

Los modos en los que se narra en estos días a las chicas asesinadas en Florencio Varela pone de manifiesto la ola de crueldad y moralidad punitivista que recorre la contemporaneidad. Interrumpir la crueldad es hacer hacer justicia.
Por María Pía López*
(para La Tecl@ Eñe)
“… que mi libro sea su fosforescencia, el surco con lentejuelas y la risa que dejó en el aire de una tarde de verano, una estela de palabras que denoten su gracia y su nobleza, igual que sus faltas de ortografía, su desamparo y su desgracia…” Iván Jablonka, Laëtitia o el fin de los hombres.
Jablonka escribe un libro hermoso sobre la historia de un femicidio, el de Laëtitia Perrais. Reconstruye una vida dura y un trágico final: violada y asesinada, en enero de 2011. El libro es dolido y persigue con minuciosa reconstrucción el rastro vital de la muchacha. Busca su alegría, su presencia, lo interrumpido. Volví a ese libro para que esas palabras sustituyan algunos de los modos en los que se narra en estos días a las chicas asesinadas en Florencio Varela. Hay muchos relatos en juego y a la vera de los que buscan los trazos del show de la crueldad hay esfuerzos interpretativos serios, vale leer las crónicas de Florencia Alcaraz y Cristian Alarcón en Anfibia, las notas de Marta Dillon en El destape, las entrevistas a José Luis Caligari en ese mismo medio y al sacerdote Adrián Bennardis de Villa Soldati, publicada en Diario.Ar. Esfuerzos para presentar un mapa complejo y en el cual se narran los destellos de esas historias en las que hubo lentejuelas, risas y desamparos.
Brenda, Lara, Morena. Nombres que no dejan de doler, vidas jovencísimas truncadas, historias superpuestas, indicios de un desarme del lazo social. Duele también que otras jóvenes vidas están del lado de quienes cometieron los crímenes. Una de esas historias es quizás el síntoma de la época: un muchacho que estudió enfermería, era un trabajador responsable en el Hospital Italiano, ganaba lo poco que se gana en el sistema de salud, decidió dejar el trabajo y probar con las cryptos, perdió todo -ahorros suyos y ajenos- con la estafa $Libra impulsada desde el sillón twittero presidencial, se endeudó con algún narco para resolver la otra deuda, y terminó filmando y transmitiendo las torturas y asesinatos. ¿Qué es esa historia? No es sólo la de un entusiasmo por la ilusión de la riqueza fácil, el sueño del consumo, la mentira libertariana de que la plata surge de un repollo digital. No es sólo la época tremenda de que quienes gobiernan, incitan esa ilusión a la vez que declaran que cualquier vida es desechable, la de las pibas, las de lxs victimarixs mismos. Es también la de una crisis más general que debemos interrogar, y que hace que trabajadorxs asalariadxs no puedan vivir con dignidad. En el mismo país donde se exime de impuestos a empresas gigantescas y la riqueza se acumula sin vergüenza.
Esas pibas y pibes que están en la escena del crimen, en las distintas posiciones, podrían estar en las escuelas y universidades públicas estudiando, si esas escuelas y universidades no fueran objeto de denigración discursiva y devastación presupuestaria. Pero también encontrarían sentido a estar allí si el destino que se ofrece para sus oficios y profesiones existiera, si se vinculara a trabajos con salarios razonables. Nos recorre el ensueño meritocrático, al mismo tiempo en el que se suprime todo vínculo entre el esfuerzo y las condiciones de vida, porque se proponen ideales en los que la velocidad de la pegada inmediata -la apuesta, las finanzas- sustituyen otros proyectos de vida más mediados, más laboriosos. El fundacional “mi hijo el doctor” de las migraciones pobres, va siendo sustituido por el sueño del influencer o el trader. El consumo de mercancías legales y sustancias ilegales aprieta el acelerador de la existencia entera.
