Ricardo Forster advierte en esta carta que es decisivo establecer una diferencia entre deseo de “expansión ilimitada” propio del neoliberalismo, de su posibilidad real para lograr clausurar el trabajo destructor de la temporalidad y de sus propias contradicciones.
Por Ricardo Forster
(para La Tecl@ Eñe)
Querido Jorge, me toca, nuevamente, intentar reflexionar sobre un punto neurálgico que atraviesa tu última carta y que continúa lo previamente discutido en nuestro intercambio epistolar, dejando, como no puede ser de otro modo, algunos de los problemas que planteas para otra oportunidad. Me remito, entonces, y para no sobre interpretarte, a un párrafo claro y preciso en el que escribís lo siguiente y a modo de condensación de tu argumento central:
“Ahora bien, las crisis afectan a los modos de representación política y no al neoliberalismo como una racionalidad que se rehace una y otra vez en su producción sistemática ilimitada. En este aspecto, las crisis políticas sólo testimonian el carácter cada vez más ingobernable que un orden como el neoliberal exige para su reproducción ilimitada. Pero de estas “crisis de representación” no se deduce, al menos de un modo inmediato y necesario, que emerja un proyecto que tenga el propósito de poner límites al funcionamiento del engranaje neoliberal. En cierta forma estas crisis dan testimonio de que también en la política se produce lo que ya ha sucedido en el orden micropolítico a nivel de las familias, la vida en común y las experiencias constitutivas del sujeto, en donde las brújulas que amarraban a la vida con el sentido se han comenzado a disolver. El poder neoliberal no sólo no está en crisis, sino que aprovecha las crisis para su permanente reproducción”.
Destacaría, en principio, aquello con lo que acuerdo: la inexistencia, al menos en un horizonte cercano, de un proyecto alternativo a la dominación neoliberal capaz de ofrecer la perspectiva de una nueva organización de la vida social que está siendo sometida a un proceso de fragmentación que amenaza los lazos más elementales al mismo tiempo que captura a los individuos en el interior de los engranajes del mercado y en el llamado a un goce egocéntrico y desenfrenado, cuyo destino final es la disolución de los vínculos y la autodestrucción psíquica. Esa amenaza, imposible de desconocer, no supone, sin embargo, que ya se haya consumado la “servidumbre voluntaria” como última estación en la travesía de lo humano hacia la disolución “de las brújulas que amarraban la vida con el sentido”, como afirmás en una frase, que si bien se puede compartir si la abrimos y la complejizamos, corre el peligro de acercarse peligrosamente a la fenomenología del vacío profesada por Byung-Chul Han. Sé, porque lo has escrito y lo hemos conversado, que nada te haría sentir más incómodo que ser asemejado al proyecto posmoderno de Han y a su seudo radicalidad que acaba en una profunda despolitización. Mantengo las dudas respecto a la intensidad de esa captura, incluso aceptando la potencia irradiante de la subjetivación neoliberal imaginando que sigue persistiendo una dimensión resistente que habilita, aquí y allá, la lengua política como ejercicio de la ruptura y la rebelión. No quisiera renunciar a la disputa por el sentido común allí donde se acepta como algo resuelto el poder del Sistema a la hora de irradiar, a los cuatro vientos, su ideología desocializadora pertrechada de una hipérbole libertaria que le ofrece a los individuos el espejo del goce perpetuo y la aventura incesante mientras va preparando su salto al vacío. En el esfuerzo por retener la idea de un más allá de la crisis a la hora de pensar la actualidad del neoliberalismo me parece que se corre el riesgo de deshistorizarlo.
