Ante el imperio del caos cabe observar que la política argentina parece despertar y dar signos de un renacer de la racionalidad. Reconstruir lo institucional implica reparar el modelo de Estado de derecho y reflexionar sobre la posibilidad de una democracia parlamentaria con una Corte Suprema de Justicia ampliada y federal.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
Nunca hemos caído en la ingenuidad de creer que lo institucional está más allá de la política: todo es político,a condición de entender a la política como arte de gobierno -y también de negociación- y no en el despreciable sentido schmittiano de individualizar a un enemigo para aniquilarlo.
Lo institucional no hace más que señalar algunos límites elementales a la política, pero cuando se desmadra y pasa por alto todos esos límites es menester pensar con urgencia en reencausarla y desde la propia política reconstruir lo institucional. Es sencillo decir esto, pero difícil hacerlo, puesto que estas urgencias tienen lugar en situaciones de caos y en momentos de anomia, es decir, cuando las reglas anteriores dejaron de funcionar. Caos, desconcierto y anomia no son condiciones favorables para meditar con serenidad en la reconstrucción de los límites racionales de la política.
No descartamos que estas líneas tampoco sean resultado de un pensamiento sereno, pues lo contrario sería presumir de sujetos biológica o psicológicamente privilegiados que, por cierto, no lo somos, pero al menos es posible asegurar que son resultado de nuestro mayor esfuerzo en ese sentido. Esperamos haberlo alcanzado en alguna modesta medida.
Sin dar gritos de alegría –porque no es el caso- cabe observar que la política argentina parece despertar, dejar de estudiarse el ombligo y dar signos de un renacer de la racionalidad. Gobernadores en línea, oposición acallando sus rencillas internas, el Congreso de la Nación asumiendo una función de contención del autoritarismo ejecutivista de un titular que se considera depositario de la suma del poder público legislando por decretos. No es mucho, pero es bastante, especialmente frente a los errores, omisiones y prolongados silencios de los últimos tiempos: por algo se empieza, al menos por un incipiente acuerdo que indica tendencia a cierta unidad en base a la razón.
Reconstruir lo institucional implica reparar el modelo de Estado de derecho, es decir, a un Estado en que se aspira (aunque nunca se logre del todo) a que todos estemos sometidos por igual a las leyes, por oposición al Estado de policía, en que todos están sometidos a la voluntad arbitraria del mandón de turno. Si entendemos esto con suficiente realismo, veremos que debemos descartar la idea de que el modelo del Estado de derecho es como un aparato de calefacción que compramos por internet, viene un técnico, lo instala, lo enchufamos, accionamos un botón y funciona.
Esta imagen bucólica y estática del Estado de derecho es falsa, porque en la realidad política y social siempre hay privilegiados que se oponen al avance de la igualdad ante la ley, es decir, que resisten en defensa y ampliación de sus privilegios. De este modo, la contraposición Estado de derecho vs. Estado de policía es una constante lucha: por un lado, los que combaten los privilegios y pugnan por ampliar derechos y, por otro, quienes defienden los privilegios y quieren limitar los derechos. En definitiva, se trata de la vieja lucha por el derecho de Rudolf von Jhering, que no es ninguna dialéctica, porque no conoce síntesis; simplemente es una lucha constante y continua en la que hay avances y retrocesos.
Todo esto está hoy bastante confundido, porque hasta hace poco, quienes luchaban por la igualdad y la ampliación de derechos eran quienes sostenían discursos disruptivos y transgresores, pero fueron perdiendo esta característica, se fueron mostrando como serios, formales, aburridos burgueses achanchados entretenidos en la contemplación de sus ombligos, lo que hizo que los defensores de los privilegios se apoderasen de las formas disruptivas y transgresoras, las sobreactuasen al máximo y acabasen generando la anomia, porque el discurso negador de derechos asume en forma brutal y desmedida las formas tradicionales de los defensores de la igualdad jurídica. El caso más claro de esta pantomima entre nosotros es el lenguaje, la gesticulación, los insultos, los gritos, las metáforas perversas, las miradas y las expresiones faciales marcadamente histéricoformes del actual titular del poder ejecutivo.
