgos teóricos que, según nuestro criterio, nos permiten una muy interesante aproximación a eso que consentimos en designar como posverdad y que coincide con la actualidad del semiocapitalismo en tanto consagración de la virtualización financiera y de la radical autonomización de los signos (es decir, que se corresponde con la absoluta aniquilación de la referencialidad). Nos estamos refiriendo a las consideraciones kantianas sobre la “ilustración” y a la idea foucaultiana de “régimen de veridicción”. Ambos instrumentos conceptuales contribuyen notablemente –es lo que venimos a sugerir aquí– a desentrañar (quizá debiéramos decir: a deconstruir) la inédita trama de (sin)sentido que nos habita, organiza nuestros afectos y orienta los deseos y decisiones de los frágiles espectadores.
En uno de sus textos más recordados (1), el filósofo alemán Immanuel Kant afirma que la ilustración consiste en “la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”, de su inmadurez, de su incapacidad para valerse por sí mismo. E inmediatamente nos recuerda que dicho estado de minoridad no está vinculado con la carencia de entendimiento (tal como solían aseverar varios de sus discípulos iluministas) sino con la falta de valor y decisión para “atreverse a saber” (he aquí el lema de la ilustración kantiana); por consiguiente, la tutela está relacionada con la pereza y la cobardía y no con la tosquedad o la vulgaridad. Los maestros y sacerdotes que guiaban el pensamiento en tiempos de Kant (un ejercicio que en la actualidad está reservado a la compulsión repetitiva de las instalaciones mediáticas y de sus impunes opinólogos) siempre han procurado, obsesivamente, convertir a sus interlocutores en perezosos subalternos, en seres incapaces de “caminar solos”, de asumir una posición crítica frente al mundo que les toca habitar. Si al pueblo se lo dejara en libertad –afirma Kant–, si se relajaran los controles tutoriales, su “deseo de saber” resultaría indetenible. Si no se utilizaran los más diversos instrumentos para mantener a los hombres en la minoría de edad –continúa–, ellos saldrían, gradualmente, de dicho estado de ignorancia inducida. No es en absoluto casual que el “último” Foucault haya recuperado este texto kantiano para repensar su ontología del presente a propósito de los dos últimos cursos dictados en el Collège de France. Fue entonces cuando introdujo el término “régimen de veridicción” para analizar la injerencia de la verdad en el gobierno de la vida, tanto en lo que respecta a los liberalismos de los siglos XVIII y XIX como a los neoliberalismos del siglo XX. A Foucault le interesaba entender sus efectos políticos en los procesos de sujeción y en los de subjetivación; abrevar en la construcción de una “política de la verdad” en un tiempo signado por la conversión del mercado en “matriz de inteligibilidad” de toda acción humana. Así, el régimen de verdad aludía, por un lado, al conjunto de regulaciones, discursos, normativas y prácticas institucionales en los que se inscribe una determinada forma de manifestación “verdadera”, pero también a la coerción que ella misma (consagrada por dichas instituciones) es capaz de ejercer en tanto se la reconoce como tal. Por consiguiente, para que un discurso sea considerado verdadero debe asentarse en y adecuarse a ese régimen de veridicción que lo instituye de ese modo y que lo inviste de un poder de coacción, sugestión y/o fascinación.