Incluso aceptando que aquellas experiencias democrático-populares que tanto nos entusiasmaron no pudieron, no supieron y, tal vez, no quisieron ir más allá de una serie de reformas posneoliberales sin cambiar, en lo esencial, el engranaje de funcionamiento del capitalismo en su etapa de financiarización. Esfuerzos los hubo y los sigue habiendo allí donde esas experiencias denominadas como “populistas” se ofrecieron como las únicas interrupciones de un dominio abrumador a nivel planetario del ultraliberalismo; dominio que, hasta finales del siglo XX, parecía haber sellado a cal y canto cualquier posibilidad de ruptura o diferenciación. Compartimos, Jorge, la reivindicación de esos proyectos como experiencias dislocadoras y repolitizadoras en una época caracterizada por la crisis aguda de las tradiciones de izquierda, muchas de las cuales mostraron, una vez más, su incomprensión a la hora de valorar a quienes habían sido capaces de interrumpir la marcha triunfal del neoliberalismo reabriendo prácticas políticas y estatales a contracorriente y sostenidas por una intencionalidad redistributiva de matriz igualitarista. El dogmatismo de ciertas izquierdas les impidió reconocer las oportunidades (y también los límites) que esas experiencias abrían para reinventar una tradición popular en tiempos de derrota global. Buscando el ideal “revolucionario” terminaron por construir miradas indiferenciadoras que pusieron en la misma bolsa al neoliberalismo y a los proyectos nacional-populares que habían logrado resquebrajar la tenaza de hierro que se cernió sobre América Latina. Su anti-capitalismo de manual se conjugó con sus prejuicios imperecederos respecto al populismo para concluir en una ceguera cómplice.
Ilustración: Luis Felipe Noé
Los vientos malsanos del fin de la historia y la muerte de las ideologías se mezclaron con la economización creciente de todas las esferas de la vida lanzando a las sociedades a la intemperie de la noche neoliberal[1]. En todo caso, y siguiendo esta onda expansiva del capitalismo tardío, se vuelve efectiva aquella consecuencia señalada por Karl Polanyi cuando en los años 1940 y en un libro fundamental previno y alertó sobre la apropiación total, por parte del sistema, de lo que él denominó “mercancías ficticias”: el trabajo, la tierra y el dinero. Una mercancía ficticia, en la lectura clásica de Polanyi, es aquella a la que se le aplican –si es que se le aplican– de manera parcial las leyes de la oferta y la demanda. La consecuencia de esto supone que se establecen severas leyes e instrumentos de regulación para impedir que la mercantilización completa acabe por destruirla o volverla inutilizable. En The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time, Polanyi alertó sobre la tendencia a la destrucción que conlleva la expansión ilimitada del mercado. Dicho de modo más tajante: “La expansión del mercado, si no es retenida por las instituciones restrictivas, está así en riesgo permanente de autodebilitarse, y poner en peligro la viabilidad del sistema capitalista económico y social”. Lo que en los años 1940 era una proyección y una llamada de atención, se ha convertido, según Wolfgang Streeck[2], en el eje de la crisis del capitalismo neoliberal allí donde cada una de estas tres “mercancías ficticias” han sido afectadas, de modo creciente y sistémico, por el hambre devorador del mercado y de la expansión ilimitada de un capitalismo que ha ido destruyendo, una tras otra, las regulaciones que lo limitaban (las más significativas son aquellas que, durante las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, habilitaron el Estado de Bienestar produciendo la etapa de distribución más equitativa en la historia del capitalismo, y que desde los años 1980 han sido removidas una tras otra generando una involución social dramática en sus consecuencias desestructurantes de la vida colectiva y de las existencias individuales, lanzando a esas sociedades a nuevas formas de intemperie y desprotección).
Habría que agregar, a su vez, que en aquellos años se produjo un encuentro, hasta ese momento difícil y conflictivo, entre capitalismo y democracia, encuentro que fue sellado por la participación de los trabajadores y la ampliación de ciudadanía y derechos de un modo hasta esos años inimaginable. Una democracia sustentada en la redistribución progresiva de la renta, la sindicalización masiva y el papel protector del Estado ampliando las políticas sociales. Contra esa realidad estatalista y keynesiana (que tenía sus propios problemas) dirigirá todas sus baterías el neoliberalismo reivindicando la centralidad del mercado, su absoluta libertad para autorregularse, pero fijando las condiciones de una nueva legislación que permitiría el desplazamiento global, sin inconvenientes ni impedimentos, del capital financiero rompiendo todas las regulaciones anteriores. La democracia, antes sostenida por lo público, los trabajadores sindicalizados, el welfare y las tradiciones políticas, fue literalmente capturada y sometida a un vaciamiento que se ha ido profundizando al correr de los años. Nuevamente el capitalismo se distanció de la democracia o, mejor dicho, la absorbió hasta convertirla en un instrumento de su expansión ilimitada. La troika de los bancos como núcleo de toda decisión de política económica en la Comunidad Europea, el secreto como modo operativo de una nueva burocracia de tecnócratas y gerentes, el peso de la inexorabilidad de políticas que proclaman la sacralidad del equilibrio fiscal y las metas de inflación a la par que desguazan el Estado de bienestar, constituye la tragedia de la democracia contemporánea. Cuando la economía dicta las acciones de la sociedad se entra, sin anestesia ni misericordia, a la sala de operaciones en la que se anula por anacrónica la soberanía popular y se reduce a la mínima expresión la esfera de lo público subordinándola a las necesidades, exigencias y conveniencias del capital privado.