No se puede tratar estas cuestiones desde la moralización de un proyecto de vida anterior más sustentable cuando esa sustentabilidad no es construida socialmente, si esxs pibxs no encuentran una sociedad que los aloje. El drama tiene un costado clasista -las clases populares pueden ser arrojadas a ese tembladeral de la pegada rápida por escasez o falta de otras opciones-, seguramente implica una dimensión de género, pero es sin dudas una cuestión generacional.
Tampoco se puede considerar estas cuestiones con la espectacularización del relato sobre el narco, que en muchos momentos omite hasta qué punto la economía y el consumo de sustancias ilegales atraviesa toda la vida social, incluso las prácticas de muchas personas que se horrorizan agitando una distinción punitiva. Cada vez que se dice “guerra contra el narco” se abre un ataque a las bases más débiles de las economías clandestinas, porque se habilita la militarización de barrios populares y el ensueño carcelario a lo Bukele. Las economías del narco hacen temblar y tienen una formidable potencia destructiva, derraman violencia por doquier, pero se enraízan, como bien se ha visto en estos días, en estructuras políticas legales e instituciones de la autodenominada “gente de bien”.
A la vez, esa formidable superestructura trasnacional que implica finanzas, aviones, bandas armadas, blanqueos, financiamiento a políticos y periodistas y jueces, tiene una base de trabajo popular extendida, que termina poblando las cárceles o muriendo en nombre de la banda. Un cura villero dijo en estos días que las personas a las que los medios nombran narcos, en los barrios, son vecinos que tienen vínculos de cooperación, conflictos, necesidades. El gesto que separa con tanta nitidez es un atajo, pero a la vez una forma del consuelo: nos permitiría condolernos por algunas de esas vidas desdichadas y no por todas.
Pero siento que ese dolor parcial no sería justo ni siquiera con Lara, Brenda, Morena, con esas vidas arrojadas y un poco a la intemperie, con esa pertenencia insomne a una juventud que no terminamos de comprender, pero frente a la cual no carecemos de responsabilidad. Nunca una generación puede borrar su condición de responsable frente a quienes vienen. Una deuda colectiva, tramada en las apologías del dinero y el consumo, en los laboratorios del encierro, en la sustitución de los entramados vitales por redes digitales, en el despliegue de una lógica del capitalismo que funciona mientras más vidas produce como desechables, en la sustitución de la reflexión común sobre esos problemas por atajos punitivistas.
Nos preguntábamos en estos días qué es pedir justicia por esas vidas arrancadas. Me vino a la memoria el poema de Juan Gelman a la memoria de Alejandra Pizarnik: “mejor no llorar / mejor hacer otro mundo / yo digo: mejor hacer otro mundo / mejor hagamos un mundo para Alejandra / mejor hagamos un mundo para que Alejandra se quede.” Otro mundo, en el que Brenda, Morena, Lara, no sean asesinadas, donde un muchacho gane un buen salario por ser enfermero, donde sea prestigioso trabajar en hospitales públicos, donde las chicas tengan ganas de estudiar porque eso les permitirá tener un laburo bueno y una casa y más libertades. Otro mundo, surcado por una imaginación fundadora, por nuevos mitos y entusiasmos, donde el consumo no sea la utopía mayúscula. Otro mundo, donde el dolor de las otras personas no sea negado por una insensibilidad para la cual nos educan, nos educamos. La crueldad recorre la contemporaneidad: contra ella también hay que narrar, cantar, hacer poesía, tejer amistad, amar, cuestionar, gritar, marchar. Interrumpir la crueldad, eso sería hacer justicia.
Jueves, 9 de octubre de 2025.
*Socióloga, ensayista, investigadora y docente.

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3 Comments
Qué extraordinaria nota! Muchas gracias a la revista y a la autora.
Gracias, Olga! Saludos.
¡¡ Excelente !!Inteligente y sensible, dos calidades hoy imprescindibles para salir de esta encerrona civilizatoria y buscar una mejor vida para esta casa común.