
La potencia de la fuerza social que aún puede torcer el destino de la humanidad asoma cuando la propiedad de unos pocos se vuelve sinónimo de miseria para la mayoría trabajadora.
Por Rocco Carbone*
(para La Tecl@ Eñe)
El poder de gobierno es una expresión orgánica de la clase de la gran propiedad. Y esa expresión está en lucha con las condiciones existenciales y laborales de la clase trabajadora. El poder desorbitado de la propiedad se organiza sobre el hambre, la intemperie, la esclavitud de la clase trabajadora en un momento peculiar de la vida capital: la de la tecnofinanciarización. De hecho, hay hermanos nuestros, trabajadores, que trabajan 12 horas por día, de lunes a lunes. En cuanto al tecnocapitalismo, no es otra cosa que el antiguo capitalismo en su proyección digital. En esta lucha de clases, la iniciativa por ahora la tiene la clase propietaria. Por ende, la clase trabajadora es víctima de este belicismo, del que participa mal que le pese y en inferioridad de condiciones.
Un síntoma de este belicismo es la reforma laboral. Si se acepta que el gobierno de Milei es una expresión orgánica de la clase de la gran propiedad, de eso desciende que la reforma laboral que está impulsando el Ejecutivo va a implicar que el ingreso de lxs trabajadores se va a pauperizar. Quiero decir que es de esperar que la reforma laboral produzca una alteración marcada en la composición de los ingresos de la clase trabajadora para que los inversionistas locales y extranjeros tengan aseguradas y aumenten sus ganancias. Esto significa liberar aún más los precios -supresión de los precios políticos-, aumento de los servicios públicos, energía eléctrica, combustibles, los transportes, etc. Se trata del principio de todos los proyectos de reforma laboral organizados en torno de la sacralización de la propiedad privada. Esta racionalidad se manifiesta cada vez que en la escena nacional aparece el FMI. En «Peronismo y revolución», que es un libro de 1971, John William Cooke -un disidente dentro del movimiento del nombre propio, ubicado en el corazón de lo que se quiere trasformar y abrir a otras tradiciones ideológicas de lucha para imaginar (organizar) mutaciones políticas- recuerda que “En diciembre de 1958, Arturo Frondizi anunció su Plan de Estabilización y Desarrollo de acuerdo a las recomendaciones del FMI que en ese año visitó el país. El plan provocó en los primeros meses de 1959 una caída del salario real de aproximadamente el 30%” (p. 65, n. 38). Síntesis: cuando hay despojo colonial, la clase trabajadora no es copartícipe de esa rapiña sino su víctima mayor.
En el momento insurreccional de octubre de 1917 en la ciudad de Petrogrado, cerca de una estación de trenes, dos soldados armados con fusiles con la bayoneta calada se encontraban rodeados por una pequeña multitud de comerciantes, funcionarios del gobierno provisional y estudiantes que les dedicaban improperios y algunos argumentos antirrevolucinarios. John Reed en «Diez días que estremecieron al mundo», recuerda un diálogo entre un estudiante insolente y uno de los soldados.
La escena se desarrolla así: el estudiante apura al soldado por haberse convertido en “instrumento en manos de bandidos y traidores”: lxs bolcheviques. “No, hermano, ustedes no lo comprenden. En el mundo hay dos clases sociales: proletariado y burguesía”, sostiene el soldado. Ante ese parlamento sin matices, sin titubeos, soldado firmemente a la clase, el estudiante espeta al soldado: “¡Me sé yo esas estúpidas charlatanerías! Los mujiks ignorantes como vos se han hartado de consignas, pero no saben ni quién lo dice ni lo que eso significa. ¡Lo repetís como un papagayo! ¡Yo mismo soy marxista! Te digo que eso por lo que ustedes pelean no es socialismo. ¡Eso no es más que anarquía al servicio de los alemanes!”. El soldado reconoce al “hombre instruido” y se reconoce como un trabajador “muy simple” ante las risotadas estruendosas de la multitud. Cuando el estudiante vitupera a Lenin -un símbolo: si el símbolo es una imagen concentrada, la emancipación radical es la gran maestra de los símbolos, ya que presenta los hechos y las relaciones de modo concentrado- con desprecio como agente extranjero, forajido, las lujosas carteras Louis Vuitton de Alexandra Kollontai, apodada la yegua, en ruso, el soldado a la clase insiste, sin vacilaciones: “a mí me parece que Lenin dice lo que yo quiero escuchar. Y toda la gente del pueblo dice lo mismo. Porque hay dos clases: burguesía y proletariado…”. Vasili Gueórguievich Panin -un individuo olvidable desde la perspectiva de las grandes mayorías- espeta de nuevo a la clase: “¡Imbécil! ¿No has oído nunca hablar de mí?”. Y la clase, humilde: “Nunca, y perdone… Yo no soy un hombre de muchas luces. Y usted debe ser un gran héroe…”. “Así es. Y me opongo a los bolcheviques porque están destruyendo Rusia y nuestra libre Revolución. ¿Qué decís ahora?”. Tozudo: “El soldado se rascó la nuca. -¡No puedo decir nada! Para mí la cosa está clara, pero no tengo instrucción. Parece que es así: hay dos clases, el proletariado y la burguesía…” (pp. 238-239).
En ese maniqueísmo del soldado (a la clase) se condensa una gran enseñanza de la historia: quien no está con una clase, está con la otra.
El régimen político de Milei es incapaz de resolver los problemas fundamentales del desarrollo de la nación. Necesitamos un nuevo poder capaz de ponerse a la cabeza de la nación para resolver los problemas que plantea la historia en este momento de nuestra vida en común. La insurrección de las grandes masas populares puede interrumpir el flujo libidinal del poder ultra-reaccionario que se ha cargado un bagaje pesado de actos delictivos que permanecerán impunes hasta tanto su organización política se mantenga fuerte y, por ende, temida. Quien tiene la fuerza se sirve de ella. La insurrección es una herramienta para transformar las relaciones sociales y puede seguir la traza de varias modalidades históricas: una es la gran movilización popular, que supone la presencia de una vanguardia, un poder y la acción de minoría ubicada dentro del movimiento de masa. Otra modalidad se cifra en el voto, pero para que el voto sea un modo de insurreccionarse hace falta reeducar el espíritu de clase. Volver a los fundamentos: hay dos clases. Esa acción pedagógica -que dé una dirección, que oriente las modalidades comprensivas, que prepare las conciencias- corre por cuenta de las fuerzas del campo de la emancipación. Que es el campo del trabajo, del soldado, que no vacila y ha comprendido cuál es su pertenencia: la fuerza social mayoritaria.
La nota contine lenguaje inclusivo por decisión del autor.
Miércoles, 26 de noviembre de 2025.
*Filósofo y analista político. CONICET.

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