La desregulación del dinero, producto de un giro en el interior de las decisiones políticas, económicas e institucionales que marcaron la entrada en la época del revanchismo de las grandes corporaciones y oligarquías globales después de la finalización del ciclo bienestarista en el que tuvieron que reprimir su insaciable apetito de riquezas y rentabilidad, abrió de par en par las puertas de la financiarización y de “la industria de hacer dinero” convirtiendo, a esa “mercancía ficticia”, en la nueva fórmula del capital que pasó de la clásica D-M-D’ a D-D’ haciendo añicos cualquier resabio de un capitalismo productivo e industrial y sobredimensionando hasta niveles inauditos la estructura bancaria. Respecto a la tierra (la naturaleza) queda más que claro que la expansión ilimitada del capital, el ansia desmesurada de riquezas, es inversamente proporcional al cuidado ecológico. El modelo de consumo energético de los países centrales es depredador de los recursos naturales e inimaginable de ser trasladado al resto del mundo ya que de ser así no alcanzarían cinco planetas para satisfacer una demanda infinita, con lo que se aceleraría la llegada del desastre que pondría en entredicho la vida misma. Pero incluso si se limitara el altísimo consumo a esos pocos países privilegiados también la matriz energética se volvería inviable para el conjunto de los habitantes de la Tierra además de representar un escándalo y una injusticia para la inmensa mayoría de los seres humanos. La transformación de esa otra “mercancía ficticia” en mercancía sin más conlleva un futuro, cada día más próximo, caracterizado por la llegada de la catástrofe global.
“En tercer lugar –escribe W. Streeck–, la mercantilización del trabajo humano puede haber alcanzado un punto crítico. La desregulación de los mercados de trabajo por la competencia internacional ha anulado cualquier posibilidad que pudiera haber existido nunca de una limitación general de las horas de trabajo”. A este factor se le agrega el enfrentamiento artificialmente magnificado entre los trabajadores de los países centrales y los nuevos migrantes que llegan a ellos así como aquellos otros que son superexplotados bajo formas de trabajo esclavo o semi esclavo en sus países de origen y que presionan, sin ser los responsables de eso –aunque en el imaginario de los trabajadores autóctonos lo sean–, para que vayan a la baja los salarios y de ese modo transferir ingentes ganancias a los empresarios que fogonean, a través de las derechas xenófobas, para atizar el fuego del odio racial y antimigratorio. Junto con esto la campaña brutal contra los sindicatos que ha producido una caída exponencial de la tasa de sindicalización profundizando la desprotección de los trabajadores que van perdiendo la principal de las herramientas que supieron construir para frenar el apetito insaciable del capitalismo y los capitalistas. A lo que se le agrega, también, la “destrucción creativa” que el capitalismo despliega para renovar sus ansias ilimitadas que hoy se traduce en la amenaza que las nuevas tecnologías (especialmente la robótica) lanzan contra los trabajadores (ya no solo manuales sino, ahora, los profesionales con largas formaciones universitarias que creían estar a salvo de la reconversión productiva y tecnológica).
La fabricación neoliberal de subjetividad se compone no sólo de dispositivos proposicionales que buscan amplificar la “autoestima” del ego individualista reafirmando su libertad de elección y de administración de su tiempo, sino que también le agrega mecanismos “negativos” que presionan sobre la estructura psíquica de los individuos sometidos a presiones tremendas y a nuevas formas del miedo: a la sobre exigencia que convierte en indiferenciadas la frontera que antes separaba la esfera laboral y la esfera privada invadiendo los reductos más íntimos de la persona, al miedo a ser desplazado del trabajo por la introducción de nuevas tecnologías que amenazan con volver obsoleto al propio ser humano reemplazable por una nueva generación de robots y aparatos inteligentes, el vértigo ante la precariedad de las condiciones de trabajo y la multiplicación de las exigencias y competencias capaces de quemarle la cabeza al más pintado. Convertirse en administrador de su propio “capital humano” trae aparejadas consecuencias psíquicas que profundizan, de modo exponencial, las patologías cuyo punto más álgido es la peste depresiva que invade la vida cotidiana de millones de individuos. En esa nueva intemperie se funda, aunque resulta paradójico, el poder de sometimiento y de subjetivación malsana del neoliberalismo. En la época de la glorificación del individuo se multiplican las enfermedades que lo condenan al sufrimiento y la soledad.
