El periodista y escritor Hugo Muleiro analiza en esta nota la relación de los denominados debates de los candidatos a la presidencia, ocurridos en Santa Fe y Buenos Aires, con la supuesta búsqueda de una mejor calidad democrática tutelada por los medios de comunicación dominantes.
Por Hugo Muleiro*
(para La Tecl@ Eñe)
La ilusión de una mejora de estándares de calidad democrática mediante los denominados debates de los candidatos a la presidencia fue aplastada por las experiencias vividas en sus dos capítulos, en Santa Fe y Buenos Aires, dado que el formato logra lo contrario a lo que dice buscar.
Si hay una forma de alejar a los candidatos de los votantes, de mostrarlos extraños a ellos, de profundizar la sensación de que los políticos son ajenos al cotidiano padecimiento y a las necesidades y sueños de cada habitante, esa es la que estos encuentros emplearon, no solo por los espacios absurdamente acotados para desarrollar ideas y propuestas. Hay otros factores por considerar.
Los discursos dominantes en la Argentina y en varios países de América Latina, impusieron hace tiempo un enunciado que refiere al universo aparentemente nebuloso en contorno y significados, el de la «clase política». Parece ser un sector, un grupo, acaso una casta que, por lo general, está diferenciada de la ciudadanía común y vive del Estado, es onerosa y, en su mayor parte, ineficiente, cuando no indolente e insensible.
Este discurso impone una primera manipulación: la de tipificar a todos los miembros de la «clase» en un mismo plano apenas ella es así nombrada, sin dejar márgenes para diferenciar a unos políticos de otros. La segunda es igualmente grave: el subdesarrollo, la pobreza, el desempleo, los sistemas educativos, de salud y judiciales insatisfactorios o fallidos, los transportes ineficientes, la inseguridad y toda otra circunstancia que impide en estos países una vida mejor, es achacada a la «clase política». El relato no solo cerca y condiciona las posibilidades de conexión y representación entre los dirigentes y el pueblo: encierra además la eximición de toda responsabilidad del poder bancario, financiero y empresario que se beneficia siempre, ineludiblemente, con los sistemas que permiten la acumulación y concentración de la riqueza. Es, de hecho, lo que sucede en el país desde 2015.
Los medios de difusión que, en sus formatos diversos, se erigieron como organizadores del discurso político al amparo de esa concentración, son los que bajan día a día el martillo de la condena o absolución de «la política», renovando con singular destreza el lugar privilegiado de un tribunal nunca contaminado por impurezas, parcialidades o intereses de sector a los que, en verdad, siempre responden, porque para ello fueron creados.
Con ese poder simbólico espurio pero a la vez santificado es que se atribuyen el derecho de reclamar la comparecencia de la «clase política», organizan acciones de injerencia cuasi partidaria, como el cacareo del «queremos preguntar» de años atrás y, ahora, lograron imponer los denominados «debates».
El primer factor que le quita verdadera calidad democrática a los encuentros de los candidatos es que este actor de poder sea el que le da sentido a la realización: una industria de contenidos manipuladora y mentirosa, corrompida y corruptora, a menudo agresora de derechos ciudadanos, en diversas escalas individuales y colectivas, se autoerige como el escaparate en el que están obligados a posar quienes representan o desean representar al pueblo. Si no lo hacen, serán castigados.
Casi todo se dijo ya de la muy escasa o nula posibilidad de que, por los formatos empleados, los candidatos puedan desarrollar sus ideas, sus propósitos, sus enfoques sobre problemas de enorme complejidad, que atormentan a las personas. Entre estos reproches no faltaron quejas, en el corazón mismo del sistema antidemocrático de medios que afecta al país, por la imposibilidad de los «periodistas» designados en ambos encuentros de hacer preguntas. Lo que se pretende sugerir es que estas personas hablarían mágicamente a nombre del interés general, en aras de una neutralidad, desprovistos de la propia visión del mundo y de su tendencia política, y, lo que es definitivamente falaz, ajenas a los intereses económicos y a las estrategias editoriales de las empresas para las que trabajan.
Pero la denunciada limitación no fue tal: aunque no hicieran preguntas propias, fueron estas personas las que ejercieron el poder, detentaron el control total en el transcurso de ambos «debates», fueron los rostros y las voces que enunciaron las reglas y observaron su cumplimiento o violación. Acapararon pues una representación nunca menos convalidada ni legitimada, salvo que alguien quisiera reivindicar para ellos una autenticidad emanada de los índices de audiencia que la propia industria maneja o atribuirles autoridad por el mero hecho de contar a su servicio con cámara y micrófono. Incluso, en el capítulo en Santa Fe, uno de los conductores se dio el lujo de felicitar a la platea, por el silencio sepulcral con que siguió las exposiciones. El representante de una suerte de deidad bendijo así a los comunes mortales.
La distancia entre «clase política» y ciudadanía tan útil a los intereses corporativos se agigantó en las imágenes entregadas a la audiencia: los candidatos no pudieron ser vistos en interacciones, más que la parcial entre sí mismos, en contacto con otras personas. Las plateas no fueron enfocadas. Ambos recintos estuvieron sometidos a una solemnidad teatral, en los que imperaron los tonos oscuros: no hubo una sola imagen que aproximara a estos políticos al temple, al fervor, a la alegría, la bronca, la esperanza o los sueños inherentes a la participación democrática, que para ser tales han de expresar bullicio y variedad de colores.
Y otro elemento central en esta pretendida representación democrática que en verdad desacredita a la democracia fue el derecho concedido al candidato a la reelección a participar en este ejercicio después de la estafa descomunal que cometió en su edición anterior, la de 2015. La recordación de aquella inmoralidad de Mauricio Macri quedó exclusivamente en manos, y solo en el episodio de Santa Fe, del candidato opositor, Alberto Fernández.
Si una ley, como es el caso, establece esta obligación para quienes se postulan a la presidencia, y prevé los castigos para quienes no la observen, la graciosa dispensa a quien usó este mismo instrumento de la manera más aviesa y abominable, como lo hizo Macri, constituye un acto fuertemente antidemocrático, es una alevosía que facilita la desvalorización de la palabra política y de la figura misma del político.
Hay otros factores que pueden ingresar a la enumeración que ubica a estos dos encuentros como meras mascaradas de pluralismo: no es menor, por ejemplo, que los celadores de los candidatos hayan sido todos de medios de Buenos Aires.
Con el país convertido en un casino financiero y cambiario del que grandes grupos internacionales se llevan todas las ganancias, con millones de familias en problemas para la alimentación mínima indispensable, con aumento del desempleo, recesión y fábricas que cierran semana tras semana, parece desubicado plantear una demanda en torno de esta paupérrima imitación argentina de sistemas y modelos de debate que en teoría fueron útiles a electorados de otros países.
Sin embargo, si una democracia real es de verdad el sistema con el que los pueblos pueden aspirar a gozar de sus derechos, será necesario dejar de desprestigiarla y vaciarla de contenido.
Buenos Aires, 21 de octubre de 2019
*Escritor y periodista, presidente de Comunicadores de la Argentina (COMUNA).