Algunas “verdades” de lesa humanidad
Desde comienzos del presente siglo, venimos asistiendo –para decirlo con Foucault– a un tan original como inquietante “régimen de veridicción” (sin antecedentes históricos) cuyas novedosas herramientas de validación y legitimación del saber son: la repetición sistemática; el vértigo (des)informativo; la posición dominante (de las usinas mediáticas); la sugestiva penetración de las tecnologías digitales; la recurrente desestimación de cualquier modalidad del cotejo, la constatación o la demostración; y, fundamentalmente, el (kantiano) “deseo de no saber”. Aunque en la actualidad, además de la cobardía y la pereza a las que se refería Kant, debamos añadirle el odio y el temor, indispensables para fusionar la argamasa de los “sentidos comunes” que han superado la prueba de esta novedosa modalidad de la verificación. Solo así podríamos comprender que expresiones como las que siguen se hayan constituido en verdades de facto (compartidas, reiteradas, difundidas y amplificadas) para una buena parte de nuestra sociedad: TN puede desaparecer, la Presidenta asesinó al fiscal, su hijo tiene cuentas en el exterior, los comandos iraníes-venezolanos operan desde Cuba, el ministro de Economía cobra un sobresueldo de YPF, se robaron un PBI, van por todo, los derechos humanos son un curro, las mujeres se embarazan para cobrar un plan, el candidato a gobernador es el responsable del triple crimen, se creyeron la ficción del bienestar, La Cámpora está armada, los indigentes de la ciudad cobran por dormir a la intemperie, los vendedores ambulantes nos quitan el trabajo, las cárceles están abarrotadas de paraguayos y bolivianos, no fueron 30.000, los mapuches son asesinos peligrosos, los patriotas estaban angustiados, el kirchnerismo dejó una pesada herencia, el canciller le pidió a Interpol que levantara las “alertas rojas” para proteger a los iraníes, desde hace 70 años que la Argentina está mal gobernada, los argentinos no saben votar, los pobres no llegan a la universidad, la presión impositiva en nuestro país es la más alta del mundo… o más recientemente (y desde un lugar más cercano al éxtasis del delirio): el gobierno quiere liberar asesinos y violadores, el virus no existe, la tierra es plana, esto es una dictadura, la democracia está en peligro, nos gobiernan los infectólogos, los hisopados están adulterados, Ramón Carrillo era nazi, Pedro Cahn actúa como un terrorista, inventan cifras para mantenernos encerrados, Alberto quiere matar gente, Villa Azul es nuestro guetto de Varsovia, somos Venezuela, vivimos bajo un gobierno comunista, vienen por nuestras propiedades y autos de alta gama, si tenés dos departamentos, el gobierno se va a quedar con uno, la emisión monetaria provocará más inflación, las escuchas eran legales, Vicentín se va a convertir en un aguantadero de ñoquis camporistas, militantes K rompieron silobolsas, están prendiendo fuego campos y matando gente, los montoneros/terroristas están autorizados a fugar divisas, vienen por nuestra sangre, Cristina mandó a matar a su exsecretario que estaba buscando los tesoros K… y podríamos ocupar miles de páginas con bravuconadas por el estilo.
De ninguna manera quisiéramos desestimar las complejidades de la relación entre el lenguaje, el pensamiento y eso que nos permitimos definir como “lo real”. No adscribimos a la postulación de una absurda “transparencia” entre dichas instancias ni a las exigencias de un pretendido “positivismo objetivista”. Pero tampoco estamos dispuestos a celebrar el reduccionismo de los relativismos filosóficos ni la prisa (posmoderna) de quienes se obstinan por traducir dicho vínculo intrincado como un mero conflicto de poder (como un liso y llano combate de interpretaciones). Aun en el marco de las dificultades que nos plantea la imposibilidad de decir (y pensar) lo real, podemos afirmar que (exceptuando los casos de lesa opinología futurista) ninguna de las aseveraciones que consignamos en el párrafo anterior guarda relación con eso que (de un modo provisional e impreciso) podríamos designar como el “acontecer histórico”: una construcción significativa cuyo registro (siempre impreciso y distorsionante) se constituye a partir de documentos, expedientes, informes, índices estadísticos, fuentes, etc. Ni una sola de todas aquellas fórmulas vacías de sentido resistiría una mínima verificación empírica/histórica/contextual, un breve cotejo respecto de datos, observaciones, experimentaciones, etc.; o para decirlo con un léxico periodístico: ninguna resistiría un simple “chequeo”. Pero además, dichos disparates no descansan en un razonamiento previo, en una trama argumental, en una reflexión detenida sobre el devenir sociocultural. Su fortaleza reside exclusivamente, por el contrario –lo hemos afirmado–, en la repetición sostenida y sincronizada, lanzada desde un sitial de privilegio, y sutilmente direccionada hacia sensibilidades irritables talladas en la fragua de la ignorancia, el temor y el odio administrados.