Polanyi, y en esto Streeck lo sigue al pie de la letra, anticipó este proceso histórico autodestructivo cuando todavía se vislumbraba, en el horizonte de posguerra, un capitalismo keynesiano, aunque creía que se estaba a tiempo para frenarlo introduciendo mecanismos de socialización entramados con una relación diferente entre la esfera pública y la privada privilegiando lo común por sobre el mercado y sus demandas insaciables. “La quiebra de la economía de mercado –sostuvo Polanyi señalando la posibilidad de otro rumbo para la sociedad– puede suponer el comienzo de una era de libertades sin precedentes. La libertad jurídica y la libertad efectiva pueden ser mayores y más amplias de lo que nunca han sido. Reglamentar y dirigir puede convertirse en una forma de lograr la libertad, no sólo para algunos sino para todos. No la libertad como algo asociado a un privilegio y viciada de raíz, sino la libertad en tanto que derecho prescriptivo que se extiende más allá de los estrechos límites de la esfera política, a la organización íntima de la sociedad misma. De este modo, a las antiguas libertades y los antiguos derechos cívicos se añadirán nuevas libertades pata todos y engendradas por el ocio y la seguridad social. La sociedad industrial puede permitirse ser a la vez libre y justa”. Algo de ese ideal cristalizó durante los “gloriosos 30 años” de la posguerra europea aunque sin garantizar, como lo imaginaba Polanyi, una continuidad en el tiempo capaz de impedir que la mercantilización de las “mercancías ficticias”, y por ende de toda la vida social, acabara por dañar irreversiblemente la libertad y el Estado como garante, en tanto regulador, de las relaciones económicas. W. Streeck, por el contrario, asume una perspectiva pesimista respecto a la posibilidad de una alternativa progresista que viniese a reemplazar al capitalismo neoliberal en el momento de su crisis definitiva. A diferencia de tú postura, Jorge, tampoco cree en “una expansión ilimitada” de la racionalidad económica del neoliberalismo. Piensa, más bien, en un tiempo dominado por lo poscapitalista sin, por eso, anticipar el carácter que irá adquiriendo la sociedad o lo que quede de ella. Declina imaginar una alternativa resocializante y construida con valores emancipatorios, ya que considera que el trabajo de demolición que vino realizando el neoliberalismo penetrando a fondo la vida anímica y descuartizando toda forma de institucionalidad de lazo social integrador constituye un problema insoluble para la actualidad. “¿Está llegando el capitalismo a su fin? –se pregunta el sociólogo alemán– El problema es que, mientras lo vemos desintegrarse ante nuestros ojos (creo que esta es una afirmación que no compartirías), no vemos aparecer en escena ningún aspirante a sucederle globalmente” (esta visión negativa creo que sí la compartís allí donde ni él ni vos vislumbran, aunque por motivos no necesariamente coincidentes, una salida). Hay una gran distancia entre destacar con énfasis la “desintegración” del capitalismo neoliberal a sostener, como lo hacés en tu última carta, que “las crisis afectan a los modos de representación política y no al neoliberalismo como una racionalidad que se rehace una y otra vez en su producción sistemática ilimitada. En este aspecto, las crisis políticas sólo testimonian el carácter cada vez más ingobernable que un orden como el neoliberal exige para su reproducción ilimitada”. Si esto es así son prácticamente nulas las posibilidades de frenar al neoliberalismo en la medida en que este se retroalimenta de su propia crisis y de su “carácter ingobernable” al punto de potenciarse más allá de sí mismo. La circularidad infinita, capaz de absorber el tiempo de la dislocación para convertirlo en repetitivo, vuelve irrebasable un orden mefistofélico. Me permito distanciarme de esta conclusión que transforma un modo histórico de dominación en un absoluto ontológico. Dudo, de todos modos, que esa sea la consecuencia última de tu planteo.