Esto no es nuevo ni mucho menos: ¿Acaso ante la decadencia de la política de Weimar no fue disruptivo el nazismo? ¿Algo diferente no pasó con la segunda República española? Cuando quienes luchan por la expansión de los derechos dejan perder sus formas y se apoderan de ellas y la extreman hasta lo grotesco quienes defienden los privilegios, es inevitable que todo se confunda y cunda la anomia, es especial en nuestros días, cuando no solo todo un aparato mediático tradicional, sino también otro altamente tecnológico, se encarga de profundizar al máximo el desconcierto.
Se fue al diablo la institucionalidad en nuestro país y, sea como fuese, será la política misma que deberá reconstruirla para no volver a desmadrarse. Nadie más que la propia política lo debe hacer sobre la base de mínimas coincidencias racionales que la pongan nuevamente al frente de la lucha por el derecho. Parece ahora misión imposible, pero no lo es, porque no solo es posible, sino que se le impone como necesaria. Más tarde o más temprano lo hará, porque los pueblos y las naciones no se suicidan y, por cierto, lo mejor es que sea lo más temprano posible, para evitar mayores catástrofes.
El diagnóstico institucional de nuestro Estado es el peor que hayamos conocido en tiempos de gobiernos que no sean de facto. El tan mentado e intocable presidencialismo muestra sus defectos descarnadamente, con un presidente que no respeta límite alguno: legisla por decreto, emite decretos de supuesta necesidad que implican reformas constitucionales, despide impunemente a miles y miles de empleados públicos, desfinancia por esos medios la salud y la educación –por todos los anteriores bastante cuidadas-, reprime policialmente manifestaciones públicas incluso contra jubilados y discapacitados, exhibe y goza con su crueldad, no solo rehúye al diálogo democrático sino que insulta a los opositores, los acusa de todos los males que él mismo provoca, promueve el odio y el aniquilamiento de la oposición, no miente, sino que alucina cifras en las que él solo cree en medio de su separación de la realidad, acusa al Congreso de la Nación de armar un golpe de Estado porque rechaza sus vetos, y podría seguir.
Los defectos institucionales –y el hiperpresidencialismo argentino lo es- no se notan demasiado hasta que llega el peor, y finalmente llegó un desaforado alucinado a cargo del ejecutivo unipersonal. Creo llegado el momento de volver a pensar si el presidencialismo es la mejor forma de gobierno republicano. No importa que de momento no haya ninguna posibilidad real de cambiarlo, pero de todos modos bueno es reflexionar, especialmente cuando el Congreso parece mostrar los primeros indicios de racionalidad política y la oposición deja de mirarse solo su ombligo.
Hay personas más o menos normales o por lo menos razonables, que pueden o no equivocarse, pero hay otras que muestran características particulares poco adecuadas al diálogo y a la convivencia democrática. Confiar semejante poder a una persona siempre resulta peligroso. El argumento de que alguien debe gobernar es incuestionable, pero siempre es mejor un gabinete que una persona, al menos no es tan riesgoso.
El argumento de que nuestra tradición está vinculada al liderazgo está bastante gastado, porque la experiencia histórica demuestra que lo que natura non da, Constitio non presta. A las pruebas nos remitimos. ¿Los gobiernos parlamentarios son débiles? Mentira: no era débil Merkel, no lo fueron otros líderes europeos: la capacidad de liderar es una condición individual particular de cierta empatía que no la crea ninguna Constitución, y que quien la posee se destacará en cualquier forma de gobierno.
Es verdad que un gobierno parlamentario es débil y problemático sin la llamada cláusula alemana, pero con ella se neutraliza el riesgo de quedar sin gobierno: cuando el Parlamento vote en desconfianza con el gabinete, bastará que la Constitución disponga que el gobierno igualmente permanece hasta que se organice otro. Nunca habrá acefalía con esta cláusula y, si perdura una situación inestable, será el presidente de la República parlamentaria el que podrá urgir a los legisladores, con el poder que le confiere la posibilidad de disolver el Parlamento y llamar a elecciones en forma inmediata. Creemos que nadie podrá discutir seriamente que esta solución se hubiese adaptado perfectamente para resolver la crisis del 2001 y también para salir de la que a todas luces estamos entrando.