He aquí el nuevo “régimen de veridicción” del siglo XXI (la posverdad) que se halla en la encrucijada entre las violencias del poder, la legitimidad que les brinda la normalización del no-saber y la inédita (en virtud de su eficacia invasiva) artillería mediática. El prefijo post (aunque ha generado cierto rechazo en los círculos académicos por su notoria ambigüedad) alude, en este caso, a dos sentidos complementarios: una ruptura (con la verdad en cualquiera de sus expresiones) y la superación de todo intento por alcanzar un saber verdadero. No se trata de una moda ni de la nueva fase de una problemática histórica, ni de una vuelta de tuerca sobre las relaciones entre verdad y poder. La posverdad es la vocación por (y la decisión de) eludir la data que habíamos logrado arrebatarle (trabajosamente) al mundo “efectivo”, para así con-formarnos con el prejuicio que brota de la sujeción: siempre podremos hallar un resquicio en la “realidad” que nos permita corroborar/ratificar lo que sabíamos/creíamos previamente. Nos hallamos, de este modo, frente a un autoengaño absolutamente consciente, deliberado, orgulloso y cobarde. Quizá debiéramos remontarnos a los combates entre Sócrates y los sofistas para hallar, en occidente, una trama análoga a la que nos atraviesa en la actualidad. De todas maneras, cabe recordar que mientras los sofistas fueron refinados expertos en persuasión retórica, nuestros parlanchines odiadores (y he aquí la novedad radical) suelen hacer gala de una terquedad militante, reticente tanto a la erudición como a la “elegancia” discursiva. Ciertamente, este “deseo de no saber”, esta “ignorancia voluntaria” (que nada tiene que ver con la vulgaridad o la rusticidad pretendidamente plebeyas) no es un invento argentino sino uno de los dispositivos más eficaces del semiocapitalismo. No obstante, al igual que como ocurriera con las recetas neoliberales en los 90 o durante los últimos cuatro años de saqueo, nuestro país se convirtió en un gran laboratorio de las prácticas, eslóganes, retóricas y estereotipos posverdaderos.
Entre el barro y el deber moral
Lo que estamos tratando de sugerir es que el neoliberalismo, en su estadio semiótico, se ha valido de un nuevo y original régimen de veridicción (posverdadero) que muy lejos de constituirse a partir de metodologías cognitivas, legalidades cientificistas, modalidades argumentativas e instrumentos de verificación (que en ningún caso vendrían a negar su politicidad), constituye sus verdades a partir de herramientas harto diferentes: la reproducción infatigable y ensordecedora, la fugacidad, la emotividad, el frenesí enloquecedor de los bits informativos, las retóricas pasteurizadas (desembarazadas de memoria histórica y pasiones políticas) la “naturalización” del disparate, el extraño “deseo de no saber”. Un régimen que descansa, al mismo tiempo, en un temor (absurdo e injustificado) frente a la posibilidad (anacrónica e inexistente) de que se instaure una “dictadura comunista” en Argentina (de que el Estado se apropie de mi casa, de mi auto y hasta de mi teléfono celular) (2); en un odio sin concesiones hacia todos sus pretendidos promotores y simpatizantes; y en una pulsión masoquista que nos conmina a preferir el sacrificio más elevado con tal de no ceder a las tentaciones populistas. De este modo, el resentimiento producido por cuatro años de desfalco e inequidad, lejos de “hacer blanco” en los responsables del saqueo (evasores, especuladores, fugadores, endeudadores, formadores de precios, grandes beneficiarios de la timba, etc.), se orienta hacia quienes han procurado ponerles freno (acusados, paradójicamente, por las más atroces calamidades). Sin embargo, ni siquiera este cóctel explosivo de temor, odio, masoquismo e ignorancia voluntaria alcanza para explicar, de una forma acabada, la defensa militante de los victimarios estafadores por parte de sus víctimas estafadas. En un artículo reciente (3), el sociólogo Eduardo Grüner definió como “enigmática perversión” a esa manía que lleva a ciertos sectores sociales (una verdadera seudoclase oscilante de “extremo centro”) a esgrimir una defensa activa del núcleo más concentrado del establishment económico. En virtud de dicha maniobra perversa, quienes más indiferentes se han mostrado frente a la miseria de millones de personas vulnerables (en tanto vulneradas), sienten (y sufren) como una ofensa imperdonable que un gobierno ose controlar los negociados de unas pocas firmas multimillonarias (responsables absolutas por dicha vulnerabilidad pero también por la suerte adversa de sus oficiosos auspiciantes). Para colmo, esta orgullosa defensa masoquista es vivida –continúa diciendo el autor– como un sublime acto de libertad. “Barro mental y moral de esclavos” titula Grüner a su nota. Y quizá (aunque sí necesitemos seguir pensándola y combatiéndola), no haga falta que continuemos pergeñando rigurosos devaneos conceptuales para definir a dicha “enigmática perversión”.