Ilustración: Luis Felipe Noé
Hoy, atravesados de lado a lado, por la economización de todas las esferas de la vida y por el predominio de la financiarización, tendemos a proyectar la fantasía de la eternidad como punto de llegada y de fin del capitalismo en su fase neoliberal. Llegados a este punto crítico, aquel que supone, y así lo sostenés, que la macroeconomía se ha apropiado de la microeconomía hasta penetrar en los intersticios de la subjetividad contemporánea imprimiéndole su sello individualista, meritocrático, egotista, consumista y supuestamente portador de una radical experiencia de la libertad: la de ser el administrador y gerente de su propio capital humano, se vuelve imprescindible interrogar/nos por las consecuencias de este fenómeno, por sus alcances y, más grave y perentorio, por las posibilidades de ruptura y/o dislocación que todavía persistan en el interior de las sociedad. El riesgo de sobre dimensionar la actual etapa del capitalismo o, más grave aún, de transformar su condición histórica –es decir, perecedera– en un dispositivo de infinitud cuyo final queda suspendido, supone la parálisis y el más allá de lo político como lengua de la emancipación. Por eso se vuelve fundamental reflexionar lo que se dice cuando se discute el estado o no de “crisis del neoliberalismo”, atendiendo, incluso, a la sutil diferenciación que establecés entre crisis de representación política y crisis estructural, entre una dimensión óntica –vamos a llamarla así– y otra ontológica. En la dimensión de lo óntico, allí donde señorea la subjetivación neoliberal, pareciera, de acuerdo a lo que señalás, que las cartas, al menos por ahora, están echadas (insistiría, de todos modos, en valorar las experiencias democrático-populares sudamericanas como una suerte de “interrupción” de este círculo infernal y eso más allá de las derrotas y los retrocesos, ya que marcaron, en lo material y en lo simbólico, que es posible confrontar con el neoliberalismo). Quedaría la dimensión ontológica, fallada y escindida por definición, que, allí donde no puede ser conquistada por la astucia del Sistema abre una posibilidad, no garantizada ni segura, para la disrupción de lo político de la mano de un sujeto sobre el que aún no se pudo “cometer el crimen perfecto”. Esa potencia del sujeto constituye, quizás, la única chance de sostenerse en la andadura de la emancipación.
Creo, entonces, decisivo establecer una diferencia entre deseo de “expansión ilimitada”, que es propio del neoliberalismo, de su posibilidad real para lograr, supuestamente, clausurar el trabajo destructor de la temporalidad y de sus propias contradicciones. También es importante detenerse, como lo hemos hecho en otros escritos, a desmenuzar críticamente los fenómenos de subjetivación que han contribuido, de modo decisivo, a la expansión dominadora del Sistema incluyendo, en esta acción deconstructiva, la pregunta, formulada por vos, respecto a aquello que no es “conquistable” en la dimensión del sujeto (en tanto mortal, sexuado y hablante) y que abriría, aunque fuera a través de un resquicio mínimo, la emergencia de la lengua política como ejercicio de la dislocación y como oportunidad para disputar otro horizonte de vida social. Siempre sin garantías.