¿Acaso tenemos hoy un ejecutivo fuerte en serio? No confundamos arbitrariedad con fortaleza: no es fuerte un ejecutivo que no tiene capacidad ni para impedir que en la propia sede del gobierno alguien filme o grabe en secreto. Más allá del contenido de esas grabaciones, por sí mismas están indicando una inadmisible vulnerabilidad de la propia seguridad del Estado. Nadie puede sentirse muy seguro si sabe que en la propia casa de gobierno alguien puede estar grabando o copiando planes de defensa o similares. Menos mal que de momento, al parecer, no tenemos amenazas visibles a nuestra seguridad exterior, pero, de todos modos, cuando el caos llega a este extremo no podemos dejar de sentir cierto frío por la columna vertebral.
Pero la debacle institucional argentina no termina con lo anterior, sino que el presidencialismo y la incapacidad de diálogo ha puesto de manifiesto como nunca antes que tampoco tenemos un Poder Judicial, sino una magistratura fácilmente manipulable y ahora encabezada por un triunvirato llamado Corte Suprema, único en el mundo y que no es más que una oficina de producción fordista de resoluciones en masa, de las que los triunviros solo conocen una minoría insignificante, en tanto que el resto lo firman sin leerlo. Además de varias aberraciones, siguiendo el deplorable ejemplo de la región, con la mejor muestra de descaro practican el lawfare y, obedeciendo his master’s voice, mantienen presa a la presidenta del principal partido opositor, despachándose con unas pocas hojas garabateadas con aseveraciones huecas, para concluir que no hay gravedad institucional en que jueces y fiscales que la condenaron hayan visitado a su principal enemigo y jugado fútbol en su quinta.
Es obvio que ningún partido podrá conseguir nunca los dos tercios de los votos del Senado Federal, salvo la hipótesis casi imposible de que haya triunfado en todas las provincias. Es claro que, en esas condiciones, la Constitución manda que la nominación de jueces de la Corte Suprema tenga lugar conforme a un acuerdo de partidos, pero esto es imposible cuando un energúmeno a cargo del ejecutivo declara, con pretendida voz cavernosa, que se propone fijar el último clavo en el féretro del opositor.
Intuimos que, a semejanza de la salida de la crisis del 2001, la solución empieza por los gobernadores que, aunque sea por razones de supervivencia, se alinean y muestran los dientes al ejecutivo nacional: siempre, desde 1853 y 1860, la cuestión federal estuvo marcada por el reparto de los impuestos, aunque no se hablase entonces de coparticipación federal. ¿Nos olvidamos de la aduana de Buenos Aires? Revive el federalismo nuevamente por esta vía; tampoco se trata de algo nuevo.
Conviene no perder la oportunidad de pensar en tener un Poder Judicial en serio y ante todo federal. Si cada gobernador propusiese a un ejecutivo racional, no al actual obviamente, dos candidatos a jueces de la Corte –un hombre y una mujer- para facilitar que éste respete el equilibro de género remitiendo al Senado los pliegos así seleccionados, se contaría con la mayoría de dos tercios y se podría integrar una Corte Suprema realmente federal, con un número de jueces similar a los de la mayoría de los tribunales de nuestra América, que se pudiese dividir en salas especializadas, en que cada juez conociese en serio la materia en la que decide, es decir, supiese lo que firma.
Somos conscientes de que todo lo dicho parece ciencia ficción en este momento de caos, anomia, confusión y desconcierto. Pero no lo es: más tarde o más temprano la política deberá discutir estas cuestiones, simplemente por imperio de las circunstancias, es decir, por su propia supervivencia. La propia teoría del caos señala que éste es inestable y siempre tiende a organizarse. Discutirlas mientras el presidente corre a mendigarle dinero a Trump es disruptivo, es transgresor, importa recuperar no solo el contenido sino también las formas de la iniciativa de ampliación de derechos, pecado mortal a los ojos del patético ejecutivo mendigante, para quien la justicia social es un robo.
Lunes, 22 de septiembre de 2025.
*Profesor Emérito de la UBA. Ex miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
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Qué importante es leer a un erudito, siempre aprendemos.
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