Referencias:
(1) Nos referimos al que lleva por título: “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la ilustración?” (1784).
(2) Una circunstancia, que, además, trasunta una extrema ignorancia respecto de las experiencias comunistas “reales” del siglo XX.
(3) Grüner, E. (2020): “Barro mental y moral de esclavos”, en Revista Ignorantes: http://rededitorial.com.ar/revistaignorantes/barro-mental-y-moral-de-esclavos/
Buenos Aires, 22 de julio de 2020
*Sociólogo, docente / claudioveliz65@gmail.com
5 Comments
Al autor: el artículo es muy bueno, muy profundo. Lo que satura y dificulta el entendimiento es la ENORME cantidad de paréntesis y aclaraciones mezcladas en el texto.
Entiendo que haya que leer con detenimiento, pero valiéndome de tu primera palabra, también refleja pereza por escribir con un estilo más claro.
Con cariño.
Es interesante analizar un poco la palabra «disparate», que nos puede dar una pista de dónde se origina la locura que habita las cabezas de buena parte de nuestros compatriotas. Varios sobrevivientes de centros clandestinos de detención de la dictadura utilizan la palabra para intentar dar una idea de la naturaleza de las preguntas delirantes que les hacían los torturadores castrenses: «¿dónde está el arsenal, donde están las armas», le preguntaban a un delegado de fábrica que no había visto un arma en su vida unos torturadores que en su delirio se habían autoconvencido de que el movimiento obrero organizado era parte una gigantesca ofensiva del marxismo internacional para derribar al occidente cristiano. Parecida era la reacción (de incredulidad frente a ese cotolengo letal que lo tenía en sus manos) de Jacobo Timerman al recordar las preguntas inverosímiles -que no permitían ni realmente demandaban ninguna respuesta- que le hacían los torturadores militares: sobre la conspiración judeo-masónica internacional, sobre el plan sionista para quedarse con la Patagonia. Y Jacobo cuenta que pensaba, desesperado: «¿Dios mío, estoy en manos de dementes!». Esa locura -la locura de los salvadores de la patria del 76- es la que ha terminado por conquistar (por pudrir) las cabezas de muchos en esta sociedad
No me siento con la capacidad de hacer un análisis técnico del artículo. Por ende me voy a referir a la impresión que me generó después de leer la nota.
Desde ya,va mi agradecimiento por el abordaje de este tema(post verdar).Creo que el artículo postula una posición sobre este concepto,con la cuál me siento identificado.Del mismo modo que introduce un manto de claridad y transparencia sobre un tema tan trillado y en la mayoría de la veces, tocado superficialme. SALUDOS Y GRACIAS !!
Felicito al profesor Véliz por la buena idea de recurrir a Kant para estudiar el «cómo» del conocimiento y retomar el concepto de los juicios «a priori». La mente ya no es una «página en blanco». El conocimento no existe autónomamente en el mundo exterior y la mente lo captura a través de la sensibilidad -término para designar los estímulos sensoriales- ; el conocimiento es creado por la propia mente. Preferiría dejar de lado la mala fe de todas esas afirmaciones procaces de cierta mala prensa interesada, para concentrarme en el concepto de «verdad». El mundo de las redes y de la información -sana o contaminada- cabalga sin freno por un ciberespacio de teléfonos, computadoras y toda una parafernalia de dispositivos. En ellos, la «verdad» es prácticamente lo que cada uno quiere que sea. Caminamos, así, por un desfiladero estrecho al borde de un abismo: podríamos desmentir tanto a Descartes y a los racionalistas que pronto tendremos que decir «no pienso, luego, existo».
Muy buen artículo q conlleva la dificultad de como contrarrestar esta oleada, mejor dicho tsunami, xq arrasa con todo. Se me ocurre que estos regímenes neoliberales, de la posverdad, producen sujetos necios. La necedad de no querer saber nada. Cómo señala el autor un deseo de no saber.