Regreso sobre el texto de W. Streeck en el que formula una pregunta inquietante y que, quizás, me permite dar una vuelta más a lo que venimos intercambiando: “¿Qué es lo que mantiene en funcionamiento un interregno poscapitalista entrópico, desordenado y estancado, en ausencia de una regulación colectiva que contenga las crisis, limite la desigualdad, asegure la confianza en la moneda y el crédito, proteja el trabajo, la tierra y el dinero frente a su uso excesivo, y ofrezca legitimidad a los mercados y la propiedad privada mediante el control democrático de la codicia y la prevención de la conversión oligárquica del poder económico en poder político?”. Streeck no aspira a la revolución, no comulga con la idea de que sea posible un más allá del capitalismo en el sentido de un proyecto por venir cuya presencia es anticipable. Más bien se inclina a un escepticismo que nace del ostensible daño que el neoliberalismo le ha hecho al tejido social, a la vida democrática y a la propia política que, como dice en tono preocupado, amenaza con ser absorbida por la oligarquía que sustenta el poder económico en un mundo cada vez más desigual. La pregunta de Streeck se vuelve radical allí donde no deja de señalar el carácter “entrópico, desordenado y estancado” del poscapitalismo pero se convierte en pasiva en el instante en que concluye en un triunfo cultural del neoliberalismo sustentado en la desocialización a la que vincula con “individuos estructuralmente egocéntricos, socialmente desorganizados y políticamente desprovistos de poder”. Su respuesta a la pregunta de “cómo hace el Sistema para perpetuarse” es homologable, en parte, a las que nos viene ofreciendo el filósofo coreano en su extensa incursión –estratégicamente segmentada en pequeños libros de fácil lectura y digestión convertidos en un fenómeno de la industria cultural– por los mundos, múltiples, de la psicopolítica, la estetización, la libertad para explotarse a sí mismo del individuo mercantilizado pero hedónico, la captura del eros, la sociedad de la (imposible)transparencia, el enjambre como visita neocanettiana al mundo de las masas consumistas, la apropiación pragmático productivista del tiempo, etcétera. Para Han, como para Streeck, lo que sostiene al neoliberalismo (o al poscapitalismo según el alemán) es la fabricación de individuos que sueñan con una libertad que los sujeta a una nueva fuente de sometimientos y/o a la desolación de lo común, de lo compartido, en definitiva, de la socialización fragmentada y destruida como núcleo de una acción liberadora. “Para la precaria reproducción de su vida social entrópica –concluye Streeck– se requieren cuatro tipos amplios de comportamiento de los ‘usuarios’ de redes sociales poscapitalistas para la precaria reproducción de su entrópica vida social, que aporten resiliencia tanto a ellos mismos como a un capitalismo neoliberal de otro modo insostenible y que podemos describir de forma sumaria y provisional como las siguientes actitudes y comportamientos: búscate la vida, espera, dópate, compra”. En las páginas siguientes Streeck hace un breve resumen idiosincrático de algunos rasgos de la vida social bajo el neoliberalismo, “especialmente de lo que se espera de los individuos que luchan por sobrevivir a sus trastornos”. No me detendré en ese recorrido que, otros autores, ya han hecho y que se ha convertido en un clásico del estudio antroposociolopsicológico del individuo contemporáneo sometido a fuerzas que lo sacuden sin piedad mientras cree estar gozando de una vida ilimitada. Lo que me interesa es encontrar la dimensión política que ponga en cuestión la facilidad con la que la descripción, ya casi costumbrista, de los males de la sociedad neoliberal acaba en pura resignación y, como consecuencia lógica, en inmovilismo y pasividad.
Sospecho que existe un cierto riesgo al deshistorizar al capitalismo neoliberal. Si se lo convierte en una estructura cuya expansión, siendo ilimitada, se vuelve eterna se concluye en “no hay alternativa” o, como se decía recurrentemente en la década del 90 y mientras esperábamos a Godot que no acababa de llegar para desencadenar la crisis final, es “imposible escapar de la inexorabilidad de la economía global de mercado”. El efecto “repetición”, lo sabés mejor que yo, nunca supone un retorno de lo mismo pero sí implica cierta espectralidad que regresa sobre la actualidad como una oportunidad para entender lo que nos acontece. Así como el 2001 hizo estallar muchas cosas en Argentina (además de cerrar un largo ciclo neoliberal que comenzó con Martínez de Hoz y que logró apropiarse de la democracia para desplegarse a sus anchas con el transformismo menemista y la convertibilidad) me parece que hoy, acá y entre nosotros, algo se está preparando para hacer volar certezas y prevenciones, inmovilismos apesumbrados y exitismos descabellados. No lo puedo precisar y, quizás por eso, no debería escribirlo pero estoy tentado a hacerlo: será, una vez más, el movimiento turbulento de la realidad, lo esperado y lo azaroso de la propia historicidad, lo que vendrá a romper el actual estado de cosas. La dirección que tome la sociedad dependerá del alcance desocializador de la penetración del neoliberalismo en la interioridad de la vida argentina o de la energía desatada por su insoportabilidad. El daño, lo sabemos, está hecho. Entre la dictadura y el menemismo algo mórbido penetró profunda y visceralmente en el alma nacional, pero un cierto espíritu ácrata y plebeyo mantuvo un resto de rebeldía que nunca pudo ser acallada del todo y que encarnó en el kirchnerismo. Como diría Benjamin apenas “una débil fuerza mesiánica” para seguir insistiendo en lo por venir.
Referencias:
[1] Slavoj Zizek formula, con inteligencia crítica, la trama “ideológica” que sostiene el funcionamiento del capitalismo en la época de su radical abstracción: “(…) cuando Marx describe la enloquecida circulación autopropulsada del capital, cuyo camino solipsista de autofecundación encuentra su apogeo en las actuales especulaciones metarreflexivas sobre el mercado de futuros, es demasiado simplista afirmar que ese espectro o monstruo autoengendrado, que persigue sus metas sin ningún escrúpulo humano o medioambiental, es una abstracción ideológica. También lo sería insistir en que no debe olvidarse que detrás de esta abstracción hay gente real y objetos naturales sobre cuyas capacidades y recursos productivos se basa la circulación del capital y de los que se alimenta como un parásito gigantesco. El problema es que esta ‘abstracción’ no está sólo en nuestra percepción errónea de la realidad social (o mejor, en la percepción errónea que tiene el especulador financiero), sino que también es ‘real’ en el sentido en que determina la estructura de los procesos sociales materiales mismos: el destino de capas enteras de la sociedad y a veces de países enteros puede que lo decida la danza especulativa del Capital, que persigue su objetivo de ganancia con una total indiferencia hacia cómo afectarán sus movimientos a la realidad social. Ahí reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más siniestra que la violencia directa socioideológica precapitalista: su violencia ya no es atribuible a individuos concretos con intenciones ‘malignas’, sino que es puramente ‘objetiva’, sistémica, anónima –una violencia conceptual, casi literalmente; es la violencia de un Concepto cuyo autodespliegue gobierna y regula la realidad social–” (Contragolpe absoluto. Para una refundación del materialismo dialéctico, Madrid, Akal, 2016, págs. 37-38). Es importante destacar esa relación entre el fenómeno de abstracción –que pareciera tener vida propia y desplegarse por sobre la vida concreta de los seres humanos– y el carácter histórico-material que asume el devenir del capitalismo más allá de las acciones malignas o no de individuos concretos. Es en esa “violencia del Concepto” donde se sostiene, bajo la forma fantasmagórica de la abstracción, la potencia de dominio y daño que el capitalismo ha sido capaz de desplegar a lo largo de su recorrido histórico. La pregunta inquietante, que subyace a tú última carta, es si esta “violencia sistémica”, estructurada a partir de la lógica del capital y de la “percepción errónea de la realidad social” alcanza la captura de lo más recóndito de la subjetividad –amenazando al propio núcleo del sujeto– o sí, en tanto ideología emanada de un dispositivo inscripto en la materialidad histórica, encuentra sus límites y su propia imposibilidad para perpetuarse. Alrededor de esta cuestión gira, eso creo, el eje de nuestro intercambio allí donde esa “imposibilidad” no viene dada por un “afuera” –como has sostenido– que se oponga al neoliberalismo sino que partiría de su interior, como crisis autoinflingida o como reproducción ilimitada portadora, como no podría ser de otro modo, de una potencia destructiva. ¿Persiste un agente social en condiciones de librar una lucha contra la actual forma de dominación o el “autodespliegue del Sistema” ha logrado neutralizar a sus antagonistas? Insisto en imaginar que lo primero sigue siendo posible y que lo que hoy llamamos “populismo” expresa el punto más radical del enfrentamiento contra el neoliberalismo. Sin certezas ni perspectivas teleológicas.
[2] Wolfgang Streeck, ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia, Madrid, Traficante de sueños, 2017.
Buenos Aires, 29 de septiembre de 2018
1 Comment
El análisis, como todos los de Forster, es… extraordinario (digo, por no hallar un calificativo suficiente, pero me quedo muy corto). Ahora, diría que en las conclusiones hay cierto… ¿voluntarismo, quizá? El desarrollo del texto pone en claro muchísimas cosas, y relaciona muchas otras como no cualquiera es capaz de hacer. Pero no conduce, por sí mismo, a esa brizna de optimismo por una futura posibilidad de «deconstrucción neoliberal», algo totalmente imprevisible, aunque es una verdadera incógnita y tanto podría darse por la positiva como por la negativa. Es como una suerte de «fe» contra viento y marea en que la sociedad podrá tener un «resto» con el cual resistir… No creo que esté mal, pero me cuesta compartirlo (tal vez porque mis propios análisis incorporan otros elementos).